Dios ha querido, en primer lugar, con verdadero deseo,
que, aun después del pecado de Adán,
que todos los hombres se Salven, pero de una manera y por unos medios adecuados a la condición de su naturaleza
dotada de libre albedrío,
Es decir, ha querido la salvación de todos los que han prestado su consentimiento a las gracias y a los favores que les ha preparado, ofrecido y distribuido con esta intención.
El Rey
celestial, conduce al alma que ama hasta nuestro término de esta vida, todavía
la asiste en su dichoso tránsito, por el cual la eleva hasta el tálamo nupcial
de la gloria eterna,
que es el fruto delicioso de la santa perseverancia.
Esta alma arrebatada toda de amor por su Amado, al
representársele la multitud de los favores y de los auxilios con que Dios la ha
prevenido y asistido durante esta peregrinación, besa sin cesar esta dulce
mano, que la ha traído, conducido y acompañado por este camino, y confiesa que
de este divino Salvador ha recibido toda su dicha, pues ha hecho por ella y oido
cuanto el patriarca Jacob, deseaba para su viaje, después de haber visto la
escalera del cielo.
¡Oh Señor!
—dice entonces—
Vos habéis estado conmigo, y me habéis
guardado en el camino por el cual he venido; Vos me habéis dado el pan de
vuestros Sacramentos para mi sustento; Vos me habéis vestido el traje nupcial
de la caridad; Vos me habéis guiado hasta esta morada de gloria que es vuestra
mansión, oh Padre eterno.
¡Ah Señor!
¿Qué me queda por hacer sino confesar que
sois mi Dios por los siglos de los siglos?
Tal es, pues, el orden de nuestra
marcha hacia la vida eterna, para cuya ejecución la divina Providencia ha
dispuesto, desde la eternidad, la multitud, de gracias necesarias para ello,
con la mutua dependencia de unas con respecto a otras.
Dios ha querido, en primer lugar, con
verdadero deseo,
que, aun después del pecado de Adán,
que todos los hombres se
Salven, pero de una manera y por unos medios adecuados a la condición de su
naturaleza
dotada de libre albedrío,
Es decir, ha querido la salvación de todos
los que han prestado su consentimiento a las gracias y a los favores que les ha
preparado, ofrecido y distribuido con esta intención.
Ahora bien, quiso que, entre
estos favores, fuese el primero el de el cumplimiento de nuestros deberes de estado, y que ésta fuese tan
compatible con nuestra libertad, que pudiésemos aceptarla o rechazarla a
nuestro arbitrio; a aquellos de quienes previo que la aceptarían, quiso
procurarles los santos movimientos de la penitencia; dispuso que se concediese
la santa caridad a los que hubiesen de secundar estos movimientos; tomó el
acuerdo de dar los auxilios necesarios para perseverar a los poseedores de esta
caridad, y a los que habían de aprovecharse de estos divinos auxilios, resolvió
otorgarles la perseverancia final y la gloriosa felicidad de su amor eterno.
Podemos, pues, dar razón del
orden de los efectos de la Providencia en lo que atañe a nuestra salvación,
descendiendo desde el primero hasta el último, es decir, desde el fruto, que es
la gloria, hasta la raíz de este hermoso árbol, que es la redención del
Salvador; porque la divina bondad da la gloria según sean los méritos, los
méritos según la caridad, la caridad según la penitencia, la penitencia según
la obediencia a la vocación, y la vocación según la redención del Salvador, en
la cual se apoya aquella mística escala de Jacob, que, del eterno Padre, donde
los elegidos son recibidos y glorificados.
Del lado de la tierra, surge del
seno y del costado
abierto del Señor, muerto en la cima del Calvario.
Y que este orden en los efectos
de la Providencia, con su mutuo enlace, haya sido dispuesto por la voluntad
eterna de Dios, aparece atestiguado por la santa Iglesia, en una de sus oraciones
solemnes, de esta manera:
Omnipotente y eterno Dios, que de vivos y muertos
eres árbitro, y que usas de misericordia con todos aquellos que, por su fe y
sus obras, sabes que han de ser tuyos, como si dijese que la gloria, que es la
consumación y el fruto de la misericordia divina para con los hombres, sólo
está reservada a aquellos que, según la previsión de la divina sabiduría,
serán, en el porvenir, fieles a la vocación o estado y abrazarán la Fe viva, que obra
por la caridad.
En suma, todos estos efectos
dependen absolutamente de la redención del Salvador, que los ha merecido para
nosotros, en todo rigor de justicia, por la amorosa obediencia practicada hasta
la muerte.
Muerte de cruz, la cual es la raíz de todas las gracias que
recibimos los que somos sus vástagos espirituales,
injertados en su tronco.
Si,
después de injertados, permanecemos en El, llevaremos, sin duda, por la vida de
la gracia que nos comunicará, el fruto de la gloria que nos ha sido preparada;
pero, si somos como renuevos e injertos cortados de este árbol, es decir, si
con nuestra resistencia quebramos la trabazón y el enlace de los efectos de su
bondad, no será de maravillar si, al fin, nos arranca del todo y nos arroja al
fuego eterno, como ramas inútiles.
Es indudable que Dios ha
preparado el paraíso para aquellos
de quienes ha previsto que han de ser suyos.
Seamos, pues, suyos por la Fe y por las Obras, y Él será nuestro por la gloria;
porque, si bien el ser de Dios es un don del mismo Dios, es, empero, un don que
Dios a nadie niega; al contrario, lo ofrece a todos, para darlo a los que de
buen grado consienten en recibirlo.
Roguemosle, entonces para que veamos con qué ardor desea Dios que seamos suyos, pues con esta intención se ha hecho
todo nuestro, dándonos su muerte y su vida: su vida, para que fuésemos exentos
de la muerte eterna; y su muerte, para que pudiésemos gozar de la eterna vida.
Permanezcamos, pues, en paz, y sirvamos a Dios para ser suyos en esta vida
mortal, y aún más en la vida eterna.
Que no podemos llegar a esta
perfecta unión de amor con Dios en esta vida mortal,
¡Oh Dios mío! —dice San Agustín—,
Habéis creado mi
corazón para Vos y jamás tendrá reposo hasta que descanse en Vos: mas, ¿qué
cosa puedo apetecer en el suelo y qué he de desear sobre la tierra? Sí, Señor,
porque Vos sois el Dios de mi corazón, y mi herencia por toda la eternidad. Sin
embargo, esta unión, a la cual nuestro corazón aspira, no puede llegar a su
perfección en esta vida mortal.
Podemos comenzar a amar a Dios en este mundo,
pero sólo en el otro le amaremos perfectamente.
La celestial amante lo expresa de
una manera muy delicada:
He aquí que encontré al que adora mi alma; asile y no
le soltaré hasta haberle hecho entrar en la casa de mi madre, en la habitación
de la que me dio la vida. Encuentra, pues, a su Amado, porque Él le hace sentir
su presencia con mil consolaciones; gócese de Él, porque este sentimiento
produce vehementes afectos, por los cuales le estrecha contra sí y le abraza;
asegura que jamás le soltará.
¡Ah!, no; porque estos afectos se convierten en
resoluciones eternas. Con todo no piensa en darle el beso nupcial hasta que
esté con Él en la casa de su madre, que, como dice San Pablo, es la celestial
Jerusalén, donde, se celebrarán las bodas del Cordero. Aquí, en esta vida
caduca, el alma está verdaderamente prometida y desposada con el Cordero
inmaculado, pero todavía no está casada con Él.
La Fe y la palabra se dan en este
mundo, pero queda diferida la celebración del matrimonio; por esta causa,
siempre cabe el desdecirse, aunque jamás haya motivo para ello, pues nuestro
Esposo nunca nos dejará, si no le obligamos a ello con nuestra deslealtad y
perfidia. Pero, en el cielo, celebradas ya las bodas y consumada esta divina
unión, el vínculo de nuestros corazones con nuestro soberano Príncipe será
eternamente indisoluble.
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