Explicare,cuidadosamente su naturaleza,
su fundamento, su excelencia y necesidad, el modo de practicarla y, finalmente, sus grandes frutos y ventajas. Todo el fundamento de la salud y perfección de nuestras almas consiste en el amor de Dios. “Quien no ama está en la muerte. La caridad es el vínculo de la perfección”
Mas la perfección del amor es la unión de nuestra propia voluntad con la voluntad divina, porque en esto se cifra.
El principal efecto del amor, en unir de tal modo la voluntad de los amantes, que no tengan más que un solo corazón y un solo querer. |
La perfecta conformidad con la voluntad divina es uno de los principales medios de santificación.
Escribe Santa Teresa:
“Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda, a hacer su voluntad conforme con la de Dios..., y en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual.
Quien más perfectamente tuviera esto, más recibirá del Señor y más adelante está en este camino.
No penséis que hay aquí más algarabías ni cosas no sabidas y entendidas; que en esto consiste todo nuestro bien”.
No penséis que hay aquí más algarabías ni cosas no sabidas y entendidas; que en esto consiste todo nuestro bien”.
Naturaleza. – Consiste la conformidad con la voluntad de Dios en una amorosa, entera y entrañable sumisión y concordia de nuestra voluntad con la de Dios en todo cuanto disponga o permita de nosotros.
Cuando es perfecta, se la conoce más bien con el nombre de santo abandono en la voluntad de Dios. En sus manifestaciones imperfectas se la suele aplicar el nombre de simple resignación cristiana.
Para entender rectamente esta doctrina hay que tener que :
La santidad es el resultado conjunto de la acción de Dios y de la libre cooperación del hombre.
“Ahora bien: si Dios trabaja con nosotros en nuestra santificación, justo es que Él lleve la dirección de la obra; nada se deberá hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. Es el primer principio y último fin; nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones”
La voluntad de Dios,
simplísima en sí misma, tiene diversos actos
con relación a las criaturas.
Los teólogos suelen establecer la siguiente división:
simplísima en sí misma, tiene diversos actos
con relación a las criaturas.
Los teólogos suelen establecer la siguiente división:
. Voluntad absoluta, cuando Dios quiere alguna cosa sin ninguna condición, como la creación del mundo; y condicionada, cuando lo quiere con alguna condición, como la salvación de un pecador si hace penitencia o se arrepiente.
. Voluntad antecedente es la que Dios tiene en torno a una cosa en sí misma o absolutamente considerada , la salvación de todos los hombres en general), y voluntad consiguiente es la que tiene en torno a una cosa revestida ya de todas sus circunstancias particulares y concretas , la condenación de un pecador que muere impenitente).
.Voluntad de signo y voluntad de beneplácito. Ésta es la que más nos interesa aquí.
“Se entiende por voluntad divina significada
(o voluntad de signo) ciertos signos de la voluntad de Dios, como los preceptos, las prohibiciones, el espíritu de los consejos evangélicos, los sucesos queridos o permitidos por Dios.
La voluntad divina significada de ese modo, mayormente la que se manifiesta en los preceptos, pertenece al dominio de la obediencia. A ella nos referimos, según Santo Tomás (1, 19, 11), al decir en el Padrenuestro: Fiat voluntas tua.
La voluntad divina de beneplácito es el acto interno de la voluntad de Dios aún no manifestado ni dado a conocer.
De ella depende el porvenir todavía incierto para nosotros: sucesos futuros, alegrías y pruebas de breve o larga duración, hora y circunstancias de nuestra muerte, etc. Como observa San Francisco de Sales si la voluntad significada constituye el dominio de la obediencia, la voluntad de beneplácito pertenece al del abandono en las manos de Dios.
Como largamente diremos más tarde, ajustando cada día más nuestra voluntad a la de Dios significada, debemos en lo restante abandonarnos confiadamente en el divino beneplácito, ciertos de que nada quiere ni permite que no sea para el bien espiritual y eterno de los que aman al Señor y perseveran en su amor”.
Se trata efectivamente del cumplimiento íntegro, amoroso y entrañable de la voluntad significada de Dios a través de sus operaciones, permisiones, preceptos, prohibiciones y consejos –que son, según Santo Tomás, los cinco signos de esa voluntad divina– y de la rendida aceptación y perfecta concordia con todo lo que se digne disponer por su voluntad de beneplácito.
Fundamento. – Como dice muy bien Lehodey, la conformidad perfecta, o santo abandono, tiene por fundamento la caridad. “No se trata aquí ya de la conformidad con la voluntad divina, como lo es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada y filial, de la pérdida completa de nuestra voluntad en la de Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario sino en las almas avanzadas, que viven principalmente de ese puro amor”.
Ahora bien:
¿cuáles son los principios teológicos en que puede apoyarse esta omnímoda sumisión y conformidad con la voluntad de Dios?
Nada sucede que desde toda la eternidad no lo haya Dios previsto y querido o por lo menos permitido.
Dios no puede querer ni permitir cosa alguna que no esté conforme con el fin que se propuso al crear, es decir, con la manifestación de su bondad y de sus infinitas perfecciones y con la gloria del Verbo encarnado, Jesucristo, su Hijo unigénito (1 Cor. 3, 23).
Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios, de aquellos que, según sus designios, han sido llamados” (Rom. 8, 28) y perseveran en su amor.
Sin embargo, el abandono en la voluntad de Dios a nadie exime de esforzarse en cumplir la voluntad de Dios significada en los mandamientos, consejos y sucesos, abandonándonos en todo lo demás a la voluntad divina de beneplácito por misteriosa que nos parezca, evitando toda inquietud y agitación.
Excelencia y necesidad. – Por lo que llevamos dicho, aparece clara la gran excelencia y necesidad de la práctica cada vez más perfecta del santo abandono en la voluntad de Dios.
“Lo que constituye la excelencia del santo abandono es la incomparable eficacia que posee para remover todos los obstáculos que impiden la acción de la gracia, para hacer practicar con perfección las más excelsas virtudes y para establecer el reinado absoluto de Dios sobre nuestra voluntad”.
–como poner de manifiesto la excelencia de la vida de abandono en la voluntad de Dios.
que ésta es la vía que más glorifica a Dios, la que santifica más al alma, la menos sujeta a ilusiones,
la que proporciona al alma mayor paz, la que mejor hace practicar las virtudes teologales y morales,
la más a propósito para adquirir el espíritu de oración,
la más parecida al martirio e inmolación de sí mismo y la que más asegura en la hora de la muerte.
La necesidad de entrar por esta vía.
El derecho divino. –
a) Somos siervos de Dios, en cuanto criaturas suyas. Dios nos creó, nos conserva continuamente en el ser, nos redimió, nos ha ordenado a Él como a nuestro último fin. No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios (1 Cor. 6, 19).
b) Somos hijos y amigos de Dios: el hijo debe estar sometido a su padre por amor, y la amistad produce la concordia de voluntades: idem velle et rolle.
Nuestra utilidad, por la gran eficacia santificadora de esta vía.
Ahora bien: la santidad es el mayor bien que podemos alcanzar en este mundo y el único que tendrá una inmensa repercusión eterna. Todos los demás bienes palidecen y se esfuman ante él.
El ejemplo de Cristo. –
Toda la vida de Cristo sobre la tierra consistió en cumplir la voluntad de su Padre celestial. “Al entrar en el mundo dije: He aquí que vengo para hacer, Dios mío, tu voluntad” (cf. Hebr. 10, 5-7).
Durante su vida manifiesta continuamente que está pendiente de la voluntad de su Padre celestial:
“Me conviene estar en las cosas de mi Padre” (Lc. 2, 49);
“Yo hago siempre lo que a Él le agrada” (Jn 8, 29);
“Ésta es mi comida y mi bebida” (Jn. 4, 34);
“Éste es el mandato que he recibido de mi Padre”
(Jn. 10, 18);
“No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42).
A imitación de Cristo, ésta fue toda la vida de María: “he aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38),
y la de todos los santos: “mira y obra conforme al ejemplar” (Ex. 25, 40).
Modo de practicarla. – En sus líneas fundamentales, ya lo hemos indicado más arriba. Hay que conformarse, ante todo, con la voluntad de Dios significada, aceptando con rendida sumisión y esforzándose en practicar con entrañas de amor todo lo que Dios ha manifestado que quiere de nosotros a través de los preceptos de Dios y de la Iglesia, de los consejos evangélicos, de los votos y de las reglas, si somos religiosos; de las inspiraciones de la gracia en cada momento.
Y hemos de abandonarnos enteramente, con filial confianza, a los ocultos designios de su voluntad de beneplácito, que, de momento, nos son completamente desconocidos; nuestro porvenir, nuestra salud, nuestra paz o inquietudes, nuestros consuelos o arideces, nuestra vida corta o larga. Todo está en manos de la Providencia amorosa de nuestro buen Dios, que es, a la vez, nuestro Padre amantísimo: que haga lo que quiera de nosotros en el tiempo y en la eternidad.
Esto es lo fundamental en sus líneas generales. Pero para mayor abundamiento, vamos a concretar un poco más la manera de practicar esta santa conformidad y abandono en las principales circunstancias que se pueden presentar en nuestra vida.
Con relación a la voluntad significada. – De cinco maneras, dice Santo Tomás (1, 19, 12), se nos manifiesta o significa la voluntad de Dios:
1.ª Haciendo algo directamente y por sí mismo: Operación.
2.ª Indirectamente, o sea, no impidiendo que otros lo hagan: Permisión.
3.ª Imponiendo su voluntad por un precepto propio o de otros: Precepto.
4.ª Prohibiendo en igual forma lo contrario: Prohibición.
5.ª Persuadiendo la realización u omisión de algo: Consejo.
El Doctor Angélico advierte (ibid.) que la operación y el permiso se refieren al presente; la operación al bien, y el permiso al mal. Los otros tres modos se refieren al futuro en la siguiente forma: el precepto, al bien futuro necesario; la prohibición, al mal futuro, que es obligatorio evitar, y el consejo, a la sobreabundancia del bien futuro. No cabe establecer una división más perfecta y acabada.
Examinemos ahora brevemente los principales modos de conformarnos con cada una de esas manifestaciones de la voluntad de Dios significada:
“Operación”. –
Dios siempre quiere positivamente lo que hace por sí mismo, porque siempre se refiere al bien y siempre está ordenado a su mayor gloria. A este capítulo pertenecen todos los acontecimientos individuales, familiares y sociales, que han sido dispuestos por Dios mismo y no dependen de la voluntad de los hombres.
Unas veces esos acontecimientos son dulces, y nos llenan de alegría; otras son amargos, y pueden sumirnos en la mayor tristeza, si no vemos en ellos la mano amorosísima de Dios que ha dispuesto aquello para su gloria y nuestro mayor bien.
Una enfermedad providencial puede arrojar en brazos de Dios a un alma extraviada. Todo lo que el Señor dispone es bueno y óptimo para nosotros, aunque de momento pueda causarnos gran tristeza o dolor. Ante estos acontecimientos prósperos o adversos, individuales o familiares, que nos vienen directamente de la mano de Dios, sin intervención alguna de los hombres (v. gr., accidentes imprevistos, enfermedades incurables, muerte de familiares o amigos, etc.), sólo cabe una actitud cristiana: fiat voluntas tua (hágase tu voluntad).
Si el amor de Dios nos hace rebasar la simple resignación –que es virtud muy imperfecta– y lanzamos, aunque sea a través de nuestras lágrimas, una mirada al cielo llena de reconocimiento y gratitud
(Te Deum... Magnificat...) por habernos visitado con el dolor, habremos llegado a la perfección en la vía del abandono y de perfecta conformidad con la voluntad de Dios.
“Permisión”.
– Dios nunca quiere positivamente lo que permite, porque se refiere a un mal, y Dios no puede querer el mal. Pero su infinita bondad y sabiduría sabe convertir en mayor bien el mismo mal que permite, y por esto precisamente lo permite. El mayor mal y el más grave desorden que se ha cometido jamás fue la crucifixión de Jesucristo, y Dios supo ordenarla al mayor bien que ha recibido jamás la humanidad pecadora: su propia redención.
¡Qué mirada tan corta y qué funesta miopía la nuestra cuando en los males que Dios permite que vengan sobre nosotros nos detenemos en las causas segundas o inmediatas que los han producido y no levantamos los ojos al cielo para adorar los designios de Dios, que las permite para nuestro mayor bien! Burlas, persecuciones, calumnias, injusticias, atropellos, etc., etc., de que somos víctimas son, ciertamente, pecados ajenos, que Dios no puede querer en sí mismos, pero los permite para nuestro mayor bien.
¿Cuándo sabremos remontarnos por encima de las causas segundas para ver en todo ello la providencia amorosa de Dios, que nos pide no la venganza o el desquite, sino el amor y la gratitud por ese beneficio que nos hace?
En la injusticia de los hombres hemos de ver la justicia de Dios, que castiga nuestros pecados, y hasta su misericordia, que nos los hace expiar.
“Precepto”.
– Ante todo y sobre todo es preciso conformarnos con la voluntad de Dios preceptuada: “porque antes pasarán el cielo y la tierra que falte una jota o una tilde de la Ley hasta que todo se cumpla” (Mt. 5, 18).
Sería lamentable extravío y equivocación tratar de agradar a Dios con prácticas de supererogación inventadas y escogidas por nosotros, y descuidando los preceptos que Él mismo nos ha impuesto directamente o por medio de sus representantes.
Mandamientos de Dios y de la Iglesia, preceptos de los superiores, deberes del propio estado: he ahí lo primero que tenemos que cumplir hasta el detalle si queremos conformarnos plenamente con la voluntad de Dios manifestada. Tres son nuestras obligaciones ante esos preceptos:
a) conocerlos: “no seáis insensatos, sino entendidos de cuál es la voluntad del Señor” (Ef. 5, 17);
b) amarlos: “por eso yo amo tus mandamientos más que el oro purísimo” (Sal. 118, 127),
c) cumplirlos: “porque no todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos” (Mt. 7, 21).
“Prohibición”.
– El primer paso y el más elemental e indispensable para conformar nuestra voluntad con la de Dios ha de ser evitar cuidadosamente el pecado que le ofende, por pequeño que sea o parezca ser. “Pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él.
¡Cuánto más que no hay poco, siendo contra una tan gran Majestad y viendo que nos está mirando! Que esto me parece a mí es pecado sobrepensado y como quien dice: Señor, aunque os pese, esto haré; ya veo que lo veis y sé que no lo queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra voluntad. Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece por leve que sea la culpa, sino mucho muy mucho”.
Pero puede ocurrir que, a pesar de nuestros esfuerzos, incurramos en alguna falta y acaso en un pecado grave. ¿Qué debemos hacer en estos casos? Hay que distinguir en toda falta dos aspectos: la ofensa de Dios y la humillación nuestra. La primera hay que rechazarla con toda el alma; nunca la deploraremos bastante, por ser el único mal verdaderamente digno de lamentarse.
La segunda, en cambio, hemos de aceptarla plenamente, gozándonos de recibir en el acto ese castigo que empieza a expiar nuestra falta: “bien me ha estado ser humillado, para aprender tus mandamientos” (Sal. 118, 71). Hay quien, al arrepentirse de sus pecados, lamenta más la humillación que le han acarreado (v. gr., ante el confesor) que la misma ofensa de Dios. ¿Cómo es posible que una contrición tan humana produzca verdaderos frutos sobrenaturales?
“Consejo”.
– El alma que quiera practicar en toda su perfección la tal conformidad con la voluntad de Dios ha de estar pronta a practicar los consejos evangélicos –al menos en cuanto a su espíritu, si no es persona consagrada a Dios por los votos religiosos– y a secundar los movimientos interiores de la gracia que le manifiesten lo que Dios quiere de ella en un momento determinado.
Con relación a la voluntad de beneplácito.
– Los designios de Dios en su voluntad de beneplácito nos son –decíamos– enteramente desconocidos. No sabemos lo que Dios tiene dispuesto sobre nuestro porvenir o el de los seres queridos. Pero sabemos ciertamente tres cosas:
a) que la voluntad de Dios es la causa suprema de todas las cosas;
b) que esa voluntad divina es esencialmente buena y benéfica,
c) que todas las cosas prósperas o adversas que puedan ocurrir contribuyen al bien de los que aman a Dios y quieren agradarle en todo.
¿Qué más podemos exigir para abandonarnos enteramente al beneplácito de nuestro buen Dios con la misma confianza filial que un niño pequeño en brazos de su madre?
Es la santa indiferencia, que recuerda San Ignacio en el “principio y fundamento” de sus Ejercicios como disposición básica y fundamental de toda la vida cristiana: “Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; de tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados”.
Pero es preciso entender rectamente esta indiferencia para no dar en los lamentables extravíos del quietismo y sus derivados. Examinemos cuidadosamente su fundamento, su naturaleza y su extensión.
a) Fundamento. – La santa indiferencia se apoya en aquellos tres principios teológicos que acabamos de recordar, que son su fundamento inconmovible. Es evidente que si la voluntad divina es la causa suprema de todo cuanto ocurre, y ella es infinitamente buena, santa, sabia, poderosa y amable, la conclusión se impone: cuanto más se conforme y coincida mi voluntad con la de Dios, tanto más buena, santa, sabia, poderosa y amable será.
Nada malo puede ocurrirme con ello, pues los mismos males que Dios permita que vengan sobre mí contribuirán a mi mayor bien si sé aprovecharme de ellos en la forma prevista y querida por Dios.
b) Naturaleza. – Para precisar la naturaleza y verdadero alcance de la santa indiferencia hay que tener en cuenta tres principios fundamentales:
1.º Su finalidad es que el hombre se entregue totalmente a Dios saliendo de sí mismo. No se trata de un encogimiento de hombros estoico e irracional ante lo que pueda ocurrirnos, sino del medio más eficaz para que nuestra voluntad se adhiera fuertemente a la de Dios.
2.º Esta indiferencia se entiende solamente según la parte superior del alma. Porque, sin duda alguna, la parte inferior o inclinación natural –voluntas ut natura, como dicen los teólogos– no puede menos de sentir y acusar los golpes del infortunio o la desgracia.
Sería tan imposible pedirle a la sensibilidad que no sienta nada ante el dolor como decirle a una persona que acaba de encontrarse con un león amenazador: no tengas miedo. No es posible dejarlo de tener (San Francisco de Sales).
De donde no hay que turbarse cuando se siente la repugnancia de la naturaleza, con tal de que la voluntad quiera aceptar aquel dolor como venido de la mano de Dios, a pesar de todas las protestas de la sensibilidad inferior. Éste es exactamente el ejemplo que nos dio Nuestro Señor Jesucristo, quien por una parte deseaba ardientemente su pasión
–“quomodo coarctor!”... (Lc. 12, 50),
“desiderio desideravi”... (Lc. 22, 15)–
y por otra parte acusaba el dolor de la parte sensible:
“Me muero de tristeza”... (Mt. 26, 38):
“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46).
Y cuando San Juan de la Cruz lanzaba su heroica exclamación: “padecer, Señor, y ser despreciado por vos”, o Santa Teresa su “o morir o padecer”, o Santa Magdalena de Pazzi su “no morir, sino padecer”, es evidente que no lo decían según la parte inferior de su sensibilidad –pues eran de carne y hueso, como todos los demás–, sino únicamente según su voluntad superior, que querían someter totalmente al beneplácito divino a despecho de todas las protestas de la naturaleza sensible.
3.º Esta indiferencia, finalmente, no es meramente pasiva, sino verdaderamente activa, aunque determinada únicamente por la voluntad de Dios. En los casos en que esta voluntad divina aparece ya manifestada (voluntad de signo), la voluntad del hombre se lanza a cumplirla con generosidad rápida y ardiente.
Y en los que la divina voluntad no se ha manifestado todavía (voluntad de beneplácito) está en estado de perfecta disponibilidad para aceptarla y cumplirla apenas se manifieste.
Esta indiferencia, pues, nada tiene que ver con la quietud ociosa e inactiva que soñaron los quietistas, justamente condenada por la Iglesia.
c) Extensión. –
“La indiferencia –dice San Francisco de Sales– se ha de practicar en las cosas referentes a la vida natural, como la salud, la enfermedad, la hermosura, la fealdad, la flaqueza, la fuerza; en las cosas de la vida social, como los honores, categorías y riquezas; en los diversos estados de la vida espiritual, como las sequedades, consuelos, gustos y arideces; en las acciones, en los sufrimientos y, en fin, en toda clase de acontecimientos o circunstancias”.
Cómo haya de practicarse esta indiferencia y omnímodo abandono en las más difíciles circunstancias: en las cosas del servicio de Dios, cuando Él permite el fracaso después de haber hecho por nuestra parte todo cuanto podíamos; en nuestro adelantamiento espiritual, cuando, a pesar de todos nuestros esfuerzos, parece que no adelantamos nada;
en la permisión de los pecados ajenos, que hemos de odiar en sí mismos, pero adorando a la vez la divina permisión, que no los permite jamás sino para sacar mayores bienes; en nuestras propias faltas, que hemos de odiar y reprimir, pero aceptando a la vez la humillación que nos reportan y doliéndonos de ellas con un “arrepentimiento fuerte, sereno, constante y tranquilo, pero no inquieto, turbulento ni desalentado”, etc., etc.
Una última cuestión: ¿Hay que llegar en este omnímodo abandono a hacerse indiferente a la propia salvación, como decían los quietistas y semiquietistas?
De ninguna manera. Este delirio y extravío está expresamente condenado por la Iglesia. Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tim. 2, 4), y solamente permite que se condenen los que voluntariamente se empeñan en ello conculcando sus mandamientos y muriendo impenitentes.
Renunciar a nuestra propia salvación con el pretexto de practicar con mayor perfección el abandono total en manos de Dios sería oponernos a la voluntad misma de Dios, que quiere salvarnos, y al apetito natural de nuestra propia felicidad, que nos viene del mismo Dios a través de la naturaleza. Lo único que se debe hacer es desear nuestra propia salvación, no sólo ni principalmente porque con ella alcanzaremos nuestra felicidad, sino ante todo porque Dios lo quiere, y con ella le glorificaremos con todas nuestras fuerzas.
El motivo de la gloria de Dios ha de ser el primero, y debe prevalecer por encima del de nuestra propia felicidad, pero sin renunciar jamás a esta última, que entra plenamente –aunque en segundo lugar– en el mismo querer y designio de Dios.
5. Frutos y ventajas de la vida de abandono en Dios. – Son inestimables los frutos y ventajas de la vida de perfecto abandono en la amorosa providencia de Dios. Aparte de los ya señalados al hablar de su excelencia, merecen recordarse los siguientes:
1.º Nos hace llevar una vida de dulce intimidad con Dios, como el niño en brazos de su madre.
2.º El alma camina con sencillez y libertad; no desea más que lo que Dios quiera.
3.º Nos hace constantes y de ánimo sereno a través de todas las situaciones: Dios lo ha querido así.
4.º Nos llena de paz y de alegría: nada puede sobrevenir capaz de alterarlas, pues sólo queremos lo que Dios quiera.
5.º Nos asegura una muerte santa y un gran valimiento delante de Dios: en el cielo, Dios cumplirá la voluntad de los que hayan cumplido la de Él en la tierra.
Todo el fundamento de la salud y perfección de nuestras almas consiste en el amor de Dios.
“Quien no ama está en la muerte. La caridad es el vínculo de la perfección” (1 Jn. 3, 14; Col. 3, 14).
Mas la perfección del amor es la unión de nuestra propia voluntad con la voluntad divina, porque en esto se cifra.
El principal efecto del amor, en unir de tal modo la voluntad de los amantes, que no tengan más que un solo corazón
y un solo querer.
En tanto, pues, agradan al Señor nuestras obras, penitencias, limosnas, comuniones, en cuanto se conforman con su divina voluntad, pues de otra manera no serían virtuosas, sino viciosísimas y dignas de castigo.
Esto mismo, muy especialmente, nos manifestó con su ejemplo nuestro Salvador cuando del Cielo descendió a la tierra. Esto, como enseña el Apóstol (Hech. 10, 5-7),
dijo el Señor al entrar en el mundo: “Vos, Padre mío, habéis rechazado las víctimas ofrecidas por el hombre, y queréis que os sacrifique con la muerte este Cuerpo que me habéis dado.
Cúmplase vuestra divina voluntad”.
Y lo mismo declaró muchas veces, diciendo
(Jn. 6, 38)
Que no había venido sino para
cumplir la voluntad de su Padre.
Con lo cual quiso patentizarnos el infinito amor que al Padre tiene, puesto que vino a morir para obedecer el divino mandato (Jn. 14, 31). Dijo, además (Mt. 12, 50), que reconocería por suyos únicamente a los que cumplieran la voluntad de Dios, y por esta causa el único fin y deseo de los Santos en todas sus obras ha sido el cumplimiento de ella.
“Preferiría ser el gusano más vil de la tierra, por voluntad de Dios, que ser por la mía un serafín”.
Se ha de procurar el que se ejercita en oración es conformar su voluntad con la divina, y que en eso consiste la más encumbrada perfección, de tal suerte, que quien en ello sobresaliere recibirá de Dios más altos dones y adelantará más en la vida interior.
Los bienaventurados en la gloria aman a Dios perfectamente, porque su voluntad está unida y conforme por completo con la voluntad divina.
Así, Jesucristo nos enseñó que pidiéramos la gracia de cumplir en la tierra la voluntad de Dios como los Santos en el Cielo.
Fiat voluntas tua, sicut in coelo, et in terra.
Quien así lo hiciere, será hombre según el corazón de Dios, como llamaba el Señor a David, porque éste se hallaba dispuesto siempre a cumplir lo que Dios quería, y continuamente le suplicaba que le enseñase a ponerlo por obra (Sal. 142, 10).
¡Cuánto vale un solo acto de perfecta resignación a lo que Dios dispone! Bastaría para santificarnos...
Va Pablo a perseguir a la Iglesia, y Cristo se le aparece y le ilumina y convierte con su gracia.
El Santo se ofrece a cumplir lo que Dios le mande
(Hch. 9, 6):
“Señor, ¿qué quieres que haga?”
Y Jesucristo le llama vaso de elección (Hch. 9, 15)
y Apóstol de las gentes.
El que ayuna y da limosna y se mortifica por Dios, da una parte de sí mismo; pero el que entrega a Dios su voluntad, le da todo cuanto tiene.
Esto es lo que Dios nos pide, el corazón, la voluntad
Tal ha de ser, en suma, el blanco de nuestros deseos, de nuestras devociones, comuniones y demás obras piadosas, el cumplimiento de la voluntad divina.
Éste debe ser el norte y mira de nuestra oración: el impetrar la gracia de hacer lo que Dios quiera de nosotros.
Para esto hemos de pedir la intercesión de nuestros Santos protectores, y especialmente de María Santísima, para que nos alcance luces y fuerzas, con el fin de que se conforme nuestra voluntad con la de Dios en todas las cosas, y sobre todo en las que repugnan a nuestro amor propio...
“Más vale un ‘bendito sea Dios’, dicho en la adversidad, que mil acciones de gracias en los sucesos prósperos”.
Menester es conformarnos con la voluntad divina, no sólo en las cosas que recibimos directamente de Dios, como son las enfermedades, las desolaciones espirituales, la pérdida de hacienda o de parientes, sino también en las que proceden sólo mediatamente de Dios, que nos la envía por medio de los hombres, como la deshonra, desprecios, injusticias y toda suerte de persecuciones.
Y adviértase que cuando se nos ofenda en nuestra honra y se nos dañe en nuestra hacienda, no quiere Dios el pecado de quien nos ofende o daña, pero sí la humillación o pobreza que de ello nos resulta.
Cierto es, pues, que cuanto sucede, todo acaece por la divina voluntad. Yo soy el Señor que formó la luz y las tinieblas, y hago la paz y creo la desdicha (Is. 45, 7).
Y en el Eclesiástico leemos: “Los bienes y los males, la vida y la muerte vienen de Dios”. Todo, en suma, de Dios procede, así los bienes como los males.
Llámanse males ciertos accidentes, porque nosotros les damos ese nombre, y en males los convertimos, pues si los aceptásemos como es debido, resignándonos en manos de Dios, serían para nosotros, no males, sino bienes.
Las joyas que más resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las tribulaciones aceptadas por Dios, como venidas de su mano.
Cuando supo el santo Job que los sabeos le habían robado los bienes, no dijo:
“El Señor me lo dio y los sabeos me lo quitaron”,
sino el Señor me los dio y el Señor me los quitó
(Jb. 1, 21).
Y diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía que todo sucede por la divina voluntad
(Jb. 1, 21).
Los santos mártires Epicteto y Atón, atormentados con garfios de hierro y hachas encendidas, exclamaban: Señor, hágase en nosotros tu santa voluntad, y al morir, éstas fueron sus últimas palabras:
“¡Bendito seas, oh Eterno Dios, porque nos diste la gracia de que en nosotros se cumpliera tu voluntad santísima!”.
Refiere Cesario (lib. 10, c. 6) que cierto monje, aunque no tenía vida más austera que los demás, hacía muchos milagros. Maravillado el abad, preguntóle qué devociones practicaba. Respondió el monje que él, sin duda, era más imperfecto que sus hermanos, pero que ponía especial cuidado en conformarse siempre y en todas las cosas con la divina voluntad.
“Y aquel daño –replicó el abad– que el enemigo hizo en nuestras tierras, ¿no os causó pena alguna?”
“¡Oh Padre! –dijo el monje–, antes doy gracias a Dios, que todo lo hace o permite para nuestro bien”,
respuesta que descubrió al abad la gran santidad de aquel buen religioso.
Lo mismo debemos nosotros hacer cuando nos sucedan cosas adversas: recibámoslas todas de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría, imitando a los Apóstoles, que se complacían en ser maltratados por amor de Cristo. Salieron gozosos de delante del Concilio, porque habían sido hallados dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús (Hch. 5, 41).
Pues ¿qué mayor contento puede haber que sufrir alguna cruz y saber que abrazándola complacemos a Dios?...
Si queremos vivir en continua paz, procuremos unirnos a la voluntad divina y decir siempre en todo lo que nos acaezca: “Señor, si así te agrada, hágase así” (Mt. 11, 26).
A este fin debemos encaminar todas nuestras meditaciones, comuniones, oración y visitas al Señor Sacramentado, rogando continuamente a Dios que nos conceda esa preciosa conformidad con su voluntad divina.
Y ofrezcámonos siempre a Él, diciendo: Vedme aquí, Dios mío; haced de mí lo que os agrade... Santa Teresa se ofrecía al Señor más de cincuenta veces diariamente, a fin de que dispusiese de ella como quisiera.
El que está unido a la divina voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y continua paz. “No se contristará el justo por cosa que le acontezca” , porque el alma se contenta y satisface al ver que sucede todo cuanto desea; y el que sólo quiere lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear, puesto que nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.
El alma resignada, si recibe humillaciones, quiere ser humillada; si la combate la pobreza, complácese en ser pobre; en suma: quiere cuanto le sucede, y por eso goza de vida venturosa. Padece las molestias del frío, del calor, la lluvia o el viento, y con todo ello se conforma y regocija, porque así lo quiere Dios.
Si sufre pérdidas, persecuciones, enfermedades y la misma muerte, quiere estar pobre, perseguido, enfermo; quiere morir, porque todo eso es voluntad de Dios.
El que así descansa en la divina voluntad y se complace en lo que el Señor dispone, se halla como el que estuviera sobre las nubes del cielo y viera bajo sus plantas furiosa tempestad sin recibir él perturbación ni daño. Ésta es aquella paz que –como dice el Apóstol (Fil. 4, 7)– supera a todas las delicias del mundo; paz continua, serena, permanente, inmutable.
El necio se muda como la luna, el sabio se mantiene en la sabiduría como el sol (Ecl. 27, 12). Porque el pecador es mudable como la luz de la luna, que hoy crece y otros días mengua. Hoy le vemos reír; mañana, llorar; ora se muestra alegre y tranquilo; ora afligido y furioso. Cambia y varía, en fin, como las cosas prósperas o adversas que le suceden.
Pero el justo, como el sol, se mantiene en su ser con igualdad y constancia. Ningún acaecimiento le priva su dichosa tranquilidad, porque esa paz de que goza es hija de su conformidad perfecta con la voluntad de Dios.
Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad
(Lc. 2, 14).
Con todo, las facultades de nuestra parte inferior no dejarán de hacernos sentir algún dolor en las cosas adversas; pero en la voluntad superior, si está unida a la de Dios, reinará siempre profunda e inefable paz. Ninguno os quitará vuestro gozo (Jn. 16, 22).
Indecible locura es la de aquellos que se oponen a la voluntad de Dios. Lo que Dios quiere se ha de cumplir seguramente. ¿Quién resiste a su voluntad? (Ro. 9, 19). De suerte que esos desventurados tienen por fuerza que llevar su cruz, aunque sin paz ni provecho.
¿Quién le resistió y tuvo paz? (Jb. 9, 4).
¿Y qué otra cosa desea Dios para nosotros sino nuestro bien? Quiere que seamos santos para hacernos felices en esta vida y bienaventurados en la otra. Penetrémonos de que las cruces que Dios nos envía cooperan a nuestro bien (Ro. 8, 28), y de que ni los mismos castigos temporales vienen para nuestra ruina, sino a fin de que nos enmendemos y alcancemos la eterna felicidad (Jdt. 8, 27).
Dios nos ama tanto, que no sólo desea nuestra salvación, sino que se muestra solícito para procurárnosla (Salmo 39, 18). ¿Y qué nos ha de negar quien nos dio a su mismo Hijo?... (Ro. 8, 32).
Abandonémonos, pues, siempre en manos de Dios, que jamás deja de atender a nuestro bien (1 Pe. 5, 7).
“piensa tú en Mí
–decía el Señor a Santa Catalina de Siena–,
que Yo pensaré en ti”. Digamos siempre como la Esposa:
Mi amado para mí, y yo para Él (Cant. 2, 16).
Mi amado trata de mi bien, y yo no he de pensar más que en complacerle y unirme a su santa voluntad.
No debemos pedir, decía el santo Abad Nilo, que haga Dios lo que deseamos, sino que nosotros hagamos lo que Él quiera.
Quien así proceda tendrá venturosa vida y santa muerte. El que muere resignado por completo a la divina voluntad nos deja certeza moral de su salvación. Mas el que no vive así unido a la voluntad de Dios, tampoco lo estará al morir, y no se salvará.
Procuremos, pues, familiarizarnos con ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, que sirven para conservarnos en esa unión incomparable: “Dime, Señor, lo que quieres que haga, pues yo deseo hacerlo” (Hch. 9, 6). “He aquí a tu siervo: manda y serás obedecido” (Lc. 1, 38). “Sálvame, Señor, y haz de mí lo que quieras. Tuyo soy, y no mío” (Sal. 118, 94).
Y cuando nos suceda alguna adversidad,
digamos en seguida:
“Hágase así, Dios mío, porque así lo quieres” (Mateo 11, 26).
Especialmente, no olvidemos la tercera petición del Padrenuestro:
“Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo”.
Digámosla a menudo, con gran afecto,
y repitámosla muchas veces...
digamos en seguida:
“Hágase así, Dios mío, porque así lo quieres” (Mateo 11, 26).
Especialmente, no olvidemos la tercera petición del Padrenuestro:
“Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo”.
Digámosla a menudo, con gran afecto,
y repitámosla muchas veces...
¡Dichosos nosotros si vivimos y morimos diciendo:
Fiat voluntas tua!
Fiat voluntas tua!
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