«Cuando oyó esto uno de los comensales, le dijo: «Bienaventurado el que coma el pan en el Reino de Dios». Pero él le dijo: «Un hombre daba una gran cena, e invitó a muchos. Y envió a su criado a la hora de la cena para decir a los invitados: "Venid, pues ya está todo preparado". Y todos a una comenzaron a excusarse.
El primero le dijo: "He comprado un campo y tengo necesidad de ir a verlo; te ruego que me des por excusado". Y otro dijo: "Compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas; te ruego que me des por excusado". Otro dijo: "Acabo de casarme, y por eso no puedo ir". Regresó el criado y contó esto a su señor.
Entonces, irritado el dueño de la casa, dijo a su criado: "Sal ahora mismo a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, a los tullidos, a los ciegos y los cojos". Y el criado dijo: "Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio". Entonces dijo el señor a su criado: "Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar para que se llene mi casa". Os aseguro, pues, que ninguno de aquellos hombres invitados gustará mi cena». (Lucas 14, 15-24)
I. Jesús, Tú has preparado el gran banquete del Reino de Dios. Todos estamos invitados. De hecho, hemos sido creados para vivir contigo en tu Reino. «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en si mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada.
Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto herederos de su vida bienaventurada» (CEC.-1).
Sin embargo, cuántas veces ocurre lo de la parábola: «todos a una empezaron a excusarse». Hoy también son muchos los que se excusan ante tu llamada. Con los siglos, la imaginación y la técnica han inventado nuevas formulaciones; pero en el fondo los pretextos son los mismos.
La primera excusa son las posesiones materiales: «He comprado un campo y tengo necesidad de ir a verlo.» Hoy en día, ese convidado diría: me basta y me sobra con mantener mi coche; bastante problemas me da el piso nuevo; ahora que tengo este nuevo ordenador, me quita todo el tiempo, etc.
La segunda excusa es el trabajo: «Compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas». En el presente, esta excusa sería algo así: estoy estudiando la carrera, y voy agobiado; he empezado a trabajar y he de quedar bien; estoy a punto de conseguir un ascenso y no tengo tiempo para más.
La tercera excusa es la familia: «Acabo de casarme, y por eso no puedo ir». Trasladado a las circunstancias actuales esta excusa sería: mis padres quieren que me quede en casa; desde que tengo novia ya no me da el tiempo; cuando tenga más experiencia de casado podré empezar a pensar; con tantos hijos no hay quien pueda hacer nada; etc.
II. «Si, por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar que un hombre se suicide..., ¿no vamos a poder emplear la misma coacción -la santa coacción- para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma?» (Camino.-399).
Jesús, ante tanta excusa triste, que en el fondo muestra un gran desconocimiento de Dios y de lo que nos tiene preparado, dices a tu siervo: «Sal a los caminos, y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa». ¡Vale tanto la pena llegar al cielo que no me puedo quedar parado ante la primera negativa de mis amigos, familiares o conocidos! Hay que tener paciencia, pero a la vez hay que saber empujar a los demás para que te sigan de cerca, para que entren en tu casa, la Iglesia.
Jesús, Tú quieres que con mi ejemplo, mi palabra, mi amistad y mi oración arrastre a muchos a tomarse la vida cristiana en serio. Esta es la santa coacción que emplea el cristiano que se sabe siervo tuyo, apóstol. Además, reconozco que si no me hubieran empujado un poquito para sacarme de mi pereza y de mi egoísmo, estaría aún bastante lejos de ti. Es de justicia, por consiguiente, que ahora haga yo otro tanto con los que me rodean.
San Pablo nos enseña que siendo muchos formamos un solo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros (Romanos 12, 5-16). Cada cristiano, conservando su propia vida, está insertado en la Iglesia con vínculos vitales muy íntimos.
El Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, es algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo más sólido que un cuerpo humano. La misma Vida, la Vida de Cristo, corre por todo el Cuerpo, y mucho dependemos unos de otros. El más pequeño dolor lo acusa el ser entero, y todo el cuerpo trabaja en la reparación de cualquier herida. Asimismo, de una manera misteriosa pero real, con nuestra santidad personal estamos contribuyendo a la vida sobrenatural de todos los miembros de la Iglesia. La meditación de esta verdad nos moverá a vivir mejor el día de hoy, con más amor, con más entrega.
II. San Pablo, después de indicar los diversos carismas, las gracias particulares que Dios otorga para servicio de los demás, señala el gran don común a todos, que es la caridad, con la que cada día podemos sembrar tanto bien a nuestro alrededor. Todos los días damos mucho y recibimos mucho.
Nuestra vida es un intercambio continuo en lo humano y en lo sobrenatural. El Señor se alegra cuando nos ve reparar con amor y desagravio, una rotura en ese tejido finísimo que componemos los miembros de la Iglesia. No existe virtud ni flaqueza solitaria. Lo bueno y lo malo tienen efectos centuplicados en los demás. No dejemos de sembrar; nuestra vida es una gran siembra en la que nada se pierde. Son incontables las oportunidades para hacer el bien, ahora, sin esperar grandes momentos que quizá nunca lleguen a presentarse.
III. Al crearnos, Dios nos hizo a los hombres hermanos, necesitados unos de otros en la vida familiar y social. La Trinidad Beatísima ha querido salvar a los hombres a través de los hombres y propagar la fe por medio de ellos. Esta irradiación del Evangelio se hace a través del apostolado personal de los cristianos, que se encuentran en el mundo en las situaciones más variadas. El trato diario con el Señor incendiará nuestro corazón de misericordia y generosidad; con el ejemplo y la palabra acercaremos a otros a Él, y compartiremos con ellos nuestros talentos, nuestro tiempo, nuestros bienes materiales y nuestra alegría.
Pidámosle a Nuestra Madre un corazón generoso con nuestros semejantes, como el suyo.
El Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, es algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo más sólido que un cuerpo humano. La misma Vida, la Vida de Cristo, corre por todo el Cuerpo, y mucho dependemos unos de otros. El más pequeño dolor lo acusa el ser entero, y todo el cuerpo trabaja en la reparación de cualquier herida. Asimismo, de una manera misteriosa pero real, con nuestra santidad personal estamos contribuyendo a la vida sobrenatural de todos los miembros de la Iglesia. La meditación de esta verdad nos moverá a vivir mejor el día de hoy, con más amor, con más entrega.
II. San Pablo, después de indicar los diversos carismas, las gracias particulares que Dios otorga para servicio de los demás, señala el gran don común a todos, que es la caridad, con la que cada día podemos sembrar tanto bien a nuestro alrededor. Todos los días damos mucho y recibimos mucho.
Nuestra vida es un intercambio continuo en lo humano y en lo sobrenatural. El Señor se alegra cuando nos ve reparar con amor y desagravio, una rotura en ese tejido finísimo que componemos los miembros de la Iglesia. No existe virtud ni flaqueza solitaria. Lo bueno y lo malo tienen efectos centuplicados en los demás. No dejemos de sembrar; nuestra vida es una gran siembra en la que nada se pierde. Son incontables las oportunidades para hacer el bien, ahora, sin esperar grandes momentos que quizá nunca lleguen a presentarse.
III. Al crearnos, Dios nos hizo a los hombres hermanos, necesitados unos de otros en la vida familiar y social. La Trinidad Beatísima ha querido salvar a los hombres a través de los hombres y propagar la fe por medio de ellos. Esta irradiación del Evangelio se hace a través del apostolado personal de los cristianos, que se encuentran en el mundo en las situaciones más variadas. El trato diario con el Señor incendiará nuestro corazón de misericordia y generosidad; con el ejemplo y la palabra acercaremos a otros a Él, y compartiremos con ellos nuestros talentos, nuestro tiempo, nuestros bienes materiales y nuestra alegría.
Pidámosle a Nuestra Madre un corazón generoso con nuestros semejantes, como el suyo.
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