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jueves, 15 de noviembre de 2012

Breve Teología del Pecado Original y el Demonio.?



Ireneo, nacido en el año 140 en Asia Menor, obispo de Lyon,
 fue el fundador de la Iglesia en la Galia (Francia); 
murió en torno al 202, quizá mártir. 
Su obra fundamental es su libro 
Adversus haereses 
(Contra los herejes)
en el que rechaza en bloque las tesis de los herejes gnósticos,
 que describían el mundo como generado por un creador malvado.


El verdadero creador es el Logos, es decir, el Verbo del Dios bueno. Los ángeles son parte del cosmos creado por Dios;
 y el diablo, como los demás ángeles, es también un ángel creado bueno, criatura inherente y eternamente inferior y 
subordinada a Dios; pero «cometió apostasia» y,
 por tanto, fue arrojado del cielo.


Por eso Satanás es el apóstata por antonomasia, y también el engañador del universo, que «quiere engañar nuestras mentes, ofuscar nuestros corazones y tratar de persuadirnos 
de adorarlo a él en vez de al verdadero Dios».


Pero sus poderes sobre nosotros son limitados porque no es más que un usurpador de la autoridad, que legítima y fundamentalmente pertenece a Dios; y 
«no puede obligar a pecar».


Satanás perdió la gracia angélica porque sintió envidia de Dios, deseando «ser adorado como Él»; y sintió también envidia del hombre, como imagen creada a semejanza de Dios.


Nosotros somos el objeto de su envidia. Por eso entró en el edén con el corazón corrompido por el deseo de llevar a la ruina a nuestros progenitores. Ireneo es el primer teólogo cristiano que  labora y desarrolla consiguientemente una teología del pecado original:


Dios creó a Adán y Eva y los puso en el paraíso para que vivieran felices, en estrecha relación con él. Pero Satanás, conociendo su debilidad, entró en el jardín y, asumiendo el aspecto de una serpiente, los tentó.


La maldad de Satanás habría podido quedar sin efecto si Dios no hubiese concedido a la  umanidad la libertad de elegir entre el bien y el mal. Satanás «no obligó» 
al primer hombre y a la primera mujer a pecar; 
«lo eligieron libremente ellos, porque Dios los creó precisamente concediéndoles el máximo don, el libre albedrío. 
Satanás es el único, pero también el verdadero y tenaz tentador porque envidia el estado original delos progenitores».


Por eso todos los seres humanos participamos del pecado de Adán y Eva. En aquel momento nos convertimos en esclavos del demonio y, peor aún, impotentes para liberarnos de él, desprovistos de nuestra libre elección.


Sujetos a Satanás, hemos distorsionado la imagen y semejanza divina, condenándonos así a muerte. Se infringió la felicidad del edén. Dado que dimos la espalda a Dios por nuestra libre voluntad, nos pusimos en manos de Satanás; por lo tanto, es justo que Satanás nos haya tenido en su poder hasta que fuimos redimidos. «Desde el punto de vista de la justicia, en sentido estricto, Dios habría podido dejarnos en manos de Satanás para siempre; pero su misericordia le hizo enviarnos a su Hijo para salvarnos.»


La obra salvadora de Cristo comienza con las tentaciones de Satanás contra el segundo Adán por parte del diablo, a modo de «recapitulación» de la tentación del primer Adán.


Pero esta vez el diablo fracasa y resulta irreparablemente derrotado por Cristo. La tradición cristiana ofrece tres Interpretaciones principales sobre la obra salvadora de la pasión de Cristo.

a) La primera interpretación quiere que la naturaleza humana haya sido santificada, ennoblecida, transformada y salvada por Cristo al hacerse hombre.


b)  La segunda: Cristo fue un sacrificio ofrecido a Dios para reconciliarlo con el hombre.


c) La tercera, la teoría de la redención, de la que Ireneo fue el primer y decidido partidario, se funda en las siguientes bases: «Puesto que Satanás tenía legítimamente aprisionada a la raza humana, Dios se ofreció para rescatar consigo mismo nuestra libertad; el precio sólo podía pagarlo él; sólo Dios podía someterse libremente; a nadie más le habría sido posible una elección libre, porque el pecado original nos había privado a todos de nuestra libertad. 

Dios Padre nos entregó a su hijo Jesús para liberarnos a nosotros, rehenes del demonio. Los sufrimientos de Cristo detuvieron al diablo, liberándonos de la muerte y la condenación.»


La teoría del sacrificio, la principal teoría alternativa de los tiempos de Ireneo, sostenía que Cristo, hombre y Dios a la vez, habían asumido en sí mismo todos los pecados de la humanidad y, entregándose a la muerte por su libre voluntad, había ofrecido a Dios una recompensa adecuada. La teoría del rescate, por más que sea expresada a veces de un modo rústico, reflejaba el énfasis que los padres apostólicos ponían en la batalla cósmica entre Cristo y Satanás, y en conjunto respondía bastante bien a los  moderados supuestos dualistas del cristianismo de los orígenes. Ireneo concibe a Cristo como el segundo Adán, que rompió las cadenas de la muerte que nos había impuesto la debilidad del primer Adán.


El concepto de recapitulación (Cristo, el segundo Hombre, anula el daño hecho por el primer hombre) estaba en el centro de la cristología de Ireneo.


«Satanás, aunque derrotado por Cristo, no deja de obstaculizar la salvación con todas sus energías. Alienta el paganismo, la idolatría, la brujería, la impiedad y especialmente la herejía y la apostasía. Los herejes y los cismáticos, que no siguen a la verdadera Iglesia de Cristo, son miembros del ejército de Satanás, son sus agentes en la guerra cósmica contra Cristo.»


Ireneo sostiene que Cristo es la defensa de los cristianos contra el diablo. El diablo huye cuando se rezan las oraciones cristianas y se pronuncia el nombre de Cristo. Sin embargo, la batalla no ha concluido en absoluto, porque los demonios seguirán poniendo a prueba a los bautizados, con el permiso del Creador, 

«ya sea para castigarles por sus pecados, ya sea para mejor purificarles, ya sea para adiestrarles en la caridad fraterna» de mutuo sustento en las necesidades espirituales, con el recíproco consuelo y tolerancia; pero sobre todo para mantenerles siempre «vigilantes y fuertes en la fe».


No se crea que soy el único que se ha dado cuenta de las tonterías formuladas por ciertos teólogos. Parece que muchos de ellos han asumido como a un nuevo padre de la Iglesia a Rudolf Bultmann, que, entre otras cosas, ha escrito: 

«No es posible servirse de la luz eléctrica y de la radio, o recurrir en caso de enfermedad a los modernos descubrimientos médicos y clínicos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y los milagros que nos propone el Nuevo Testamento»

 (Nuevo Testamento e Mitología, Queriniana, 1969, p. 110). Asumir el progreso técnico como prueba indiscutible de que la palabra de Dios queda sustituida, no es más que un disparate. Pero muchos teólogos y biblistas creen que no están «al día» si no siguen esas directrices.


En el citado libro de Lehmann aparece una interesante estadística sobre los teólogos católicos: dos tercios de ellos aceptan en teoría los datos tradicionales sobre el demonio, pero los rechazan cuando son aplicados en la práctica pastoral; es decir, no quieren oponerse frontalmente a la Iglesia, pero en la práctica no aceptan sus enseñanzas (p. 115). 

También resulta interesante otra observación estadística: los teólogos católicos demuestran un conocimiento demasiado superficial de la posesión diabólica y los exorcismos (p. 27). Es lo que yo he dicho.


Plenamente consciente de esta situación, la Congregación para la Doctrina de la Fe encargó a un experto estudiar el asunto y promulgó un documento que fue publicado en L'Osservatore Romano el 26 de junio de 1975 con el título 

«Fe cristiana y demonología»; ese estudio fue luego incluido entre los documentos oficiales de la Santa Sede (Enchiridion Vaticanum, vol. V, núm. 38). Reproducimos algunos pasajes del mismo. 

Su principal objetivo es instruir a los fieles y particularmente a los teólogos estrambóticos que soslayan la existencia de Satanás en sus estudios y enseñanzas, mientras que Cristo «bajó del cielo y se encarnó para destruir la obra del demonio» (1 Jn. 3, 5). Eliminando la existencia del demonio, anulamos la redención; quien no cree en el demonio, no cree en el Evangelio.


«En el correr de los siglos la Iglesia siempre ha reprobado las diversas formas de superstición, la preocupación obsesiva por Satanás y los demonios, así como los diferentes tipos de culto y de morboso apego a estos espíritus.

Por eso sería injusto afirmar que el cristianismo, olvidado del señorío universal de Cristo, haya hecho de Satanás el tema preferido de su predicación, transformando la buena nueva del Señor resucitado en un mensaje de terror [...] Pero, en realidad, sería un error funesto comportarse como si, considerando la historia ya resuelta, la redención hubiera surtido todos sus efectos, de modo que ya no sea necesario comprometerse en la lucha de la que hablan el Nuevo Testamento y los maestros de la vida espiritual. 


»Pero más a menudo esta existencia [de Satanás] es abiertamente puesta en duda. Algunos críticos, estimando que pueden identificar la posición propia de Jesús, pretenden que ninguna palabra suya garantizaría la realidad del mundo demoníaco, mientras que la afirmación de su existencia reflejaría más bien, allí donde se formula, las ideas de escritos judaicos, o bien dependería de tradiciones neo testamentarias y no de Cristo; puesto que tal afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central, hoy ya no comprometería nuestra fe y seríamos libres de abandonarla.


»Otros, más objetivos y más radicales, aceptan las aseveraciones de las Sagradas Escrituras sobre los demonios en su sentido obvio; pero inmediatamente añaden que, en el mundo de hoy, no serían aceptables ni siquiera para los cristianos. 

También ellos, por lo tanto, las eliminan. Para algunos, finalmente, la idea de Satanás, cualquiera que sea su origen, ya no tendría importancia y, al demorarse en justificarla, nuestra enseñanza perdería crédito y haría sombra al razonamiento sobre Dios, que es el único que merece nuestro interés.


»Para unos y otros, para terminar, los nombres de Satanás y del diablo no serían más que personificaciones míticas y funcionales, cuyo significado sería solamente el de subrayar dramáticamente el influjo del mal y el pecado sobre la humanidad. Puro lenguaje, por tanto, que nuestra época debería descifrar para encontrar un modo distinto de inculcar a los cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal en el mundo.


»Estas tomas de posición, reiteradas, en las que se hace alarde de erudición y son difundidas por revistas y por ciertos diccionarios teológicos, no pueden dejar de turbar los espíritus: los fieles, habituados a tomar en serio las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos, tienen la impresión de que razonamientos de esa clase pretenden imprimir, en este campo, una inflexión sobre la opinión pública, y aquellos que poseen algún conocimiento de las ciencias bíblicas y religiosas se preguntan adónde llevará el proceso de desmitificación emprendido en nombre de una cierta hermenéutica.


»También las principales curaciones de poseídos fueron realizadas por Cristo en momentos que resultaban decisivos en los episodios de su ministerio. Sus exorcismos planteaban y orientaban el problema de su misión y su persona, como lo demuestran de manera suficiente las reacciones que suscitaron. Sin poner nunca a Satanás en el centro de su Evangelio, Jesús habló de él, si bien sólo en momentos evidentemente cruciales y con declaraciones importantes.


»Ante todo dio comienzo a su ministerio público aceptando que había sido tentado por el diablo en el desierto: el relato de Marcos es tan decisivo precisamente por su sobriedad, como el de Mateo y Lucas. Él nos puso en guardia contra ese adversario en el sermón de la montaña y en la plegaria que enseñó a los suyos, el Padrenuestro, como admiten hoy muchos exégetas,  oyándose en el testimonio de numerosas liturgias.


El Apocalipsis es sobre todo el grandioso fresco en que resplandece la potencia de Cristo resucitado en los testimonios de su Evangelio: el Apocalipsis proclama el triunfo del Cordero sacrificado, pero nos engañaríamos por completo sobre la naturaleza de dicha victoria si no se viera en ella el término de una larga lucha en la que intervienen, mediante las potencias humanas que disputan, Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos los unos de los otros, pero también agentes históricos suyos. 

En efecto, es el Apocalipsis el que, subrayando el enigma de los distintos nombres y símbolos de Satanás contenidos en las Sagradas Escrituras, desenmascara definitivamente su identidad.


 Su acción se desarrolla a lo largo de todos los siglos de la historia humana, bajo los ojos de Dios. Evidentemente la mayoría de los santos padres, que abandonaron con Orígenes la idea de un pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo —es decir, en el deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia, de querer creerse Dios— el detonante de su caída; pero, junto con este orgullo, muchos subrayaron también su maldad en relación con el hombre.


Según san Ireneo, la apostasia del diablo comenzó cuando sintió celos de la creación del hombre y trató de que se rebelara contra su autor. Según Tertuliano, Satanás, para oponerse al plan del Señor, plagió en los misterios paganos los sacramentos instituidos por Cristo. En la enseñanza patrística resonaron, pues, de manera esencialmente fiel, la doctrina y las orientaciones del Nuevo Testamento.»


«Y estas señales acompañarán a los que creen: en mi nombre expulsarán demonios»: esta simple afirmación de Cristo, que leemos al final del Evangelio de Marcos, bastó para una completa pastoral de liberación en los primeros siglos cristianos. Cada cristiano era exorcista, o sea que tenía este poder, basado en la fe y en la fuerza del nombre de Jesús.


Nos han dejado testimonio de ello Justino, Tertuliano y Orígenes. Después comenzaron a multiplicarse las fórmulas de exorcismo y las recopilaciones de tales fórmulas. Entretanto las autoridades eclesiásticas comenzaron también a regular el exorcistado (orden de exorcista que era la tercera de las menores), reservando las formas más graves a personas cualificadas, y multiplicando los sacramentales, a disposición de todos, para las formas menos graves.


Pero hasta el siglo XVII, incluso cuando el exorcismo más grave estaba reservado a los obispos o a los sacerdotes delegados por ellos (como la disciplina actual), cada diócesis disponía de un número adecuado de exorcistas; no se daba la actual crisis de incredulidad, al menos práctica, sobre la existencia del demonio, motivo por el cual hoy ni los obispos afrontan este problema pastoral (que debería formar parte de la pastoral ordinaria de cada diócesis), ni los sacerdotes están dispuestos o preparados para asumir la tarea.


 El Derecho canónico compromete particularmente a los párrocos para que estén cerca de las familias y los individuos, especialmente en sus sufrimientos; para que asistan a los pobres, a los enfermos, a los afligidos, a aquellos que se encuentran en dificultades particulares (can. 529). 

No hay ninguna duda de que entre estos casos de dolor y necesidades particulares deben contarse los afectados por el maligno. ¿Pero quién cree que lo están?


Se multiplica entonces el recurso a los magos, cartománticos y hechiceros. Son pocos los casos de personas que se dirigen a un exorcista antes de haber recibido las perniciosas curas de las personas antes mencionadas. Se produce literalmente cuanto la Escritura nos dice del rey Ocozías. 

Encontrándose éste gravemente enfermo, mandó mensajeros para consultar a Belcebú (¡el príncipe de los demonios!), dios de Ecrón, para conocer su futuro. El profeta Elías fue al encuentro de aquellos mensajeros y les dijo: «¿No hay un Dios en Israel para que vayáis a consultar a Belcebú?» (2 Re. 1, 1-6). Hoy 1 Iglesia católica ha abdicado de esta específica misión suya y la gente ya no se dirige a Dios sino a Satanás.

«¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No os asombre como simplista o incluso como supersticiosa e irreal nuestra respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa contra ese mal que llamamos demonio»

 (Pablo VI, 15 de noviembre de 1972). Ciertamente las palabras del papa tienen un alcance mucho más vasto que el restringido campo de los exorcismos; pero es igualmente cierto que también estecampo está incluido en ellas.


La comisión que está trabajando en la revisión del Ritual se encuentra ante todo un complejo de deberes. No se trata sólo de revisar las normas iniciales y las oraciones de exorcismo. También hay que aclarar toda la pastoral sobre esta materia.


Actualmente el Ritual considera de forma directa sólo el caso de posesión diabólica, esto es, el caso más grave y raro. Nosotros, los exorcistas, en la práctica, nos ocupamos de todos los casos en que detectamos la intervención satánica:

 los casos de vejación diabólica (mucho más numerosos que los casos de posesión), los casos de obsesión, los casos de infestación de las casas y también otros casos en los que hemos visto la eficacia de nuestras oraciones.


Diría que también en este campo vale el principio «natura non facit saltus» (la naturaleza no da saltos, sino que avanza mediante lentas evoluciones). Por ejemplo, no está claro el límite entre poseídos y vejados. Del mismo modo no está claro el límite entre las vejaciones y otros males: males físicos que pueden ser causados por el maligno; males morales 

(estados habituales de pecado, especialmente en las formas más graves) en los que ciertamente el maligno ha tenido su papel. Por ejemplo, he podido ver cómo a veces se conseguía una mejora al hacer un breve exorcismo, además de la oración por los enfermos, sobre personas de las que tenía razones para sospechar acerca del origen de su mal.


Como también he obtenido buenos resultados con el uso de breves exorcismos, sumados al sacramento de la confesión, con personas recalcitrantes en ciertos pecados, como los homosexuales. San Alfonso, el doctor de la Iglesia para la teología moral, dirigiéndose a los confesores, dice que ante todo el sacerdote debe exorcizar particularmente cuando se encuentra ante algo que cree que puede ser una infestación demoníaca.


Pero obsérvese que, según las normas vigentes, al exorcista sólo le competen en rigor los casos de posesión diabólica. El resto de casos pueden ser resueltos de otro modo: oración, sacramentos, uso de los sacramentales, plegarias de liberación en grupos, etc.


Pero es un campo demasiado vasto para dejarlo a la libre iniciativa, sin ninguna disposición precisa. En el apéndice reproducimos la carta que la Congregación para la Doctrina de la Fe envió a los obispos el 29 de septiembre de 1985. En síntesis, en ella se recuerdan las disposiciones vigentes, sin resolver el complejo  problema que corresponde a la comisión especial. No sé si durante estos años los obispos se han apresurado a hacer llegar a esa comisión las oportunas sugerencias.



 Uno de los prelados más sensibles a este tema es, sin duda, el cardenal Suenens, que lo vive continuamente a través de las plegarias de liberación que se hacen en los grupos de la Renovación. En un breve capítulo de su libro ya citado afirma: «La práctica de la liberación de los demonios, ejercida sin mandato, mediante exorcismos directos, plantea problemas de frontera que hay que determinar y aclarar. 

A primera vista la línea de demarcación parece clara: los exorcismos están reservados exclusivamente al obispo o a su delegado, en caso de presunta posesión diabólica; los casos que están fuera de la posesión propiamente dicha son un campo libre, no reglamentado y, por consiguiente, accesible a todos.»


Pero el cardenal sabe perfectamente que los casos de verdadera posesión son pocos y, además, requieren un estudio específico y competente para poder ser detectados. Por eso añade:
 «Todo lo que está fuera de la posesión propiamente dicha es como un campo de confines mal delimitados, en el que reinan la confusión y la ambigüedad. La misma complejidad de la nomenclatura no ayuda a simplificar las cosas; no existe una terminología común, y bajo la misma etiqueta se encuentran contenidos diferentes» (ob. cit., p. 95).


«Para hacer una puesta a punto útil es preciso, aparte todo lo demás, fijar la terminología y establecer con claridad la distinción entre plegaria de liberación y exorcismo de liberación, con invectivas dirigidas al demonio.


El exorcismo de liberación queda reservado al discernimiento exclusivo del obispo en los casos de posesión; pero falta una línea de demarcación entre las formas de exorcismo que se sitúan fuera de la posesión» (ob. cit., pp. 119-120).

 A decir verdad, yo esta línea de demarcación la veo clara, al menos en cuanto a los términos, teniendo en cuenta que el exorcismo propiamente dicho, reservado al obispo o a un delegado suyo, es un sacramental y compromete la intercesión de la Iglesia; todas las demás formas son plegarias privadas, aunque hechas por grupos. 

No sé por qué el cardenal Suenens no ha hablado nunca del exorcismo como de un sacramental y como el único al que debe reservarse el nombre de exorcismo; es cierto que dedica un breve capítulo a los sacramentales, cita algunos, pero no cita como tal el exorcismo. En mi opinión, sería ya un punto claro. El cardenal me perdonará esta reconvención.


Pasando a las propuestas prácticas, el cardenal Suenens sugiere: «Yo propongo reservar para el obispo no sólo los casos de posesión diabólica, según el antiguo derecho, sino toda la zona en que se pueda sospechar una influencia específicamente demoníaca. Señalaré también que si bien el exorcistado ha desaparecido como orden menor, nada impide que una conferencia episcopal pida a Roma que lo restablezca» (ob. cit., pp. 121- 122). 

Y el cardenal propone que, para los casos menos graves, el exorcistado pueda ser conferido también a laicos cualificados.


Encuentro otras propuestas en el óptimo libro varias veces citado del padre La Grua. Después de recordar las realizadas por el cardenal Suenens, se plantean algunas que podrían tener una aplicación inmediata, a la espera de las decisiones de los superiores. Son propuestas prácticas, factibles y cuya ejecución podría proporcionar también elementos de decisión a la comisión que está revisando esta parte del Ritual.
 «En toda diócesis el obispo debería poner junto al exorcista un grupo de discernimiento, compuesto por tres o cuatro personas, entre ellas un médico y un psicólogo.


Todos los casos sospechosos deberían ser llevados a este grupo que, previo el correspondiente examen, dirigiera el paciente al médico, al exorcista o al grupo orante. 

El grupo orante o los grupos orantes, si los casos fuesen muchos, deberían estar constituidos por personas expertas y preparadas, y deberían intervenir en los llamados casos menores, dejando al exorcista el tratamiento de los casos más importantes. En el grupo orante no debería faltar nunca la presencia del sacerdote.


»La liberación volvería así a entrar en el plano normal de la pastoral de los enfermos. Una terapia bien planteada debería articularse según los siguientes puntos: evangelización, práctica guiada de los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, ejercicios ascéticos, frecuentación de grupos de oración. 

Es ocioso decir que, en los casos menores, no se pueden hacer conjuros sobre las personas, sino sólo oraciones, a menos que el sacerdote tenga autorización» (ob. cit., pp. 113-114).


Como se ve, el problema no se limita a aumentar el número de  exorcistas y darles ocasión de prepararse para cumplir correctamente este ministerio. Hay también otras temáticas abiertas que es preciso resolver, de modo que este sector deje de ser un  campo cerrado, con la inscripción de «Trabajos en curso».

 El demonio no cesa nunca su actividad, mientras que los siervos del Señor duermen, como nos dice la parábola del buen 
trigo y la cizaña. 

Pero el primer paso, el paso fundamental, es que los obispos y los sacerdotes recuperen la sensibilidad en relación a este problema, sobre la base de la sana doctrina que las Escrituras, la tradición y el magisterio nos han transmitido siempre, también a través del Concilio Vaticano II, la  enseñanza de los últimos pontífices y últimamente el Catecismo de la Iglesia católica.

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