Algunas aplicaciones del discernimiento
Algunas aplicaciones del discernimiento.
Para discernir lo que significan nuestros movimientos espirituales, la primera condición es “darse cuenta de ellos” (captarlos). Acostumbrémonos a estar bastante atentos a la realidad, para sentir en la acción misma, si estamos espiritualmente “en forma”, o bien tristes o deprimidos. Sea con ocasión de una moción interior más sensible, sea en algún momento del día, - el examen de la noche es uno de esos - detengámonos ante Dios, pidiéndole mejor penetrar nuestras disposiciones espirituales, mejor discernir las causas que los han hecho nacer. Sin repliegue sobre sí mismo, una mirada simple nos rompemos la cabeza, esperemos. Si vemos las raíces de nuestras fluctuaciones interiores, podremos responder mejor a las inclinaciones que nos vienen del Espíritu.
En la “consolación” Dios nos atrae a Él: nos afirma a proseguir los pensamientos y los sentimientos que nos vivifica entonces. En la “desolación” Él se abstiene, por así decir: no es su camino. Hay, pues, que volver hacia los pensamientos que están a lo opuesto de aquellos que nos hunden en la confusión.
Contrición y desaliento.
Inútil sería hacer un desarrollo abstracto. Retomemos dos casos dados al comienzo de estas páginas y tratemos de resolverlos.
Como consecuencia de mi pecado, tengo miedo a Dios. Pero más que nunca, y a pesar del deseo de reconciliación, no llego a encontrar el sentido del perdón.
Estoy aplastado por mi indignidad sin poder volver a comenzar (sin lograr reponerme). ¿Es acaso una contrición que Dios imprime en mí, o una tentación de desaliento para impedirme vivir con Dios? ¿Qué responder?
La primer constatación que debe hacer este hombre es que, hundido, aplastado, impedido, no accede al sentimiento del perdón, a pesar de su deseo. Estos son caracteres de “desolación”.
Hay en el estado de este hombre muy buenos elementos: reza, siente su falta, tiene la intención de confesarse. Estos sentimientos van en el sentido del Señor. Pero otros elementos falsean el conjunto de su actitud espiritual: un temor de Dios, que, probablemente no procede tanto de su pecado, como de una reacción sicológica habitual. Aun es probable que su tendencia sicológica falsee el conjunto de sus relaciones con Dios. ¿Ha descubierto verdaderamente que Dios lo ama? Hay en su temor pertinaz una nota que concuerda mal con el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo.
Este temor corre el riesgo de hacerle exagerar sus faltas. Habría que ver. En todo caso debería abrirse vías espirituales más justas y descartar su tendencia sicológica, buscando pacientemente lo que ella oculta. Pero hay pocas probabilidades de que llegue a esto sin la ayuda de un verdadero diálogo espiritual.
Tristeza insólita.
Acabo de pasar un día con mis amigos. Me mostré animoso, bromista, lleno de chispa. Y ahora, de regreso a casa, me siento vacío, asqueado. Nada me interesa, ¿por qué? ¿Efecto de la soledad o señal de que en mi actitud ante los demás había algo que no fuera correcto? (justo).
He aquí a este estudiante detenido por el hecho insólito de su tristeza. ¿Qué significa esta caída de ánimo? Como no se trata para él de hacer una búsqueda profana, puramente sicológica, que se ponga en presencia de Dios y le pida ser iluminado sobre sí mismo. Luego, que reflexione. Su alegría se desvanece en la soledad. Si hubiera sido justa, si hubiera sido un don de sí a los demás, sin mezcla, habría quedado algo: la satisfacción de haber dado gusto a sus amigos, el pensamiento de que quedan reconfortados por esta velada. De la alegría pasada quedaría un perfume. Y he aquí que no exhala sino tristeza.
Si su alegría hubiera sido pura de toda búsqueda de sí, la soledad le sería ahora un descanso. Tendría gusto en recordar. Le sería fácil agradecer a Dios por este día. Conservaría un deseo de vivir para los demás. Pero no tiene en la boca sino amargura.
Había, pues, en mi hilaridad una nota falsa. Pero, ¿cuál? En mi deseo de ser enteramente para los demás ¿no me reservé algo para mí?, ¿no forcé algunos rasgos para hacerme valer?, ¿no ha habido búsqueda de mí, sutil sin duda, pero real? Y ahora, solo, estoy triste, porque estoy privado de esta satisfacción mía. Frustrado por la admiración que esperaba, sin saberlo. El orgullo está en mí vivo de lo que creía. Oración de humildad. Saber para no recomendar.
La preocupación de una vida personal.
Una tal preocupación de reconocer y de seguir las indicaciones de Dios, un tal afinamiento espiritual, suponen evidentemente que existen en nosotros el deseo de una vida personal, la voluntad de influir sobre los acontecimientos y de no dejarnos llevar a merced de las influencias y de las fantasías. Mientras tanto, nuestra personalidad se afianza en esta marcha clarividente y fiel.
En los comienzos, en que debemos estar iniciándonos en este discernimiento y siempre en los casos difíciles, tendremos que pedir consejo a un guía espiritual, que pueda ilustrarnos sobre estos “movimientos del alma”.
Es sobre todo, a la larga que este discernimiento llevará sus frutos. Con el tiempo, las observaciones se añaden unas a otras, se dibujan; aparecen constantes; las grandes líneas de comportamiento espiritual se perfilan. Así aprenderé a conocerme, a saber cómo llevarme, qué disposiciones espirituales, cultivar para que todo en mí encuentre su equilibrio. Descubriré poco a poco una manera de ser y de actuar enteramente sencilla, pero precisa, para vivir mi fe.
PARA TOMAR UNA DECISIÓN
Ejercitarse en reconocer las indicaciones.
¿Cómo pueden nuestras reacciones tonificantes o deprimentes, frente a una elección, iluminar nuestra decisión? Los “movimientos del alma” - a condición de saber leerlos - nos proporcionan indicaciones sobre lo que nos pone o no de acuerdo con Dios. Uno está, pues llevado a preguntarse si el hecho de que una solución considerada delante de Dios nos vivifica, o al contrario, nos turba, permite escogerla o rechazarla. Después de haber respondido a esta pregunta, hablaremos de las cosas en que nos es posible aplicar solos este discernimiento, sin que esto excluya el hacernos controlar de tiempo en tiempo.
En las decisiones que comprometen definitivamente la vida, como es la elección entre el matrimonio y el celibato consagrado, el sondeo de los tiempos fuertes y débiles de la vida espiritual puede aportar mucha luz, y a veces basta para resolver la interrogante. Pero este sondeo es prácticamente irrealizable sin la ayuda de un guía experimentado. Se debe en efecto, volver a tomar el desarrollo de la vida con sus altos y bajos, examinar los pensamientos y sentimientos que en esos períodos nos movían, descubrir por qué vías Dios nos ha llevado y finalmente - a través de nuestro temperamento -, nuestra capacidad, nuestro caminar espiritual, nuestras aspiraciones y reticencias, reconocer aquello para lo que Dios nos ha hecho. Un tal discernimiento supone indicaciones complementarias, más sutiles y más delicadas de manejar que las que hemos dado. Este trabajo hay que hacerlo en un retiro de orientación de vida. Para decidir sobre su vida, vale la pena tomar unos días de reflexión ante nuestro Dios y Señor. Otras decisiones, sin ser definitivas, pedirían también un tiempo de recogimiento: elección de una novia, orientación profesional, aceptación de una pesada responsabilidad... ¡Pero muchos no se preocupan de considerarlas en presencia de Dios!.
Fuera de estas decisiones mayores, queda una multitud de circunstancias en las cuales podemos iluminar nuestras decisiones por las reacciones espirituales que no dejan de provocar: ¿Debo entrar en este grupo? ¿Debo continuar haciendo alfabetización a pesar del trabajo de fin de año? ¿Cuál será la parte de nuestro presupuesto que entregaremos para tales y cuales obras?.
En semejantes casos, ¿puedo decidir únicamente según mi reacción espiritual de alegría, de paz o de turbación frente a estas diferentes soluciones? No, de ninguna manera. En primer lugar, puede ser que yo no experimente ninguna reacción ante las diversas posibilidades. O bien, los “movimientos” que experimentaré no serán suficientemente característicos como para sacar conclusiones. Y sobre todo, sí no estoy acostumbrado a distinguir el aspecto psicológico y el carácter religioso de mis reacciones corro el riesgo de tomar mis impresiones por principios espirituales. Alguien preguntó al P. Lebretón: “Cuando paso ante una iglesia y estoy empujado a entrar, ¿qué debo hacer?”. El padre respondió: “Ante todo, no haga nada. Vea primero si es razonable”. Y bien, ¡sí! Más vale empezar por ver lo que es razonable. No razonable a los ojos de una prudencia un poco ramplona, sino a los ojos de la fe: habiendo pesado todo muy bien, ¿qué solución es prudente ante Dios?.
Encontrar primero la solución razonable.
¿Qué línea seguir para llegar a esta sabiduría que debe ser percibida ante Dios?
Primero, señalar un tiempo de detención para recogerme en su presencia. Ver cuál es la elección precisa que tengo que hacer. Recordar que se trata, al fin y al cabo, de amar más al Dios vivo y de hacerlo descubrir a los demás. Para no imponer a Dios mis preferencias, esforzarme en no querer más una solución que otra, en tanto cuanto no haya visto la que conviene. Rogar a Dios desde el fondo de mí mismo para formar en mí una idea clara de las cosas y un deseo que responda al suyo. Me detendré más o menos en esta preparación según la importancia de la decisión.
Luego, si el asunto vale la pena, examinarlo en todas sus facetas, como el mismo Dios tiene cuidado de todo. Buscar cuáles son las ventajas y los inconvenientes de las diversas soluciones, en lo que toca al fondo de nuestra vida personal, nuestra relación con el Señor.
Para no quedar en lo vago, tomemos un ejemplo: se me ha propuesto una responsabilidad en un grupo apostólico, y ya estoy demasiado recargado: ¿qué hacer?, ¿aceptar o rehusar? Estudiar las dos hipótesis para iluminar las ventajas y los inconvenientes.
Si acepto, ¿lo soportaría mi salud? Total ¿cuántas reuniones tendré por semana?, ¿qué carga suplementaria? ¿Están en juego la familia, el trabajo profesional, de “deber de estado” para soportar las consecuencias? Tomado por la multiplicidad de las tareas, ¿conservaré bastante calma y equilibrio para rezar?. Por otra parte, aceptar es la línea de la generosidad, para ayudar a los demás a encontrar a Cristo. Pero si yo desempeño mal mis obligaciones, si yo pierdo el contacto con el Señor, ¿qué ganarán el Señor y los demás? Poner un poco de orden en mis reflexiones. Luego mirar con el mismo realismo la otra solución.
Si rehusó ¿cuáles son las ventajas para mi familia y mis demás responsabilidades? ¿Qué inconvenientes evitados?. Por el contrario, este grupo apostólico, ¿va a quedar abandonado?
Reunir lo que es favorable y desfavorable a mi vida para Cristo en medio de los demás. Habiendo pesado bien las ventajas e inconvenientes en las dos hipótesis, mirar de qué lado se inclina la sabiduría, sin dejarme mover por impresiones. Hechas las cuentas ante Dios, ¿cuál es la solución más razonables? En el ejemplo citado, el militante laico juzgó irracional aceptar.
Ver si los movimientos espirituales confirman.
Ver ahora cómo su esbozo de decisión se encuentra confirmado por sus “movimientos” espirituales, puesto que la pregunta la hacíamos al comienzo. Ante la proposición que se le había hecho, este laico temía no ser generoso. Temor sin consistencia, puesto que está dispuesto a aceptar, no queriendo más una solución que otra. Pero en estas perspectivas de la aceptación; permanecía inquieto, como ante una profunda disonancia: las cosas no se ponían en su lugar. La inquietud persistía, aun bajo la mirada de Dios. La aceptación no iba en el sentido de Dios.
El rechazo, al contrario, a pesar de una generosidad menor aparentemente, lo dejaba en paz frente a Dios y a sus responsabilidades. Más allá del disgusto que le causaba esta perspectiva del rechazo, se sentía de acuerdo con Dios. Luego, ahí no había falsa paz, la que hubiese ocultado una evasión. La solución razonable se encontraba, pues, confirmada por sus reacciones de “consolación- desolación”. Era por eso más segura. Podía declinar sin temor la proposición que se le había hecho. Nadie hubiera tenido interés en que aceptarse: ni él, ni Dios, ni los demás.
La manera de tomar una decisión que acabamos de esbozar, es aplicable en muchas circunstancias: ver primero lo que es razonable ante Dios; luego buscar la confirmación de la decisión de la entrevista, viendo de qué lado se hallan la paz y el vigor espirituales. Si la decisión, en lugar de ser confirmada, se encontrara objetada por el segundo tiempo, sería necesario reexaminar el problema: allí habría en alguna parte una falta de objetividad. En caso, necesario, pedir consejo.
En esta búsqueda, lo importante es desasirse de la sensibilidad y de las impresiones, ir más allá de las primeras aprensiones, para situarse en el plano religioso, como en los precedentes capítulos se ha tratado de indicar.
En los casos en que el tanteo de confirmación no da nada, porque estamos espiritualmente inertes, guardémonos de forzar los “movimientos del alma” para obtener luces de ellos a toda costa; éstas serían ilusorias. Tomemos, entonces, resueltamente la solución que ha sido percibida como más prudente. Ella corresponde a las luces que Dios nos da por el momento.
Cuando disponemos de algún tiempo, antes de una decisión importante, es bueno volver a cuestionarnos sobre ella en días diferentes. La retoma en diferentes momentos permite verificar lo que hay de efímero o de sólido en nuestras reacciones. Ellas salen decantadas y más seguras. Y sabemos que “la experiencia de las consolaciones y desolaciones” se revela provechosa, en la medida en que ella se ha hecho familiar.
El carisma de discernimiento.
El carisma de discernimiento consiste en un instinto o luz partida, que comunica el Espíritu Santo, para discernir con un recto juicio, o en sí mismo, o en otros, de qué origen provengan los movimientos interiores del alma.
En este sentido escribe san Pablo: “El que se tiene por profeta o por hombre inspirado por el Espíritu, reconocerá que esto que les estoy escribiendo, es un mandato del Señor” (1 Cor 14, 37)
El carisma tiene por objeto el discernimiento en los casos dudosos, cuando no es fácil entender si las inspiraciones vienen de un espíritu bueno o de un espíritu malo. Pondré algunos ejemplos: ¿Vendrán del buen o mal espíritu tales revelaciones, tales locuciones internas, tales visiones, tales doctrinas nuevas?
En el orden de la voluntad, ¿serán de Dios o de un mal espíritu tales impulsos a hacer cosas grandes y santas, pero llamativas y desacostumbradas?, ¿tales deseos de emprender cosas superiores a las propias fuerzas, aunque, según parece, fundada en la confianza de la ayuda divina?, o bien ¿tales inspiraciones de cambiar de estado de vida para emprender una vida que sería de mayor perfección?, ¿o tales deseos ardientes de la salvación de los prójimos que llevarían a resultados todavía inciertos?, ¿o tales sentimientos en la oración, que parecen santos ...?.
Nos encontramos con mil cosas que tienen muy buena apariencia, pero que pueden nacer de un principio malo y terminar en un pésimo fin.
El carisma del discernimiento viene en nuestra ayuda cuando se trata de casos semejantes. Y este carisma consiste en una luz especial o en un cierto sabor que hace sentir la diversidad entre lo que es de Dios y lo que no lo es.
Y aquí quiero advertir a las personas espirituales que, aunque sientan tal vez y les parezca estar seguras, por una cierta suavidad, de que es Dios quien obra en ellas, no dejen por eso de aconsejarse con hombres doctos, y especialmente con sus padres espirituales, y de guiarse en todo por su parecer; porque la seguridad que experimentan no es tal que no pueda estar sujeta a algún extraño.
Para discernir lo que significan nuestros movimientos espirituales, la primera condición es “darse cuenta de ellos” (captarlos). Acostumbrémonos a estar bastante atentos a la realidad, para sentir en la acción misma, si estamos espiritualmente “en forma”, o bien tristes o deprimidos. Sea con ocasión de una moción interior más sensible, sea en algún momento del día, - el examen de la noche es uno de esos - detengámonos ante Dios, pidiéndole mejor penetrar nuestras disposiciones espirituales, mejor discernir las causas que los han hecho nacer. Sin repliegue sobre sí mismo, una mirada simple nos rompemos la cabeza, esperemos. Si vemos las raíces de nuestras fluctuaciones interiores, podremos responder mejor a las inclinaciones que nos vienen del Espíritu.
Inútil sería hacer un desarrollo abstracto. Retomemos dos casos dados al comienzo de estas páginas y tratemos de resolverlos.
Acabo de pasar un día con mis amigos. Me mostré animoso, bromista, lleno de chispa. Y ahora, de regreso a casa, me siento vacío, asqueado. Nada me interesa, ¿por qué? ¿Efecto de la soledad o señal de que en mi actitud ante los demás había algo que no fuera correcto? (justo).
Una tal preocupación de reconocer y de seguir las indicaciones de Dios, un tal afinamiento espiritual, suponen evidentemente que existen en nosotros el deseo de una vida personal, la voluntad de influir sobre los acontecimientos y de no dejarnos llevar a merced de las influencias y de las fantasías. Mientras tanto, nuestra personalidad se afianza en esta marcha clarividente y fiel.
Ejercitarse en reconocer las indicaciones.
¿Qué línea seguir para llegar a esta sabiduría que debe ser percibida ante Dios?
Ver ahora cómo su esbozo de decisión se encuentra confirmado por sus “movimientos” espirituales, puesto que la pregunta la hacíamos al comienzo. Ante la proposición que se le había hecho, este laico temía no ser generoso. Temor sin consistencia, puesto que está dispuesto a aceptar, no queriendo más una solución que otra. Pero en estas perspectivas de la aceptación; permanecía inquieto, como ante una profunda disonancia: las cosas no se ponían en su lugar. La inquietud persistía, aun bajo la mirada de Dios. La aceptación no iba en el sentido de Dios.
El carisma de discernimiento consiste en un instinto o luz partida, que comunica el Espíritu Santo, para discernir con un recto juicio, o en sí mismo, o en otros, de qué origen provengan los movimientos interiores del alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario