«Y decía: «¿A qué es semejante el Reino de Dios y con qué lo compararé? Es semejante a un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto, y creció y llegó a ser un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas». Y dijo también: «¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es semejante a la levadura que tomó una mujer y mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo». (Lucas 13, 18-21).
I. Jesús, cuando te refieres al Reino de Dios en la tierra, te refieres a la Iglesia. «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras. Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra.
La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en misterio» (C. I. C.-763). Los judíos esperaban que el Mesías restableciera el reino de Israel, echando a los romanos de su territorio con prodigios y acciones espectaculares. Estaba tan enraizada esta creencia en aquellos tiempos, que te cuesta hacerte entender. Una y otra vez les tienes que decir: «El reino de Dios no viene con espectáculo; ni se podrá decir: vedlo aquí o allí; porque, mirad, el Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lucas 17,20-21).
Jesús, el reino que has venido a instaurar es sobre todo un reino espiritual, porque se realiza en el interior de los hombres. Aunque tenga signos visibles, lo más importante de tu Iglesia no se ve a simple vista: es un crecimiento espiritual, una transformación interna que procede de la gracia y de la correspondencia personal a Dios.
El Reino de Dios -la Iglesia- además de estructura y jerarquía es crecimiento, transformación, por eso «no viene con espectáculo», y es difícil de explicar: ¿A qué es semejante el Reino de Dios y con qué lo compararé?
II. «En las horas de lucha y contradicción cuando quizá «los buenos» llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. -Y dile: «edissere nobis parabolam» -explícame la parábola. Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada» (Camino.-695).
Jesús, buscas comparaciones asequibles a aquellos hombres, en los que se ponga de manifiesto esa realidad oculta, pero esencial en tu Iglesia: el crecimiento, la transformación que la gracia produce en el alma si no pone obstáculos.
El grano de mostaza, aun siendo «la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra» (Marcos 4,31) crece hasta transformarse en un árbol frondoso. Una pequeña cantidad de levadura fermenta -transforma- toda la masa. Pero la transformación personal produce a la vez -necesariamente- una reacción en cadena: el cristiano transformado por la gracia se convierte en transmisor de esa misma gracia.
Porque el crecimiento espiritual lleva siempre al apostolado, al deseo de que muchos otros te conozcan, Jesús, y te amen. Por eso el Reino de Dios en la tierra es una fuerza en expansión, un organismo vivo y vibrante; la Iglesia es, por definición, misionera.
Jesús, yo intento que tu Reino crezca en mí y me transforme. Sé que sólo así podré ser apóstol tuyo y ayudarte a cambiar el mundo. Si lucho por cumplir mi plan de vida y mejorar en las virtudes cristianas, no habrá obstáculos capaces de frenar mi labor apostólica. Y para que no dude, me susurras al oído: ¡Animo! Sigue adelante. Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente, y toda la masa fermentada.
I. Jesús, cuando te refieres al Reino de Dios en la tierra, te refieres a la Iglesia. «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras. Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra.
La Iglesia es el Reino de Cristo presente ya en misterio» (C. I. C.-763). Los judíos esperaban que el Mesías restableciera el reino de Israel, echando a los romanos de su territorio con prodigios y acciones espectaculares. Estaba tan enraizada esta creencia en aquellos tiempos, que te cuesta hacerte entender. Una y otra vez les tienes que decir: «El reino de Dios no viene con espectáculo; ni se podrá decir: vedlo aquí o allí; porque, mirad, el Reino de Dios está ya en medio de vosotros» (Lucas 17,20-21).
Jesús, el reino que has venido a instaurar es sobre todo un reino espiritual, porque se realiza en el interior de los hombres. Aunque tenga signos visibles, lo más importante de tu Iglesia no se ve a simple vista: es un crecimiento espiritual, una transformación interna que procede de la gracia y de la correspondencia personal a Dios.
El Reino de Dios -la Iglesia- además de estructura y jerarquía es crecimiento, transformación, por eso «no viene con espectáculo», y es difícil de explicar: ¿A qué es semejante el Reino de Dios y con qué lo compararé?
II. «En las horas de lucha y contradicción cuando quizá «los buenos» llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura. -Y dile: «edissere nobis parabolam» -explícame la parábola. Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada» (Camino.-695).
Jesús, buscas comparaciones asequibles a aquellos hombres, en los que se ponga de manifiesto esa realidad oculta, pero esencial en tu Iglesia: el crecimiento, la transformación que la gracia produce en el alma si no pone obstáculos.
El grano de mostaza, aun siendo «la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra» (Marcos 4,31) crece hasta transformarse en un árbol frondoso. Una pequeña cantidad de levadura fermenta -transforma- toda la masa. Pero la transformación personal produce a la vez -necesariamente- una reacción en cadena: el cristiano transformado por la gracia se convierte en transmisor de esa misma gracia.
Porque el crecimiento espiritual lleva siempre al apostolado, al deseo de que muchos otros te conozcan, Jesús, y te amen. Por eso el Reino de Dios en la tierra es una fuerza en expansión, un organismo vivo y vibrante; la Iglesia es, por definición, misionera.
Jesús, yo intento que tu Reino crezca en mí y me transforme. Sé que sólo así podré ser apóstol tuyo y ayudarte a cambiar el mundo. Si lucho por cumplir mi plan de vida y mejorar en las virtudes cristianas, no habrá obstáculos capaces de frenar mi labor apostólica. Y para que no dude, me susurras al oído: ¡Animo! Sigue adelante. Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente, y toda la masa fermentada.
En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza. Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo participar de la naturaleza divina.
Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy (Salmo II, 7). Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser.
II. Nuestra filiación es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. Nuestro Padre no puede enviarnos nada malo. Podemos decir: ¡Omnia in bonum! Todo es para bien "¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad" (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Via Crucis).
III. La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: De algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. Podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus, ¡otro Cristo, el mismo Cristo! (ÍDEM).
Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Considerar nuestra filiación divina en la oración nos llenará de paz, viviremos abandonados en las manos de Dios, y viviremos la fraternidad cristiana con los que nos rodean, quienes también son hijos de Dios.
Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy (Salmo II, 7). Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser.
II. Nuestra filiación es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. Nuestro Padre no puede enviarnos nada malo. Podemos decir: ¡Omnia in bonum! Todo es para bien "¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad" (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Via Crucis).
III. La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: De algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. Podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus, ¡otro Cristo, el mismo Cristo! (ÍDEM).
Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Considerar nuestra filiación divina en la oración nos llenará de paz, viviremos abandonados en las manos de Dios, y viviremos la fraternidad cristiana con los que nos rodean, quienes también son hijos de Dios.
Nuestra Madre Santísima nos enseñará a saborear las palabras del Salmo II: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy."
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