El hombre no ha sido creado para ser esclavo,
sino para dominar la Creación.
Así lo dice el Génesis explícitamente.
Quien no sabe amar, siempre se sentirá en desventaja, todo le agobiará; quien sabe amar, no se creerá encerrado en ningún sitio. Esto es lo que me ha enseñado Santa Teresita. nuestra incapacidad para amar proviene muchas veces de nuestra falta de fe y de esperanza.
La poderosa aspiración de libertad en
el hombre
contemporáneo, aun cuando contenga buena parte de
engaño y a veces se
lleve a cabo por caminos erróneos,
siempre conserva algo de recto y noble.
Nadie ha sido hecho
para llevar una vida apagada, estrecha o constreñida a un espacio reducido,
sino para vivir
«a sus anchas».
Por el simple hecho de haber sido creado a imagen de Dios, los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito. Ahí reside su grandeza y, en ocasiones, su desgracia.
Por el simple hecho de haber sido creado a imagen de Dios, los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito. Ahí reside su grandeza y, en ocasiones, su desgracia.
Por otro lado, el ser humano manifiesta tan gran ansia de libertad
porque su aspiración fundamental es la aspiración a la felicidad, y porque
comprende que no existe felicidad sin amor, ni amor sin libertad: y así es
exactamente.
El hombre ha sido creado por amor y para amar
Sólo puede hallar
la felicidad amando y siendo amado. Como dice Santa Catalina de Siena, el
hombre no sabría vivir sin amor. El alma no puede vivir sin amor; necesita
siempre algo que amar, pues está hecha de amor y por amor la creé.
El problema
es que a veces ama al revés; se ama egoístamente a sí mismo y termina
sintiéndose frustrado, porque sólo un amor auténtico es capaz de colmarlo.
Si es cierto que sólo el amor puede colmarlo, también lo es que no
existe amor sin libertad: un amor que proceda de la coacción, del interés o de
la simple satisfacción de una necesidad no merece ser llamado amor.
El amor no
se cobra ni se compra. El verdadero amor, y por lo tanto el amor dichoso, sólo
existe entre personas que disponen libremente de ellas mismas para entregarse
al otro.
Así es como se entiende la extraordinaria importancia de la libertad,
que proporciona su valor al amor; y el amor constituye la condición para la
felicidad.
Es sin duda la intuición incluso vaga de esta verdad la que hace
al hombre estimar la libertad, y nadie puede convencerlo de lo contrario.
Pero ¿cómo acceder a esta libertad que permite
el desarrollo del amor?
La libertad parece
constituir un dominio común del cristianismo y la cultura moderna, quizá es
también el punto en el que discrepan de forma más radical.
Para el hombre
moderno ser libre a menudo significa poder desembarazarse de toda atadura y
autoridad: «Ni Dios ni amo». En el cristianismo, por el contrario, la libertad
sólo se puede hallar mediante la sumisión a Dios, esa obediencia de la fe de
que habla San Pablo.
La auténtica libertad es menos una conquista del hombre
que un don gratuito de Dios, un fruto del Espíritu Santo recibido en la medida
en que nos situemos en una amorosa dependencia frente a nuestro Creador y
Salvador. Es aquí donde se pone más plenamente de manifiesto la paradoja
evangélica:
Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí, la encontrará, o dicho de otro modo: quien quiera a toda costa
preservar y defender la libertad la perderá; pero quien acepte «perderla»
devolviéndola confiadamente a las manos de Dios, la salvará. Le será restituida
infinitamente más hermosa y profunda, como un regalo maravilloso de la ternura
divina. Más adelante veremos cómo nuestra libertad es proporcional al amor y a
la confianza filial que nos unan a nuestro Padre del cielo.
Para alentarnos contamos con el ejemplo vivo de los
santos, que se han entregado a Dios sin reservas, no deseando hacer más que Su
voluntad, y que en recompensa han ido recibiendo progresivamente el sentimiento
de gozar de una inmensa libertad que nada en este mundo puede arrebatarles, y
en consecuencia una intensa felicidad.
¿Cómo es esto posible?
Pues Otro error fundamental relativo a la noción de
libertad es considerar esta última como una realidad exterior dependiente de
las circunstancias, y no una realidad ante todo interior.
Existe algo muy
obvio, pero que nos cuesta mucho comprender: y es que, cuanto más dependa
nuestra sensación de libertad de las circunstancias externas, mayor será la
evidencia de que todavía no somos verdaderamente libres.
En este terreno, como
en tantos otros, revivimos el drama experimentado por San Agustín:
«Tú estabas
dentro de mí y yo fuera.
Y fuera te andaba buscando».
Nos explicaremos. Con mucha frecuencia tenemos la
impresión de que lo que limita nuestra libertad son las circunstancias que nos
rodean: las normas impuestas por la sociedad, las obligaciones de todo tipo que
los demás hacen recaer sobre nosotros, tal o cual limitación que disminuye
nuestras posibilidades físicas, nuestra salud, etc.
Por lo tanto, para hallar
nuestra libertad sería preciso eliminar todas estas ataduras y obstáculos.
Cuando nos sentimos prácticamente «asfixiados» por las circunstancias que nos
rodean, nos volvemos en contra de las instituciones o de las personas que son
aparentemente su causa. ¡Cuánto resentimiento hemos alimentado en nuestra vida
contra todo lo que no es de nuestro agrado y nos impide ser lo libres que
desearíamos!
Este modo de ver las cosas encierra cierta parte de
verdad: a veces hay limitaciones que es preciso remediar, barreras que hay que
salvar para conquistar la libertad. Pero contiene también buena parte de engaño
que deberíamos desenmascarar, so pena de no gustar jamás de la verdadera
libertad. Incluso aunque desapareciera de nuestras vidas todo cuanto creemos
que se opone a nuestra libertad, no existiría garantía de acabar consiguiendo
esa plena libertad a la que aspiramos.
Cuando superamos unos límites, siempre
aparecen otros detrás. De ahí el riesgo -en caso de detenerse en la situación
descrita de encontrarse inmerso en un proceso sin fin, en una permanente
insatisfacción. Nunca dejaremos de tropezar con obstáculos dolorosos. De
algunos de ellos podremos librarnos, pero sólo para topamos con otros más
firmes: las leyes de la física, los límites de la naturaleza humana o los de la
vida en sociedad...
El deseo de libertad que habita en el corazón del
hombre contemporáneo a menudo se traduce en un intento desesperado de traspasar
los límites dentro de los cuales se siente como encerrado.
Siempre queremos ir
más lejos, más deprisa; queremos aumentar nuestro poder de transformar la
realidad. Y esto es así en todos los aspectos de la existencia.
Creemos que
seremos más libres cuando los «progresos» de la biología nos permitan elegir el
sexo de nuestros hijos. Pensamos que encontraremos la libertad intentando
llegar más allá de nuestras posibilidades. No contentos con practicar el
alpinismo «normal», nos lanzamos al alpinismo «de riesgo», hasta el día en que
vamos demasiado lejos y la emocionante aventura se ve truncada por una caída
mortal.
Esta faceta suicida de algunas búsquedas de libertad aparece evocada de
modo significativo en la última escena de la película Le grand Bleu, cuyo
protagonista, fascinado por la soltura y la libertad con que se mueven los
delfines en el fondo del océano, acaba yendo tras ellos.
La película, no
obstante, omite lo evidente, y es que, actuando de esta forma, el héroe se
condena a una muerte segura. ¡Cuántos jóvenes desaparecidos por el exceso de
velocidad o por sobredosis de heroína!; ¡por un anúelo de libertad que no ha
sabido hallar el auténtico modo de hacerse realidad!
¿No se convierte entonces
en un sueño al que vale
más renunciar a cambio de una vida apagada y mediocre?
¡Claro que no!
Pero es necesario descubrir dentro de uno mismo
y en la
intimidad con Dios la libertad verdadera.
«Os apocáis en vuestros
corazones» Para lograr comprender cuál es la naturaleza de este
espacio de libertad interior que cada uno alberga dentro de sí y que nadie le
puede arrebatar, querría aludir a una experiencia propia relacionada con Santa
Teresita del Niño Jesús que me ha servido de mucha ayuda.
Hace ya muchos años que Teresa de Lisieux es para mí
una buena amiga, en cuya escuela de sencillez y confianza evangélica he
aprendido muchas cosas.
Hará unos dos años, en una de las primeras ocasiones en
que, a petición de otra ciudad (me parece recordar que se trataba de Marsella),
sus reliquias salieron del Carmelo, yo me encontraba en Lisieux. Las carmelitas
habían acudido a los hermanos de la Comunidad des Béatitudes para que las
ayudaran a trasladar el pesado y precioso relicario hasta el automóvil que
debía conducirlo a su destino.
Tan grata misión, a la que me presté voluntario,
me brindó la inesperada oportunidad de entrar en la clausura de las Carmelitas
de Lisieux y contemplar gozoso y emocionado los mismos lugares que habitó Santa
Teresita: la enfermería, el claustro, la lavandería, el jardín del Carmelo con
su avenida de castaños ... ; sitios todos ellos que yo había conocido a través
de los recuerdos evocados por nuestra santa en sus Manuscritos autobiográficos.
Para mí lo más sorprendente fue encontrar todo aquello mucho más pequeño de lo
que me había imaginado. Así, por ejemplo, hacia el final de su vida Teresa
recuerda divertida las parrafadas que intercambiaba con las hermanas cuando
éstas pasaban camino de la siega hacia un prado que, en realidad, no es más
grande que un pañuelo de bolsillo.
Este hecho anodino la estrechez de los lugares donde
vivió Teresita- me hizo reflexionar mucho y darme cuenta de hasta qué punto la
vida de la santa transcurrió en un mundo humanamente muy reducido: un pequeño
Carmelo provinciano de vulgar arquitectura, un jardín minúsculo, una pequeña
comunidad compuesta por religiosas cuya educación, cultura y costumbres serían
seguramente básicas, un clima en el cual el sol suele brillar por su
ausencia...
¡Y tan corto espacio de tiempo diez años- vivido en ese convento!
Y, sin embargo -y esto es lo sorprendente, cuando se leen los escritos de
Santa Teresita, la impresión que queda no es en absoluto la de una vida pasada
en un mundo estrecho, sino muy al contrario. Salvando ciertas limitaciones de
estilo, emana de su modo de expresarse y de su sensibilidad espiritual una
maravillosa sensación de amplitud, de expansión.
Teresa vive inmersa en grandes
horizontes: los de la misericordia infinita de Dios y su ilimitado deseo de
amor. Se siente como una reina con el mundo a sus pies, porque todo lo puede
conseguir de Dios y, a través del amor, llegar a cualquier punto del universo
en el que un misionero necesite de su oración y su sacrificio.
Se podría elaborar todo un estudio filológico acerca
de la importancia de los términos con que Teresa expresa la ¡limitada dimensión
del universo espiritual en el que se mueve: «horizontes sin fin», «inmensos
deseos», «océanos de gracias», «abismos de amor», «torrentes de misericordia» y
muchos más.
En concreto, el manuscrito B, que recoge el relato del
descubrimiento de su vocación al corazón de la Iglesia, es muy revelador. Sin
duda, Teresa padeció también el sufrimiento y la monotonía del sacrificio; pero
todo se vio superado y transformado por la intensidad de su vida interior.
¿Por qué el mundo de Teresa, humanamente tan pequeño y
pobre, produce esa impresión de amplitud? ¿De dónde esa sensación de libertad
obtenida del relato de su vida en el Carmelo?
Muy sencillo: es que Teresa ama intensamente. Está
abrasada de amor a Dios, de caridad hacia sus hermanas; y carga con la Iglesia
y con el mundo entero con la ternura de una madre. Este es su secreto: el
pequeño convento no la oprime porque ama. El amor todo lo transforma y da un
toque de infinitud a las cosas más vulgares.
Todos los santos han vivido la
misma experiencia: «El amor es un misterio que transforma cuanto toca en algo bello
y agradable a Dios. El amor de Dios hace libre al alma. Es como una reina que
no conoce la opresión de la esclavitud», exclama Santa Faustina Kowalska en su
diario espiritual.
Reflexionando sobre todo esto, acude a mi memoria la
frase que San Pablo dirige a los cristianos de Corinto: «No os apocáis en
nosotros, sino que os apocáis en vuestros corazones»". A menudo nos
sentimos agobiados por nuestra situación, por nuestra familia o nuestro
entorno. No obstante, quizá el problema resida fuera: ciertamente, es en
nuestros corazones donde nos angustiamos, en ellos está el origen de nuestra
falta de libertad. Si amáramos más, el amor daría una dimensión infinita a
nuestras vidas y nunca volveríamos a sentirnos oprimidos.
Con esto no quiero decir que no existan a veces
circunstancias objetivas que transformar, situaciones difíciles o agobiantes
que es preciso superar para que el corazón experimente una auténtica libertad
interior.
Pero creo también que con frecuencia vivimos engañados y echamos la
culpa a lo que nos rodea cuando el problema reside más allá. Nuestra falta de
libertad proviene de nuestra falta de amor: nos creemos víctimas de un contexto
poco favorable cuando el problema real (y con él su solución) se encuentra
dentro de nosotros. Es nuestro corazón el prisionero de su egoísmo o de sus
miedos; es él el que debe cambiar y aprender a amar dejándose transformar por
el Espíritu Santo. He aquí el único modo de escapar de ese sentimiento de
angustia en el que nos encerramos.
Quien no sabe amar, siempre se sentirá en
desventaja, todo le agobiará; quien sabe amar, no se creerá encerrado en ningún
sitio. Esto es lo que me ha enseñado Santa Teresita. nuestra
incapacidad para amar proviene muchas veces de nuestra falta de fe y de
esperanza.
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1 comentario:
Wilson: recibe un cordial saludo acompañado de mis oraciones por tu bienestar. Muchas gracias por mostrarnos a través de la red las riquezas abundantes de su reflexión y experiencia de fe en este camino hacia Dios.
Con aprecio, Fr. Juan José Rodríguez Mesa, oar
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