“Señor, enséñanos a orar“. Siempre me pareció que a los apóstoles les daba un poco de envidia buena ver rezar al Señor. Un sacerdote amigo me contaba que estando un día rezando en la iglesia frente al Santísimo, una mujer se le acercó y le dijo: “oiga, ver rezar a un cura debería ser un sacramental; le entran a uno ganas de imitarle”. Sí, ver rezar lleva a otros a la oración, lo mismo que el pecado mueve a otros a pecar. Por eso, me gusta esta santa envidia de los apóstoles y les pido que me enseñen a mirar al Señor en oración.
La primera palabra que pronunció el Señor en arameo fue: Abba, Papá, Padre Nuestro. Jesús nos sitúa así en el clima de confianza y de filiación en el que nos debemos dirigir siempre a Dios. ¿Qué cosa hay más agradable que el nombre de padre, que indica ternura y amor? Cuando rezamos el Padrenuestro, y muchas veces a lo largo del día, hemos de saborear esta palabra llena de misterio y de dulzura, Abba, Padre, Padre mío…
Mientras muchos buscan a Dios como en medio de la niebla, a tientas, los cristianos sabemos, de modo muy particular, que Él es nuestro Padre y que vela por nosotros. Cada vez que acudimos a Él, nos dice: Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo . «Todo cuanto nos viene de parte de Dios y que al pronto nos parece próspero o adverso, nos es enviado por un Padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos, con miras a nuestro propio bien» (Casiano). La vida, bajo el influjo de la filiación divina, adquiere un sentido nuevo; no es ya un enigma oscuro que descifrar, sino una tarea que llevar a cabo en la casa del Padre, que es la Creación entera: Hijo mío, nos dice a cada uno, ve a trabajar a mi viña. Entonces la vida no produce temores, y la muerte se ve con paz, como el encuentro definitivo con Él.
La oración es personal, pero de ella participan nuestros hermanos. La oración del cristiano, aunque es personal, nunca es aislada. Decimos Padre nuestro, e inmediatamente esta invocación crece y se amplifica en la Comunión de los Santos. Nuestra oración se funde con la de todos los justos: con la de aquella madre de familia que pide por su hijito enfermo, con la de aquel estudiante que reclama un poco de ayuda para su examen, con la de aquella chica que desea ayudar a su amiga para que haga una buena Confesión, con la de aquel que ofrece su trabajo, con la del que ofrece precisamente su falta de trabajo. En la Santa Misa, el sacerdote reza con los fieles las palabras del Padrenuestro. Y consideramos que, con las diferencias horarias de los distintos países, se está celebrando continuamente la Santa Misa y la Iglesia recita sin cesar esta oración por sus hijos y por todos los hombres. La tierra se presenta así como un gran altar de alabanza continua a nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo.
“¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? (…) ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?”… Ahora me pregunto ¿y si pido algo a Dios y no lo obtengo? ¿Y si Dios no me concede lo que pido… no disminuirá mi fe?”. ¡Vaya! Me he vuelto a equivocar. He formulado la pregunta como un adulto y en la parábola evangélica tan sólo se habla de niños, de hijos tan pequeños que no saben distinguir entre un huevo o un escorpión. ¡Ah! Ya entiendo: “si soy un niño tan pequeño ¿cómo estaré seguro de que lo que estoy pidiendo es un huevo y no un escorpión?”. La respuesta, es clara: pedimos porque creemos que es bueno lo que pedimos, pero sobre todo: nos fiamos del Amor de un Dios que es nuestro Padre y que sabe más.
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