Ireneo, nacido en el año 140 en Asia Menor, obispo de Lyon,
fue el fundador de
la Iglesia en la Galia (Francia);
murió en torno al 202, quizá mártir.
Su obra
fundamental es su libro
Adversus haereses
(Contra los herejes),
en
el que rechaza en bloque las tesis de los herejes gnósticos,
que describían el
mundo como generado por un creador malvado.
El verdadero creador es el Logos, es
decir, el Verbo del Dios bueno. Los ángeles son parte del cosmos creado por
Dios;
y el diablo, como los demás ángeles, es también un ángel creado bueno,
criatura inherente y eternamente inferior y
subordinada a Dios; pero «cometió
apostasia» y,
por tanto, fue arrojado del cielo.
Por eso Satanás es el apóstata por
antonomasia, y también el engañador del universo, que «quiere
engañar nuestras mentes, ofuscar nuestros corazones y tratar de persuadirnos
de
adorarlo a él en vez de al verdadero Dios».
Pero sus poderes sobre nosotros son
limitados porque no es más que un usurpador de la autoridad, que
legítima y fundamentalmente pertenece a Dios; y
«no puede obligar a pecar».
Satanás perdió la gracia
angélica porque sintió envidia de Dios, deseando «ser adorado como Él»; y
sintió también envidia del hombre, como imagen creada a semejanza de Dios.
Nosotros somos el objeto de su envidia.
Por eso entró en el edén con el corazón corrompido por el deseo de llevar a la
ruina a nuestros progenitores. Ireneo es el primer teólogo cristiano que
labora y desarrolla consiguientemente una teología del pecado original:
Dios creó a Adán y Eva y los puso en el
paraíso para que vivieran felices, en estrecha relación con él. Pero Satanás,
conociendo su debilidad, entró en el jardín y, asumiendo el aspecto de una
serpiente, los tentó.
La maldad de Satanás habría podido quedar
sin efecto si Dios no hubiese concedido a la umanidad la libertad de
elegir entre el bien y el mal. Satanás «no obligó»
al primer hombre y a la
primera mujer a pecar;
«lo eligieron libremente ellos, porque Dios los creó
precisamente concediéndoles el máximo don, el libre albedrío.
Satanás es el
único, pero también el verdadero y tenaz tentador porque envidia el estado
original delos progenitores».
Por eso todos los seres humanos
participamos del pecado de Adán y Eva. En aquel momento nos convertimos en
esclavos del demonio y, peor aún, impotentes para liberarnos de él,
desprovistos de nuestra libre elección.
Sujetos a Satanás, hemos distorsionado la
imagen y semejanza divina, condenándonos así a muerte. Se infringió la
felicidad del edén. Dado que dimos la espalda a Dios por nuestra libre
voluntad, nos pusimos en manos de Satanás; por lo tanto, es justo que Satanás
nos haya tenido en su poder hasta que fuimos redimidos. «Desde el punto de
vista de la justicia, en sentido estricto, Dios habría podido dejarnos en manos
de Satanás para siempre; pero su misericordia le hizo enviarnos a su Hijo para
salvarnos.»
La obra salvadora de Cristo comienza con
las tentaciones de Satanás contra el segundo Adán por parte del diablo, a modo
de «recapitulación» de la tentación del primer Adán.
Pero esta vez el diablo fracasa y resulta
irreparablemente derrotado por Cristo. La tradición cristiana ofrece tres Interpretaciones principales
sobre la obra salvadora de la pasión de Cristo.
a) La primera interpretación quiere que la
naturaleza humana haya sido santificada, ennoblecida, transformada y salvada
por Cristo al hacerse hombre.
b) La segunda: Cristo fue un
sacrificio ofrecido a Dios para reconciliarlo con el hombre.
c) La tercera, la teoría de la
redención, de la que Ireneo fue el primer y decidido partidario, se funda
en las siguientes bases: «Puesto que Satanás tenía legítimamente aprisionada a
la raza humana, Dios se ofreció para rescatar consigo mismo nuestra libertad;
el precio sólo podía pagarlo él; sólo Dios podía someterse libremente; a nadie
más le habría sido posible una elección libre, porque el pecado original nos
había privado a todos de nuestra libertad.
Dios Padre nos entregó a su hijo
Jesús para liberarnos a nosotros, rehenes del demonio. Los sufrimientos de
Cristo detuvieron al diablo, liberándonos de la muerte y la condenación.»
La teoría del sacrificio, la
principal teoría alternativa de los tiempos de Ireneo, sostenía que Cristo,
hombre y Dios a la vez, habían asumido en sí mismo todos los pecados de la
humanidad y, entregándose a la muerte por su libre voluntad, había ofrecido a
Dios una recompensa adecuada. La teoría del rescate, por más que sea
expresada a veces de un modo rústico, reflejaba el énfasis que los padres
apostólicos ponían en la batalla cósmica entre Cristo y Satanás, y en
conjunto respondía bastante bien a los moderados supuestos dualistas del
cristianismo de los orígenes. Ireneo concibe a Cristo como el segundo Adán, que
rompió las cadenas de la muerte que nos había impuesto la debilidad del primer
Adán.
El concepto
de recapitulación (Cristo, el segundo Hombre, anula el daño hecho por
el primer hombre) estaba en el centro de la cristología de Ireneo.
«Satanás, aunque derrotado por Cristo, no
deja de obstaculizar la salvación con todas sus energías. Alienta el paganismo,
la idolatría, la brujería, la impiedad y especialmente la herejía y la
apostasía. Los herejes y los cismáticos, que no siguen a la verdadera Iglesia
de Cristo, son miembros del ejército de Satanás, son sus agentes en la guerra
cósmica contra Cristo.»
Ireneo sostiene que Cristo es la defensa
de los cristianos contra el diablo. El diablo huye cuando se rezan las
oraciones cristianas y se pronuncia el nombre de Cristo. Sin embargo, la
batalla no ha concluido en absoluto, porque los demonios seguirán poniendo a
prueba a los bautizados, con el permiso del Creador,
«ya sea para castigarles
por sus pecados, ya sea para mejor purificarles, ya sea para adiestrarles en la
caridad fraterna» de mutuo sustento en las necesidades espirituales, con el
recíproco consuelo y tolerancia; pero sobre todo para mantenerles siempre
«vigilantes y fuertes en la fe».
No se crea que soy el único que se ha dado
cuenta de las tonterías formuladas por ciertos teólogos. Parece que muchos de
ellos han asumido como a un nuevo padre de la Iglesia a Rudolf Bultmann, que,
entre otras cosas, ha escrito:
«No es posible servirse de la luz eléctrica y de
la radio, o recurrir en caso de enfermedad a los modernos descubrimientos
médicos y clínicos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y los
milagros que nos propone el Nuevo Testamento»
(Nuevo Testamento e
Mitología, Queriniana, 1969, p. 110). Asumir el progreso técnico como prueba
indiscutible de que la palabra de Dios queda sustituida, no es más que un
disparate. Pero muchos teólogos y biblistas creen que no están «al día» si no
siguen esas directrices.
En el citado libro de Lehmann aparece una
interesante estadística sobre los teólogos católicos: dos tercios de ellos
aceptan en teoría los datos tradicionales sobre el demonio, pero los rechazan
cuando son aplicados en la práctica pastoral; es decir, no quieren oponerse
frontalmente a la Iglesia, pero en la práctica no aceptan sus enseñanzas (p.
115).
También resulta interesante otra observación estadística: los teólogos
católicos demuestran un conocimiento demasiado superficial de la posesión
diabólica y los exorcismos (p. 27). Es lo que yo he dicho.
Plenamente consciente de esta situación,
la Congregación para la Doctrina de la Fe encargó a un experto estudiar el
asunto y promulgó un documento que fue publicado en L'Osservatore
Romano el 26 de junio de 1975 con el título
«Fe cristiana y demonología»;
ese estudio fue luego incluido entre los documentos oficiales de la Santa Sede
(Enchiridion Vaticanum, vol. V, núm. 38). Reproducimos algunos pasajes del
mismo.
Su principal objetivo es instruir a los fieles y particularmente a los
teólogos estrambóticos que soslayan la existencia de Satanás en sus estudios y
enseñanzas, mientras que Cristo «bajó del cielo y se encarnó para destruir la
obra del demonio» (1 Jn. 3, 5). Eliminando la existencia del demonio, anulamos
la redención; quien no cree en el demonio, no cree en el Evangelio.
«En el correr de los siglos la Iglesia
siempre ha reprobado las diversas formas de superstición, la preocupación
obsesiva por Satanás y los demonios, así como los diferentes tipos de culto y
de morboso apego a estos espíritus.
Por eso sería injusto afirmar que el
cristianismo, olvidado del señorío universal de Cristo, haya hecho de Satanás
el tema preferido de su predicación, transformando la buena nueva del Señor
resucitado en un mensaje de terror [...] Pero, en realidad, sería un error
funesto comportarse como si, considerando la historia ya resuelta, la redención
hubiera surtido todos sus efectos, de modo que ya no sea necesario
comprometerse en la lucha de la que hablan el Nuevo Testamento y los maestros
de la vida espiritual.
»Pero más a menudo esta existencia [de
Satanás] es abiertamente puesta en duda. Algunos críticos, estimando que pueden
identificar la posición propia de Jesús, pretenden que ninguna palabra suya
garantizaría la realidad del mundo demoníaco, mientras que la afirmación de su
existencia reflejaría más bien, allí donde se formula, las ideas de escritos
judaicos, o bien dependería de tradiciones neo testamentarias y no de Cristo;
puesto que tal afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, hoy
ya no comprometería nuestra fe y seríamos libres de abandonarla.
»Otros, más objetivos y más radicales,
aceptan las aseveraciones de las Sagradas Escrituras sobre los demonios en su
sentido obvio; pero inmediatamente añaden que, en el mundo de hoy, no serían
aceptables ni siquiera para los cristianos.
También ellos, por lo tanto, las
eliminan. Para algunos, finalmente, la idea de Satanás, cualquiera que sea su
origen, ya no tendría importancia y, al demorarse en justificarla, nuestra
enseñanza perdería crédito y haría sombra al razonamiento sobre Dios, que es el
único que merece nuestro interés.
»Para unos y otros, para terminar, los
nombres de Satanás y del diablo no serían más que personificaciones míticas y
funcionales, cuyo significado sería solamente el de subrayar dramáticamente el
influjo del mal y el pecado sobre la humanidad. Puro lenguaje, por tanto, que
nuestra época debería descifrar para encontrar un modo distinto de inculcar a
los cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal en el mundo.
»Estas tomas de posición, reiteradas, en
las que se hace alarde de erudición y son difundidas por revistas y por
ciertos diccionarios teológicos, no pueden dejar de turbar los
espíritus: los fieles, habituados a tomar en serio las advertencias de Cristo y
de los escritos apostólicos, tienen la impresión de que razonamientos de esa
clase pretenden imprimir, en este campo, una inflexión sobre la opinión
pública, y aquellos que poseen algún conocimiento de las ciencias bíblicas y
religiosas se preguntan adónde llevará el proceso de desmitificación emprendido
en nombre de una cierta hermenéutica.
»También las principales curaciones de
poseídos fueron realizadas por Cristo en momentos que resultaban decisivos en
los episodios de su ministerio. Sus exorcismos planteaban y orientaban el
problema de su misión y su persona, como lo demuestran de manera suficiente las
reacciones que suscitaron. Sin poner nunca a Satanás en el centro de su
Evangelio, Jesús habló de él, si bien sólo en momentos evidentemente cruciales
y con declaraciones importantes.
»Ante todo dio comienzo a su ministerio
público aceptando que había sido tentado por el diablo en el desierto: el
relato de Marcos es tan decisivo precisamente por su sobriedad, como el de
Mateo y Lucas. Él nos puso en guardia contra ese adversario en el sermón de la
montaña y en la plegaria que enseñó a los suyos, el Padrenuestro, como
admiten hoy muchos exégetas, oyándose en el testimonio de numerosas
liturgias.
El Apocalipsis es sobre todo el grandioso
fresco en que resplandece la potencia de Cristo resucitado en los testimonios
de su Evangelio: el Apocalipsis proclama el triunfo del Cordero sacrificado,
pero nos engañaríamos por completo sobre la naturaleza de dicha victoria si no
se viera en ella el término de una larga lucha en la que intervienen, mediante
las potencias humanas que disputan, Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos los
unos de los otros, pero también agentes históricos suyos.
En efecto, es el Apocalipsis
el que, subrayando el enigma de los distintos nombres y símbolos de Satanás
contenidos en las Sagradas Escrituras, desenmascara definitivamente su
identidad.
Su acción se desarrolla a lo largo
de todos los siglos de la historia humana, bajo los ojos de Dios. Evidentemente
la mayoría de los santos padres, que abandonaron con Orígenes la idea de un
pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo —es decir, en el
deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia, de
querer creerse Dios— el detonante de su caída; pero, junto con este orgullo,
muchos subrayaron también su maldad en relación con el hombre.
Según san Ireneo, la apostasia del diablo
comenzó cuando sintió celos de la creación del hombre y trató de que se
rebelara contra su autor. Según Tertuliano, Satanás, para oponerse al plan del
Señor, plagió en los misterios paganos los sacramentos instituidos por Cristo.
En la enseñanza patrística resonaron, pues, de manera esencialmente fiel, la
doctrina y las orientaciones del Nuevo Testamento.»
«Y estas señales acompañarán a los que
creen: en mi nombre expulsarán demonios»: esta simple afirmación de Cristo, que
leemos al final del Evangelio de Marcos, bastó para una completa pastoral de
liberación en los primeros siglos cristianos. Cada cristiano era exorcista, o
sea que tenía este poder, basado en la fe y en la fuerza del nombre de Jesús.
Nos han dejado testimonio de ello Justino,
Tertuliano y Orígenes. Después comenzaron a multiplicarse las fórmulas de exorcismo
y las recopilaciones de tales fórmulas. Entretanto las autoridades
eclesiásticas comenzaron también a regular el exorcistado (orden de exorcista
que era la tercera de las menores), reservando las formas más graves a personas
cualificadas, y multiplicando los sacramentales, a disposición de todos, para
las formas menos graves.
Pero hasta el siglo XVII, incluso cuando
el exorcismo más grave estaba reservado a los obispos o a los sacerdotes
delegados por ellos (como la disciplina actual), cada diócesis disponía de un
número adecuado de exorcistas; no se daba la actual crisis de incredulidad, al
menos práctica, sobre la existencia del demonio, motivo por el cual hoy ni los
obispos afrontan este problema pastoral (que debería formar parte de la
pastoral ordinaria de cada diócesis), ni los sacerdotes están dispuestos o
preparados para asumir la tarea.
El Derecho canónico compromete
particularmente a los párrocos para que estén cerca de las familias y los
individuos, especialmente en sus sufrimientos; para que asistan a los pobres, a
los enfermos, a los afligidos, a aquellos que se encuentran en dificultades
particulares (can. 529).
No hay ninguna duda de que entre estos casos de dolor
y necesidades particulares deben contarse los afectados por el maligno. ¿Pero
quién cree que lo están?
Se multiplica entonces el recurso a los
magos, cartománticos y hechiceros. Son pocos los casos de personas que se
dirigen a un exorcista antes de haber recibido las perniciosas curas de las
personas antes mencionadas. Se produce literalmente cuanto la Escritura nos
dice del rey Ocozías.
Encontrándose éste gravemente enfermo, mandó mensajeros
para consultar a Belcebú (¡el príncipe de los demonios!), dios de Ecrón, para
conocer su futuro. El profeta Elías fue al encuentro de aquellos mensajeros y
les dijo: «¿No hay un Dios en Israel para que vayáis a consultar
a Belcebú?» (2 Re. 1, 1-6). Hoy 1 Iglesia católica ha abdicado de esta
específica misión suya y la gente ya no se dirige a Dios sino a Satanás.
«¿Cuáles son hoy las mayores necesidades
de la Iglesia? No os asombre como simplista o incluso como supersticiosa e
irreal nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa contra
ese mal que llamamos demonio»
(Pablo VI, 15 de noviembre de 1972). Ciertamente
las palabras del papa tienen un alcance mucho más vasto que el restringido
campo de los exorcismos; pero es igualmente cierto que también estecampo está
incluido en ellas.
La comisión que está trabajando en la
revisión del Ritual se encuentra ante todo un complejo de deberes. No se trata
sólo de revisar las normas iniciales y las oraciones de exorcismo. También hay
que aclarar toda la pastoral sobre esta materia.
Actualmente el Ritual considera de forma
directa sólo el caso de posesión diabólica, esto es, el caso más grave y raro.
Nosotros, los exorcistas, en la práctica, nos ocupamos de todos los casos en
que detectamos la intervención satánica:
los casos de vejación diabólica (mucho
más numerosos que los casos de posesión), los casos de obsesión, los casos de
infestación de las casas y también otros casos en los que hemos visto la
eficacia de nuestras oraciones.
Diría que también en este campo vale el
principio «natura non facit saltus» (la naturaleza no da saltos, sino
que avanza mediante lentas evoluciones). Por ejemplo, no está claro el límite
entre poseídos y vejados. Del mismo modo no está claro el límite entre las
vejaciones y otros males: males físicos que pueden ser causados por el maligno;
males morales
(estados habituales de pecado, especialmente en las formas más
graves) en los que ciertamente el maligno ha tenido su papel. Por ejemplo, he
podido ver cómo a veces se conseguía una mejora al hacer un breve exorcismo,
además de la oración por los enfermos, sobre personas de las que tenía razones
para sospechar acerca del origen de su mal.
Como también he obtenido buenos resultados
con el uso de breves exorcismos, sumados al sacramento de la confesión, con
personas recalcitrantes en ciertos pecados, como los homosexuales. San Alfonso,
el doctor de la Iglesia para la teología moral, dirigiéndose a los confesores,
dice que ante todo el sacerdote debe exorcizar particularmente cuando
se encuentra ante algo que cree que puede ser una infestación demoníaca.
Pero obsérvese que, según las normas
vigentes, al exorcista sólo le competen en rigor los casos de posesión
diabólica. El resto de casos pueden ser resueltos de otro modo: oración,
sacramentos, uso de los sacramentales, plegarias de liberación en grupos, etc.
Pero es un campo demasiado vasto para dejarlo a la libre iniciativa, sin ninguna disposición precisa. En el apéndice reproducimos la carta que la Congregación para la Doctrina de la Fe envió a los obispos el 29 de septiembre de 1985. En síntesis, en ella se recuerdan las disposiciones vigentes, sin resolver el complejo problema que corresponde a la comisión especial. No sé si durante estos años los obispos se han apresurado a hacer llegar a esa comisión las oportunas sugerencias.
Uno de los prelados más sensibles a este
tema es, sin duda, el cardenal Suenens, que lo vive continuamente a través de
las plegarias de liberación que se hacen en los grupos de la Renovación. En un
breve capítulo de su libro ya citado afirma: «La práctica de la liberación de
los demonios, ejercida sin mandato, mediante exorcismos directos, plantea
problemas de frontera que hay que determinar y aclarar.
A primera vista la línea de demarcación parece clara: los exorcismos están reservados exclusivamente al obispo o a su delegado, en caso de presunta posesión diabólica; los casos que están fuera de la posesión propiamente dicha son un campo libre, no reglamentado y, por consiguiente, accesible a todos.»
Pero el cardenal sabe perfectamente que
los casos de verdadera posesión son pocos y, además, requieren un estudio
específico y competente para poder ser detectados. Por eso añade:
«Todo lo que
está fuera de la posesión propiamente dicha es como un campo de confines mal
delimitados, en el que reinan la confusión y la ambigüedad. La misma
complejidad de la nomenclatura no ayuda a simplificar las cosas; no existe una
terminología común, y bajo la misma etiqueta se encuentran contenidos
diferentes» (ob. cit., p. 95).
«Para hacer una puesta a punto útil es
preciso, aparte todo lo demás, fijar la terminología y establecer con claridad
la distinción entre plegaria de liberación y exorcismo de
liberación, con invectivas dirigidas al demonio.
El exorcismo de liberación queda
reservado al discernimiento exclusivo del obispo en los casos de posesión; pero
falta una línea de demarcación entre las formas de exorcismo que se sitúan
fuera de la posesión» (ob. cit., pp. 119-120).
A decir verdad, yo esta línea de
demarcación la veo clara, al menos en cuanto a los términos, teniendo en cuenta
que el exorcismo propiamente dicho, reservado al obispo o a un delegado suyo,
es un sacramental y compromete la intercesión de la Iglesia; todas las
demás formas son plegarias privadas, aunque hechas por grupos.
No sé por qué el cardenal Suenens no ha hablado nunca del exorcismo como de un sacramental y como el único al que debe reservarse el nombre de exorcismo; es cierto que dedica un breve capítulo a los sacramentales, cita algunos, pero no cita como tal el exorcismo. En mi opinión, sería ya un punto claro. El cardenal me perdonará esta reconvención.
Pasando a las propuestas prácticas, el
cardenal Suenens sugiere: «Yo propongo reservar para el obispo no sólo los
casos de posesión diabólica, según el antiguo derecho, sino toda la zona en que
se pueda sospechar una influencia específicamente demoníaca. Señalaré también
que si bien el exorcistado ha desaparecido como orden menor, nada impide que
una conferencia episcopal pida a Roma que lo restablezca» (ob. cit., pp. 121-
122).
Y el cardenal propone que, para los casos menos graves, el exorcistado
pueda ser conferido también a laicos cualificados.
Encuentro otras propuestas en el óptimo
libro varias veces citado del padre La Grua. Después de recordar las realizadas
por el cardenal Suenens, se plantean algunas que podrían tener una aplicación
inmediata, a la espera de las decisiones de los superiores. Son propuestas
prácticas, factibles y cuya ejecución podría proporcionar también elementos de
decisión a la comisión que está revisando esta parte del Ritual.
«En toda
diócesis el obispo debería poner junto al exorcista un grupo de
discernimiento, compuesto por tres o cuatro personas, entre ellas un médico y
un psicólogo.
Todos los casos sospechosos deberían
ser llevados a este grupo que, previo el correspondiente examen, dirigiera el
paciente al médico, al exorcista o al grupo orante.
El grupo orante o
los grupos orantes, si los casos fuesen muchos, deberían estar
constituidos por personas expertas y preparadas, y deberían intervenir en los
llamados casos menores, dejando al exorcista el tratamiento de los
casos más importantes. En el grupo orante no debería faltar nunca la presencia
del sacerdote.
»La liberación volvería así a entrar en el
plano normal de la pastoral de los
enfermos. Una terapia bien planteada debería articularse según
los siguientes puntos: evangelización, práctica guiada de los sacramentos de la
penitencia y la eucaristía, ejercicios ascéticos, frecuentación de grupos de
oración.
Es ocioso decir que, en los casos menores, no se pueden hacer
conjuros sobre las personas, sino sólo oraciones, a menos que el
sacerdote tenga autorización» (ob. cit., pp. 113-114).
Como se ve, el problema no se limita a
aumentar el número de exorcistas y darles ocasión de prepararse para
cumplir correctamente este ministerio. Hay también otras temáticas abiertas que
es preciso resolver, de modo que este sector deje de ser un campo cerrado, con
la inscripción de «Trabajos en curso».
El demonio no cesa nunca su
actividad, mientras que los siervos del Señor duermen, como nos dice
la parábola del buen
trigo y la cizaña.
Pero el primer paso, el paso
fundamental, es que los obispos y los sacerdotes recuperen la sensibilidad
en relación a este problema, sobre la base de la sana doctrina que las
Escrituras, la tradición y el magisterio nos han transmitido siempre, también a
través del Concilio Vaticano II, la enseñanza de los últimos pontífices y
últimamente el Catecismo de la Iglesia católica.
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