Es un asunto amplísimo, tratado en tantos volúmenes que ocuparían
una biblioteca y cuya práctica se encuentra en toda la historia humana y
entre todos los pueblos. Incluso hoy son muchas las personas que caen en
las asechanzas de la magia. También son muchos los sacerdotes que
infravaloran sus peligros: confiados, con razón, en la potencia salvadora de
Cristo, que se sacrificó para liberarnos de los lazos de Satanás, no tienen en
consideración que el Señor nunca nos ha dicho que menospreciemos la
potencia del demonio, nunca ha dicho que lo desafiemos o que dejemos de
combatirlo. En cambio, ha concedido el poder de expulsarlo y ha hablado
de la incesante lucha con él, que nos pone a prueba (el mismo Jesús se
sometió a las tentaciones del maligno); nos ha dicho con claridad que no se
puede servir a dos amos.
La Biblia nos asombra por la frecuencia con que habla contra la
magia y los magos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Así
nos pone en guardia; porque una de las formas más habituales que el
demonio usa para atar a sí al hombre y para embrutecerle es la magia, la
superstición, todo lo que rinde un culto directo o indirecto a Satanás. Los
que actúan usando la magia creen que pueden manipular a fuerzas
superiores que, en realidad, se sirven de ellos.
Los brujos se creen dueños del bien y del mal. Los espiritistas y los
médiums se prodigan en la invocación de los espíritus superiores o de los
espíritus de los difuntos; en realidad, sin darse cuenta, se han entregado en
cuerpo y alma a fuerzas demoníacas, las cuales se sirven de ellos siempre
con una finalidad destructiva, aunque ésta no se manifiesta inmediatamente. El hombre distanciado de Dios es pobre e infeliz; no logra comprender el significado de la vida y aún menos el de las dificultades, el dolor y la muerte. Desea la felicidad como la propone el mundo: riqueza,
poder, bienestar, amor, placer, admiración... Y parece como si el demonio
le dijera: «Yo te daré todo esto, porque está en mi poder y lo daré a quien
quiera dárselo. Si te arrodillas y me adoras, todo será tuyo» (Lc. 4, 6-7).
Así vemos a jóvenes y viejos, mujeres, obreros, profesionales,
políticos, actores, curiosos, en busca de la «verdad» sobre su futuro. Es una
multitud que encuentra bien dispuesta a otra: magos, adivinos, astrólogos,
cartománticos, pranoterapeutas, médiums o videntes de todo orden, a los
que acuden por casualidad, o por esperanza, o por desesperación, o para
probar; algunos quedan afectados, otros atados, otros más entran en los
círculos cerrados de las sectas.
Pero ¿qué hay detrás de todo esto? Los ignorantes creen que es sólo
superstición, curiosidad, ficción o fraude; de hecho, relacionado con ello se
mueve un gran volumen de negocios. Pero en la mayoría de casos la
realidad es otra. La magia no es solamente una vana creencia, algo carente
de todo fundamento. Es un recurso a las fuerzas demoníacas para influir en
el curso de los acontecimientos y sobre los demás en beneficio propio.
Esta forma desviada de religiosidad, que era típica de los pueblos
primitivos, se ha prolongado en el tiempo y existe en todos los países con
las distintas religiones. Aunque en formas distintas, el resultado es idéntico:
alejar al hombre de Dios y arrastrarle al pecado, a la muerte interior.
La magia es de dos clases: imitativa y contagiosa. La magia imitativa
se basa en el criterio de la similitud en la forma y el procedimiento,
fundándose en el principio de que todo semejante genera su semejante. Un
muñeco representará a la persona a la que se quiere perjudicar y, después
de las oportunas «plegarias rituales», clavando agujas en el cuerpo del
fantoche, se afectará a la persona a la que éste representa, la cual sufrirá
dolores o enfermedades en los puntos del cuerpo atravesados por las
agujas. La magia contagiosa se basa en el principio del contacto físico o
contagio. Para influir sobre una persona, el mago necesita algo que le
pertenezca: cabellos, uñas, pelos o vestidos; también una fotografía, mejor
si es de cuerpo entero, pero siempre con el rostro descubierto. Una parte
representa al todo; lo que se haga en aquella parte influirá sobre el indivi-
duo entero. El mago realizará su labor con las fórmulas o rituales
apropiados en tiempos determinados del año y del día, con la intervención
de los espíritus a los que él invoca para dar eficacia a su obra. Hemos
tratado estos temas al hablar de los hechizos; pero la magia abarca un
campo mucho más amplio que los simples hechizos, y más vasto que el
maleficio.
En uno de los rituales de iniciación a la magia negra usados por los
magos de la isla de Cabo Verde se afirma que el escogido encontrará ante
sí, en un momento determinado del rito, un espejo en el que se le aparecerá
Satanás para concederle «los poderes», poniendo en sus manos las armas
que deberá emplear. Las armas que tiene el cristiano contra el «león
rugiente» son la verdad, la justicia, la fe y la espada de doble filo de la
palabra de Dios. El mago, en cambio, dispondrá de una espada verdadera
para atacar a los hombres; tendrá poderes de destrucción, de maldición, de
videncia, de previsión, de desdoblamiento, de curación y otros más, según
el mal que sea capaz de hacer, según cómo consiga obstaculizar los planes
de Dios y según lo que esté en condiciones de ofrecer al demonio: además
de a sí mismo, puede ofrecer a sus hijos y también a otras personas, más o
menos ignorantes, de las que se dirigen a él. El resultado para la víctima es
que, como mínimo, adquirirá una terrible aversión a todo lo sagrado
(oraciones, iglesias, imágenes sagradas...), con la añadidura de otros males
diversos.
Esto puede sucederle también a quien ha encargado el trabajo al
mago, una vez ofrecido el «sacrificio», representado por una ofrenda,
incluso muy pequeña, y entregadas las cosas solicitadas, aunque respetando
ciertas reglas que se le han sugerido: dar la vuelta alrededor de siete
iglesias, velas para encender en un momento dado, polvos para esparcir,
objetos para llevar encima de uno mismo o para poner encima de otro, y así
sucesivamente. De este modo se contrae con el demonio un vínculo más o
menos pesado, con malas consecuencias para el alma y el cuerpo. Muchas
veces han venido a verme madres que anteriormente habían llevado a sus
niños a magos, y les habían hecho llevar encima ciertas cosas que a ojos
inexpertos podían parecer baratijas, pero que, por sus consecuencias
maléficas, se habían revelado como verdaderos maleficios. Si uno se sitúa
en el terreno del enemigo, cae en su poder, aun cuando se haya actuado «de
buena fe», y sólo la poderosa mano de Dios puede liberar de los vínculos
contraídos.
A las operaciones de la llamada alta magia se las clasifica, en
general, como sacralizaciones, consagraciones, bendiciones, destituciones,
excomuniones y maldiciones. De este modo, se pretende transformar los
objetos o a las personas en «símbolos sagrados» (sagrados para Satanás,
naturalmente). El material mágico se «magnetiza» en determinados
momentos, que son objeto de la astrologia mágica. Cada mago lleva
encima, o prepara para otros, unos «pentáculos», o «pantáculos» (del
griego pantaklea); en general, se trata de medallas cuyos símbolos son
«catalizadores de energías» y que tienen, según el mago, una particular
fuerza celestial. Otra cosa son los talismanes, que recuerdan los rasgos
concretos de la persona a la que quisieran proteger.
La solicitud de talismanes es uno de los mayores atractivos para los
incautos clientes que se creen afectados por una suerte adversa, la mala
sombra, la incomprensión, la falta de amor o la pobreza; y están muy
contentos de pagar el precio, a veces muy elevado, de estos amuletos que
deberían liberarles de todas sus desdichas. En cambio, se llevan encima una
carga negativa tal que puede hacerles daño no sólo a ellos sino también a
los miembros de su familia. Para preparar todos estos objetos, como para la
mayor parte de las operaciones de magia, se hace un amplio uso del
incienso. Es un incienso que se ofrece a Satanás en clara contraposición
con el incienso que en el culto litúrgico se ofrece a Dios.
Otras formas de magia llevan a la fabricación de filtros o mezclas
que provocan sugestión o vejación diabólica sobre quien ingiera los
mejunjes preparados por el mago y mezclados con la comida o la bebida.
El desdichado encontrará en su cuerpo no sólo algo desagradable, sino
también los espíritus maléficos invocados para la preparación del
maleficio. Es conocido el «filtro de amor», que puede imponer un horrible
vínculo (también llamado «atadura»), debido a las potencias satánicas.
La Biblia nos habla por primera vez del demonio cuando tienta a
nuestros primeros progenitores bajo la forma de una serpiente. En la
mitología la serpiente está siempre vinculada a los emblemas del
conocimiento. En Egipto, la maga Isis es la que conoce los secretos de las
piedras, las plantas y los; animales; conoce los males y sus remedios, por lo
cual puede reanimar el cadáver de Osiris. A la serpiente se la representa
enroscada sobre sí misma y mordiéndose la cola, como emblema del ciclo
eterno de la vida. Piénsese también en la serpiente boa emperatriz de los
incas o en la boa divina de los indios.
En el vudú la serpiente andrógina Danbhalah y Aida Wédo inspira a
sus adeptos con una certeza y precisión que da resultados asombrosos a
cualquier hora del día o de la noche. Esta serpiente afirma conocer todos
los secretos del Verbo creador gracias a la «lengua mágica», magnificada
por la música sacra.
Se trata de una magia haitiana de origen africano que, junto con la
magia africana originaria y la importada a Sudamérica (particularmente en
Brasil) con el nombre de «macumba», tienen un gran poder maléfico. Ya
he recordado que los maleficios más fuertes que he tenido ocasión de
exorcizar procedían de Brasil o de África.
La civilización moderna ha fundido, pero no cambiado, algunas
costumbres, razón por la cual cohabitan ciencia y magia, religión y antiguas
prácticas. Todavía hoy, especialmente en el campo, hay gente muy
religiosa que recurre a santones (hombres o mujeres) para resolver sus
dificultades más heterogéneas: desde las enfermedades al mal de ojo, desde
la búsqueda de trabajo a la búsqueda de un marido. Son personas santas
«que van siempre a la iglesia»; todavía hoy se encuentran mujeres que, de
buena fe, enseñan a sus hijas los gestos y el rito para quitar el mal de ojo en
la noche de Navidad; o cuelgan del cuello de los hijos cadenitas con
crucifijos o medallas benditas, y les ponen al lado «pelos de tejón» o
«dientes de lobo» o «cuernecillos rojos»: objetos todos que, aunque no
hayan sido «cargados» de negatividad con ritos mágicos, atan al demonio
mediante el pecado de superstición.
La magia siempre ha ido acompañada de la adivinación: la
pretensión de conocer nuestro futuro por vías tortuosas. Baste pensar en la
difundidísima costumbre de hacerse echar las cartas, o sea hacerse predecir
el futuro por el tarot, que es el medio de adivinación predominantemente
usado por magos y adivinos. Parece que el origen del tarot se remonta al
siglo XIII, por obra de los gitanos, que habrían condensado en este «juego»
su poder de predecir el futuro. En su base está la doctrina esotérica que fija
el esquema de correspondencia entre el hombre y el mundo divino. No me
detendré en ello; sólo diré que el ingenuo, deslumbrado por cómo se le ha
revelado con exactitud su pasado, sale con angustia y desconfianza o vanas
esperanzas, a menudo con sospechas hacia parientes o amigos, y sobre todo
con una cierta forma de dependencia de quien le ha echado las cartas, que
le acompañará también a continuación. Todo esto podría causarle miedo,
rabia o incertidumbre; tendrá deseos de recurrir a prácticas mágicas o de
proveerse de talismanes que neutralicen a ese enemigo interior que él
mismo se ha procurado y que le causa enfermedades, desventura...
La peor magia de origen africano está basada en la brujería
(witchcraft), que es la práctica de quien quiere hacer el mal a los demás por
vías mágicas; y en el espiritismo, a través del cual la persona trata de
ponerse en contacto con el espíritu de los difuntos o con los espíritus
superiores. El espiritismo es conocido en todas las culturas y pueblos. El
médium actúa de intermediario entre los espíritus y los hombres, prestando
su energía (voz, gestos, escritura...) al espíritu que quiere manifestarse.
Puede suceder que estos espíritus evocados, que son siempre y sólo
demonios, se apoderen de alguno de los presentes. La Iglesia siempre ha
condenado las sesiones espiritistas y la participación en ellas. No es
consultando a Satanás como se aprenden cosas útiles.
Pero ¿es de verdad imposible evocar a los muertos? ¿Son siempre y
sólo los demonios quienes se manifiestan en las sesiones de los médiums?
Sabemos perfectamente que esta duda en los creyentes depende de una sola
excepción. La Biblia nos menciona un único caso, cuando Saúl se dirigió a
una médium y le pidió: «Adivíname el porvenir evocando a los muertos y
haz que se me aparezca el que yo te diga» (1 Sam. 28, 8). Efectivamente,
apareció Samuel, que había muerto hacía poco. Dios permitió esta
excepción, pero nótese el alarido de estupor de la médium y más aún el
duro reproche de Samuel: «¿Para qué me has molestado, haciéndome
venir?» (1 Sam. 28, 15). Los muertos deben ser respetados, no molestados.
Por ser el único caso en toda la Biblia, destacamos su excepcionalidad.
Comparto al respecto cuanto escribe un psiquiatra y exorcista protestante:
«Es puro egoísmo y crueldad tratar de permanecer aferrados a nuestros
difuntos o querer reclamarles entre nosotros. Lo que necesitan es liberación
eterna y no verse nuevamente enredados entre las cosas y la gente de este
mundo» (Kenneth McAll, Fino alle radice, Ancora, p. 141).
Muchos resultan engañados por su falta de fe y por su ignorancia.
Desde el punto de vista étnico y folklórico, el uso de ciertas danzas, cantos,
costumbres, velas y animales, que son necesarios en distintos rituales de
magia vudú o de la macumba, puede ser interesante. Cuatro velas en las
cuatro esquinas de una calle, o un triángulo de velas, una de ellas
apuntando hacia abajo, pueden parecer un juego o una inocua superstición.
Es hora de abrir los ojos. Invito a hacerlo sobre todo a los sacerdotes. Son
evocaciones de espíritus maléficos que podrán perturbar esto o aquello,
pero siempre tienen como fin último distanciar de Dios a la víctima,
conducirla al pecado, a la angustia, a la alienación y a la desesperación.
Me han preguntado si mediante la magia es posible perjudicar también a grupos de personas. Mi respuesta es sí; pero este asunto por sí solo merecería un estudio aparte. También aquí, como en todo mi libro, me conformo con mencionar las cosas. Es posible que el demonio se sirva de
una persona para afectar a grupos incluso muy numerosos, que pueden
llegar a tener en sus manos el poder de una nación o influir sobre varias
naciones. Creo que, en nuestro tiempo, es el caso de hombres como Karl
Marx, Hitler, Stalin. Las atrocidades cometidas por los nazis, los horrores
del comunismo, las matanzas de Stalin, por ejemplo, alcanzaron una
perfidia verdaderamente diabólica. Fuera del campo político, no dudo en
ver un vehículo de Satanás en ciertas músicas y en ciertos cantantes que en
plazas abarrotadas arrastran a su público a un frenesí que puede alcanzar
hitos de extrema violencia o voluntad destructiva.
Pero también se dan otros casos más fácilmente controlables y
curables (aunque las posesiones diabólicas son siempre muy difíciles de
remediar), que han afectado a escolares, grupos de distinto orden,
comunidades diversas, por ejemplo comunidades religiosas. Es increíble la
habilidad del demonio para conseguir engañar, para introducir los peores
errores en grupos enteros. Hay quien sostiene que es más fácil engañar a
una multitud que a una sola persona. La verdad es que el demonio puede
afectar a grupos incluso muy numerosos; pero casi siempre notamos en
estos hechos un consenso humano, una culpa humana de libre adhesión a la
obra satánica: por interés, por vicio, por ambición, son muchos los posibles
motivos.
La influencia del demonio sobre las colectividades puede revestir
aspectos de lo más dañino, de lo más potente. Por eso los últimos pontífices
insisten en ello de manera particular. Me refiero al discurso de Pablo VI del
15 de noviembre de 1972 y al de Juan Pablo II el 20 de agosto de 1986.
Satanás es nuestro peor enemigo y seguirá siéndolo hasta el fin de los
tiempos, por lo que utiliza su inteligencia y sus poderes para obstaculizar
los planes de Dios, que, en cambio, quiere la salvación de todos nosotros.
Nuestra fuerza es la cruz de Cristo, su sangre, sus llagas, la obediencia a
sus palabras y a su institución, que es la Iglesia.
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