Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?
Tengo que ser bautizado con un bautismo ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra». (Lucas 12, 49-53)
I. Jesús, como profetizó Zacarías cuando nació su hijo Juan el Bautista, Tú has venido al mundo «para iluminar a los que yacen en tinieblas y en sombra de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lucas 1,78). ¿Cómo dices ahora que no has venido a traer paz sino división? Lo que pasa es que me hablas de dos paces distintas: la paz del alma, que se consigue a base de lucha personal contra los propios defectos, y la paz exterior, que es la tranquilidad producida por el consenso y la unidad. Ambas paces son buenas, pero lo importante es la paz interior, fruto de la santidad personal.
«No hemos de temer a adversarios exteriores. El enemigo vive dentro de nosotros: cada día nos hace una guerra intestina. Cuando le vencemos, todas las cosas del exterior que pueden sernos adversas pierden su fuerza, y todo se pacifica y allana» (Casiano). De hecho, sólo la paz interior contribuye eficazmente a la paz exterior. La unidad conseguida por la fuerza o el consenso fruto de la negociación política no son estables.
Jesús, Tú has venido a enseñarme el camino de la paz del alma, fruto del amor a Dios. Esa es la paz que he de llevar a los demás. Como a los apóstoles también me dices: «en la casa en la que entréis decid primero: paz a esta casa» (Lucas 10,5). Jesús, quieres que el cristiano sea un sembrador de paz y alegría, fruto de su unión con Dios. Pero eso no significa que me tenga que amoldar a los demás, hasta el punto de transigir en la doctrina que me has enseñado.
El cristianismo es un mensaje fuerte, exigente, divino, y por eso no todo el mundo lo acepta. De ahí la división que produce; no por el lado del cristiano - que debe buscar la comprensión y el entendimiento -, sino por el del que se opone con todas sus fuerzas a la luz de la fe.
II. «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: «me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación». ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y lo ancho del mundo, esa batalla pacifica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta padecer a Cristo» (Es Cristo que pasa.-120).
Jesús, el fuego que has venido a traer a la tierra, es el fuego del amor de Dios, que abrasa todo egoísmo y purifica todo deseo orgulloso o impuro. Es el fuego del Espíritu Santo que se posa sobre los apóstoles y que les impulsa a salir al mundo para encender esa llama y esa luz en otros corazones. Es el fuego del apostolado que se robustece en la oración.
¿Cómo cuido mis ratos de oración personal contigo? ¿Me sirven para encenderme por dentro, para llenarme de amor a Ti y de afán apostólico? Jesús, Tú has venido a traer fuego a la tierra, y ese fuego ha prendido en el corazón de los apóstoles y de tus discípulos de todos los tiempos hasta llegar a mi. Ahora me toca a mí recoger esa llama, tomar esa antorcha de la fe y recorrer mi parte en esta batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar. No quiero enfriarme y dejar que ese fuego se apague. Para ello y para que esa llama alumbre y dé calor a muchos otros, he de unirme a Ti cada día en la oración.
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