Jesús,
me dejas tu paz.
«Mi
paz os doy.»
¿Cuál
es esa paz?
«No
os la doy como os la da el mundo.»
«La paz os dejo, mi paz os doy; no
os la doy como la da el mundo.
No se turbe vuestro corazón
ni se acobarde.
Habéis escuchado que os he dicho:
Me voy y vuelvo a vosotros.
Si me amarais os alegraríais de que
vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora antes de
que suceda, para que cuando suceda creáis.
Ya no hablaré mucho con vosotros,
pues viene el príncipe del mundo; contra mi no puede nada, pero el mundo debe
conocer que amo al Padre y que obro tal como me ordenó. ¡Levantaos, vámonos
de aquí!»
(Juan 14, 27-31)
Jesús, tu paz no es la paz del mundo:
no es ausencia de dolor, ausencia de sacrificio.
¿Qué es tu paz?
Tu paz es plenitud de sentido en todo: alegrías, sufrimientos; es
darse cuenta de que vale la pena cualquier esfuerzo si se hace por amor.
Tu paz consiste en buscar la felicidad en el amor, que es darse,
y no en el egoísmo, que es buscarse a sí mismo.
«No se turbe vuestro corazón ni se acobarde.»
Si pongo mi felicidad en amar a Dios, ¿qué me va a acobardar,
qué me va a quitar la paz?
Si me doy cuenta de que soy hijo de Dios,
Si pongo mi confianza en El porque sé que me quiere y se preocupa de
mí, ¿qué dificultad no podré superar?
«Viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada»
Jesús, quedan pocas horas para tu
muerte, que es la hora del príncipe de este mundo, del demonio.
Pero Tú eres más fuerte, y me vas a
rescatar del poder del demonio precisamente con tu sacrificio en la Cruz.
«La victoria sobre el «príncipe de
este mundo»
se adquirió de una vez por
todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos
su vida»
Esto también es un motivo de paz:
puedo superar todas las tentaciones del demonio con tu ayuda, con la ayuda de
la gracia que me has ganado en la cruz y que recibo en los sacramentos; todo
lo puedo,
si me apoyo en la oración.
Por eso, tu primer saludo después
de la Resurrección vuelve a ser de paz: «La paz sea con vosotros» (Juan
20,19).
«¡Cómo vas a salir de ese
estado de tibieza, de lamentable languidez, si no pones los medios!
Luchas muy poco y, cuando te esfuerzas, lo haces
como por rabieta y con desazón, casi con deseo de que tus débiles esfuerzos
no produzcan efecto, para así auto justificarte: para no exigirte y para que
no te exijan más.
-Estás cumpliendo tu voluntad; no la de Dios.
Mientras no cambies, en serio, ni serás feliz, ni conseguirás la paz
que ahora te falta.
-Humíllate delante de Dios, y
procura querer de veras».
Jesús, a veces quiero conseguir la
paz a base de equilibrios: contentar un poco a todo el mundo, a Ti y a mis
gustos.
Pero ese equilibrio es inestable, y se acaba rompiendo una y
otra vez: Tú me pides más, y yo no quiero lo suficiente como para dártelo; o,
a la hora de hacer un propósito, se me olvida o no puedo.
¿Qué me pasa?
Me pasa que estoy cumpliendo mi
voluntad, no la de Dios.
Jesús, me pasa que lucho muy poco y
acabo no haciendo tu voluntad sino la mía.
Me doy cuenta de que esto me ocurre
porque no te quiero de veras, porque me da miedo darme más, porque creo que
si me olvido de mí -de mis comodidades y mis gustos, de mis inclinaciones, de
mis necesidades, de mi tiempo- perderé la paz y la
alegría.
En el fondo, me falta fortaleza
para exigirme y acabo justificándome con cualquier excusa.
«Mientras no cambies, en serio, ni
serás feliz,
ni conseguirás la paz que ahora te
falta.»
Jesús, Tú me has dado una paz
distinta, una paz que no es como la da el mundo; una paz que requiere
lucha, lucha contra uno mismo, esfuerzo, sacrificio.
Pero esa paz y esa felicidad, son una paz y una felicidad
mucho más profundas y estables, pues no se apoyan en las circunstancias
externas siempre cambiantes, sino en hacer la voluntad de Dios, que es quien
sabe lo que más me conviene en cada momento.
Ayúdame a que también yo pueda decir:
«El mundo debe conocer que amo al Padre y que obro
tal como me ordenó.»
Mi paz os dejo
El temor y la vergüenza que pesaban
sobre los Apóstoles por haberse comportado con cobardía durante la Pasión se
disipan cuando el Señor se les presenta después de la Resurrección y les dice ¡Pax
vobis!,
la paz sea con vosotros (Juan 20,
19-21).
De esta forma –a través del
saludo, de su expresión acogedora- se ha vuelto a crear el ambiente
de intimidad en el que Jesús les comunica su propia paz.
A lo largo de los siglos los
cristianos supieron impregnar de sentido sobrenatural las formas de saludo
para hacer el bien y signo externo de una sociedad que tenía el corazón
cristiano.
Nos puede ser de gran utilidad para la propia vida interior poner
un especial empeño en mantener y vivificar el sentido cristiano del saludo y
de las despedidas.
¡Cuántas veces las
tinieblas de la soledad, que oprimen un alma, pueden ser desgarradas
por el rayo luminosos de una sonrisa o de una palabra amable!
El desear la paz a los
demás, el promoverla en nuestro alrededor es un gran bien humano, y
cuando está animado por la caridad es también un gran bien
sobrenatural.
Una condición para comunicar la paz es tenerla en nuestra alma,
es señal cierta de que Dios está cerca de nosotros.
Es un fruto del Espíritu
Santo. El Señor nos ha dejado la misión de pacificar la tierra,
comenzando por poner paz en nuestra alma, en nuestra familia, en el lugar
donde trabajamos, y consiste, no en la ausencia de riñas, sino en la armonía
que lleva a colaborar en proyectos y en intereses comunes.
El sabernos hijos de Dios nos dará paz firme,
no sujeta a los vaivenes del sentimiento
o de los incidentes de cada día.
El deseo sincero de paz que el Señor pone en nuestro corazón nos debe
llevar a evitar absolutamente todo
aquello que causa division,
y desasosiego.
Acudamos a la Virgen nuestra Madre,
la Reina de la paz,
para no perder nunca la alegría y la serenidad.
Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!
Así sea.
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