El milagro ha de ser, en primer lugar, un hecho sensible, que pueda ser examinado,
considerado y apreciado
A partir del desarrollo del hiper-racionalismo en un principio, y luego del odio anticatólico que atraviesa el mundo actualmente, todos hemos escuchado en numerosas ocasiones que, o bien los milagros no existen, o es imposible corroborar su veracidad. Sin embargo, hoy más que nunca la Santa Iglesia se mueve en este terreno con el estudio, la cautela y la sabiduría más impresionantes a la hora de determinar la realidad de los mismos, aportando así a los fieles la esperanza y el amor a estos regalos que Nuestro Señor nos da gratuitamente.
Algunas definiciones
La acepción común de la palabra “milagro”, y tal como lo entiende la Apología, ésto es, a fin de que pueda aducirse como prueba, sería: “La manifestación extraordinaria de Dios, mediante un hecho sensible que ningún agente creado puede producir”.
Tres condiciones, por tanto, son necesarias para que un hecho sea en realidad milagroso:
1ª) que el hecho caiga bajo el dominio de los sentidos;
2ª) que el hecho supere las fuerzas de cualquier agente creado y
3ª) que reconozca a Dios por autor
El milagro ha de ser, en primer lugar, un hecho sensible, esto es, que pueda ser examinado, considerado y apreciado al igual de los que se producen en la vida ordinaria, como sería, por ejemplo, ver con vida a un hombre que había estado muerto y en putrefacción; con vista a un ciego de nacimiento; andando repentinamente, al impulso de una sola palabra, a un paralítico de toda la vida; hablando repentinamente diversas lenguas a un hombre rudo y sin instrucción, etc. Estos son hechos que pueden ser observados y verificados.
Este hecho sensible ha de superar las fuerzas de cualquier agente creado; de lo contrario, podría atribuirse a una causa natural.
Y aquí se ha de tener presente, para ocurrir a los reparos de los que impugnan el milagro, que aunque no sabemos todo lo que pueden las fuerzas de la Naturaleza, sí sabemos hasta dónde no llegan; y éste es fundamento más que suficiente para asegurar el origen extranatural de los efectos que llamamos milagrosos. Así sabemos con toda certeza que no hay ley física alguna que de la vida a los muertos, la efusión de lágrimas o sangre a una imagen de yeso o madera, la curación súbita e instantánea de un leproso, o que haga surgir el hueso de una pierna o de un brazo, por ejemplo. Al hallarnos, pues, en presencia de un hecho de esta índole, podemos asegurar sin temor de equivocarnos que su causa productora no ha de buscarse en la Naturaleza ni en ninguna de sus leyes por oculta y desconocida que se la quiera suponer.
Finalmente, para que exista el milagro propiamente tal, es preciso que ese hecho sensible y contrario a las leyes de la Naturaleza sea producido por Dios. Al conocimiento de esta condición nos llevará el examen del hecho en sí mismo, o bien el estudio de las circunstancias en medio de las cuales el hecho se produce.
Entendemos por ley de la Naturaleza la manera constante y universal con que vuelven a producirse los mismos fenómenos en idénticas circunstancias.
Hay quienes afirman que es imposible comprobar el milagro con certeza, porque todo hecho milagroso escapa necesariamente, según ellos, a nuestras investigaciones.
Para que un milagro quede plenamente comprobado, basta únicamente establecer dos puntos:
1º) la existencia del hecho en sí y
2º) la naturaleza milagrosa del mismo
Esto supuesto, decimos que se dan milagros cuya existencia puede conocerse y cuya naturaleza es dado discernir científica y filosóficamente.
En efecto, como el milagro lo constituye un hecho sensible, por su naturaleza misma tiene que caer bajo el dominio de los sentidos o bajo el testimonio humano, siempre que éste venga acompañado de los requisitos indispensables al mismo.
La curación instantánea de un leproso, la resurrección de un muerto en putrefacción, son hechos cuya realización se trata de examinar por medio de los sentidos: que estos hechos tengan o no carácter milagroso pertenece al raciocinio y no a los sentidos. No hay duda, pues, de que estos hechos considerados como tales, pueden ser objeto de nuestro conocimiento.
La diferencia con los prodigios
Hasta aquí hemos tratado del milagro propia y estrictamente como tal; pero hay, además, otros hechos prodigiosos que pueden realizarse sin la intervención inmediata de Dios, y cuyo origen puede hallarse en los espíritus, ya buenos, ya malos. El criterio para discernirlos ha de buscarse en las circunstancias en que tales hechos se producen, en los fines que con ellos se pretenden y en los efectos que de tales actos se derivan. No hay duda de que Dios se sirve del ministerio de sus ángeles, pero los hechos que reconozcan tal origen jamás podrán contradecir las doctrinas, la moral o los preceptos que el mismo Dios ha impuesto al hombre. Dondequiera que aparezca tal contradicción no podrá ponerse en duda el origen diabólico de tales actos.
La comprobación de milagros
hoy en el campo de la ciencia
Desde el inicio de la historia de la Salvación encontramos innumerables milagros de la mano del mismo Dios, y a través de sus profetas y de sus santos, o en favor de sus suplicantes. Históricamente, siempre se ha seguido el criterio de discernimiento recién expuesto para determinar si el suceso tenía o no la categoría de milagroso. Y así, nadie dudaba que la curación instantánea de una enfermedad de alguien que iba a morir como todo el resto pero había rogado ayuda del cielo, o la renovación de un miembro atrofiado, o la incorruptibilidad del cuerpo de alguien considerado santo en su vida, era un hecho milagroso.
Sin embargo, en la actualidad se ha formado – debido tal vez en parte a los numerosos ataques a la fe de la sociedad moderna, y también a las mayores capacidades técnicas del hombre de hoy – un sistema absolutamente efectivo para la determinación de la realidad de un milagro.
Si bien existen numerosas formas en que Dios puede decidir ayudar al hombre, hay una de ellas – la de la curación – que ha alcanzado el mayor grado de evolución en materia investigativa por parte del mismo Vaticano. Esto se debe en cierta medida a que la curación es el terreno de más fácil observación científica, y en parte también a que el estudio de milagros nace cotidianamente en la Santa Sede con el objetivo de poder determinar la santidad de un candidato a la canonización. Hemos explicado en el dossier “¿Cómo canoniza la Iglesia a los santos?”, la necesidad que existe para poder canonizar, de comprobar la veracidad de dos milagros de intercesión por parte del posible santo a favor del creyente que solicita su favor. Veremos entonces cuáles son los medios con que se discierne sobre un milagro en la actualidad en relación a las causas de canonización, que es la forma más frecuente de investigación al respecto, y la que ha creado un sistema más formal. Este mismo método, es también habitual en el estudio de milagros en santuarios reconocidos por este tipo de sucesos, como el de Lourdes, en Francia, donde Nuestra Señora apareció en 1858 e hizo surgir milagrosamente una fuente de agua de la que se sirven millones de peregrinos al año por diversos motivos.
En primer lugar, se colige de lo antes dicho que, para el caso particular del estudio de un milagro de intercesión de un candidato, es absolutamente necesaria la iniciativa de los creyentes que piden su favor. En palabras de Juan Pablo II, tales curaciones, debidamente verificadas y reconocidas por las autoridades eclesiásticas (en materia de fe y doctrina) y por las autoridades médicas (en materia científica), “son como un sello divino que confirma la santidad de un siervo de Dios cuya intercesión ha sido invocada, una señal de Dios que inspira y legitima el culto rendido (al candidato) y da certeza a las enseñanzas que la vida, el testimonio y las acciones (del candidato) encarnan”.
El estudio doctrinal de un caso compete a todo el desarrollo del mencionado dossier, y siempre guarda concordancia con las definiciones antes expuestas. El estudio científico del hecho, en cambio, ha llevado a la creación de una Consulta Médica en la congregación para la Causa de los Santos. Esta consulta está formada generalmente por un equipo de cinco médicos, que durante todo el año (exceptuando agosto y septiembre) se reúne cada dos semanas para examinar dos milagros potenciales. Los equipos se reclutan entre los más de sesenta médicos residentes en Roma que integran la Consulta Médica de la Congregación.
A juzgar por su reputación y por sus logros profesionales, estos médicos son de los expertos más destacados en su especialidad. Más de la mitad de ellos son profesores o jefes de departamento de una de las facultades de medicina de Roma; los demás son, con pocas excepciones, directores de hospitales. En su conjunto, Consulta Médica representa todas las especialidades de la medicina, desde la cirugía hasta las enfermedades tropicales.
Dado que cada médico cobra los honorarios aproximadamente equivalentes a dos revisiones en sus consultorios, pero la documentación de un milagro puede abarcar hasta mil quinientas páginas, lo cual requiere un mes de lecturas y evaluaciones durante los fines de semana (sin contar los casos más complejos que pueden durar varios meses), se considera que su trabajo es prácticamente honorífico y, a menudo, los asesores donan sus honorarios a la caridad.
Los médicos se declaran de acuerdo en no discutir los casos de milagros con personas ajenas a la Congregación. Se les permite escribir sobre los mismos en revistas de medicina, pero no antes de que la causa esté concluida y el Papa haya tomado su decisión al respecto. Puesto que eso puede tardar un año o más, los asesores muy raras veces llegan a publicar algo.
La Consulta funciona de modo muy parecido a un equipo de reconocimiento médico. Cuando les llega un caso, las posibilidades de éxito normalmente han sido evaluadas ya en un nivel local y a título extraoficial por uno o por varios expertos médicos elegidos por el postulador de Roma.
La típica positio super miraculo incluye un historial médico del paciente y las declaraciones de todos los hospitales, médicos y enfermeras que tuvieron que ver con el tratamiento del paciente. Además están las declaraciones escritas de los testigos: el personal médico y el paciente mismo, así como los testimonios de todos cuantos hayan invocado al siervo de Dios. Los rayos X, las muestras de biopsia y otras pruebas médicas son de crucial importancia y, en muchos casos, el equipo exige pruebas adicionales antes de pronunciar su dictamen.
En cuanto al procedimiento, cada caso se presenta a dos miembros de la Consulta, que estudian los materiales y redactan sendos informes de cuatro a cinco páginas. Ninguno de los dos conoce la identidad del otro. Si uno de los informes o ambos resultan positivos, se presenta el caso a otros dos médicos y al presidente de la Consulta, y la decisión se toma por votación de los cinco miembros del equipo. Más de la mitad de los casos son rechazados. En un año normal, por tanto, Consulta Médica examina unos cuarenta casos; de los cuales, incluidos los que se remiten al lugar de origen pidiendo informaciones adicionales, sólo unos quince sobreviven al escrutinio de los médicos.
Es fácil comprender por qué. Cada asesor ha de pronunciar un dictamen sobre el diagnóstico, el pronóstico y la conveniencia de la terapia empleada. La curación debe ser completa y duradera y, además, tiene que resultar inexplicable según todos los criterios científicos conocidos. Se excluyen los linfomas, los cánceres de células renales, los de piel y los mamarios, que tienen un elevado índice estadístico de curación natural. Lo mismo sucede con las enfermedades mentales, ya que el concepto de curación en tales casos es difícil de definir. Al final, en el pleno del equipo, cada médico tiene la opción entre dos votos: “natural” o “inexplicable”. La Congregación prefiere la unanimidad; pero, como puede atestiguar cualquier paciente que haya consultado a un segundo o a un tercer médico, alcanzar un acuerdo entre cinco médicos, y aún entre cinco especialistas diferentes, resulta excesivamente difícil; de modo que, por lo general, una mayoría simple es suficiente para que un milagro sea aceptado como tal.
En una entrevista al Dr. Franco de Rosa, profesor de medicina interna en la Universidad de la República Italiana, de Roma, y especialista en enfermedades infeccionas, el asesor hizo los siguientes comentarios:
- Recuerde que, cuando yo estudio una causa, no sé qué piensan los otros. Sólo cuando nos reunimos podemos descubrir que los otros han hecho un diagnóstico diferente y, a veces, al escuchar a los otros cambio de opinión.
A la pregunta de si es o no posible que los médicos se equivoquen en su juicio, contestó:
- En general, los errores son de dos clases: o bien yo no tengo todos los hechos en que basar mi juicio, o bien hay un error en el informe del médico que atendió al paciente. En tales casos, se le pide al postulador que envíe más información. Los documentos deben ser muy precisos; de otro modo, no puede haber discusión. (...) Igualmente, trabajamos con mucha precisión, porque sabemos que nuestro trabajo quedará en los archivos; y en los archivos del Vaticano no se pierde nada”.
El Dr. Rafaello Cortesini, jefe de cirugía en la Facultad de Medicina de la Universidad de Roma, es el presidente de la Consulta Médica y, como tal, responsable de estudiar todo milagro potencial que se presente al equipo médico de la Congregación. Él es quien asigna cada caso a los médicos, preside todos los equipos y firma las decisiones. Dice que, en cerca de la mitad de las curaciones que se declaran inexplicables, el voto es unánime.
Consultado acerca de la actualización del conocimiento de los doctores que trabajan en la Consulta, respondió: “algunas veces, usamos ordenadores para cerciorarnos de los últimos descubrimientos en varios campos; así, nos mantenemos al día. A través de la congregación, estudiamos casos de Canadá, de África, de Japón; de todas partes. Por los documentos que nos llegan sabemos qué está pasando en medicina en el mundo entero y estamos en condiciones de aplicar las técnicas científicas más recientes”.
Luego se le preguntó qué sucedía con los casos que no estaban relacionados con la medicina moderna, dado que la Comisión estudia curaciones antiguas o de lugares donde la medicina es muy rudimentaria. Su respuesta fue la siguiente:
- Nosotros recibimos casos no sólo de todas partes del mundo, sino también de siglos pasados. Hace poco hemos estudiado uno del siglo XVII. Es impresionante. Los médicos no disponían entonces de las avanzadas técnicas de diagnóstico de que disponemos nosotros; pero tenían talento, y un talento mucho mayor que los médicos de hoy para describir lo que veían. Además, aquí en la Universidad de Roma, contamos con un gran departamento, muy importante, dedicado a la historia de la medicina, que abarca hasta los tiempos romanos más antiguos. Así que ya ve usted que tenemos muchos recursos para determinar cuál era el problema.
Un ejemplo de falta de antecedentes lo da un caso de África del Sur, que llegó a la congregación sin ninguna clase de documentación científica. La curación se atribuía a un sacerdote francés, el padre Joseph Gérard, que vivió durante sesenta años como misionero entre las tribus zulúes y basoto del actual Lesoto. Gérard murió en 1914, y como anticipo del viaje papal a Lesoto en 1988, la congregación estaba revisando un posible milagro ocurrido en 1928. Según la escueta positio de cuarenta páginas, a una niña negra de seis años se le desarrolló una costra en la cabeza, se extendió sobre los ojos y le causó ceguera; se formaron úlceras en las cuencas de los ojos, que le colgaban de los párpados como diminutos anillos deformes. Un misionero protestante y médico itinerante la examinó cuatro veces y, finalmente, le dijo a la madre que la infección era incurable. La madre, desconcertada, acudió a la iglesia católica local, donde le dieron una reliquia de Gérard – un poco de tierra de su tumba – y la alentaron a pedir su intercesión. Las hermanas misioneras comenzaron a rezar una novena a Gérard. Al día siguiente, un sábado, el párroco le entregó a la madre otra reliquia. Esa noche, la niña manifestó haber tenido una visión en la que un anciano sacerdote le aseguró que se curaría. A la mañana siguiente, las costras habían desaparecido y la niña podía ver. Lo único que quedó, según un examen médico realizado cuarenta y ocho años después, fue una cicatriz en una córnea, indicativa de una horadación.
Los asesores médicos no tenían nada a que atenerse, salvo las declaraciones de los testigos; entre ellos, el pastor, quien dejó constancia escrita de lo que vio. Además, había un examen del ojo, realizado por un oftalmólogo cuando la mujer tenía cincuenta y cuatro años. A partir de tan escasas pruebas, parecía que la niña había contraído una forma de impétigo; pero los asesores coincidían en que eso solo no explicaba la perforación de la córnea. Pese a la escasez de datos médicos, el doctor Camillo Pasquinangeli, especialista en enfermedades de los ojos, se empeñó en estudiar el caso, y finalmente, encontró una enfermedad llamada penthius que correspondía a los síntomas observados y, en su opinión, podía explicar la perforación de la córnea. Cuando se reunió el 1 de septiembre de 1987 el pleno del equipo de cinco asesores, el doctor Pasquinangeli logró convencer a los otros de la plausibilidad de su diagnóstico. Dado ese diagnóstico y la gravedad del caso, el equipo estuvo de acuerdo en que no había ninguna manera científica de explicar la completa e instantánea recuperación de la vista que experimentó la niña. Al año siguiente, el Papa Juan Pablo II beatificó a Gérard ante diez mil católicos en Lesoto.
La aprobación en el campo teológico
Básicamente, y como hemos podido ver, la tarea de la Consulta Médica es decidir si una curación es científicamente inexplicable o no. Los médicos no pueden decidir si se trata de un milagro; ese juicio queda reservado a los asesores teológicos, cuyas opiniones deben luego ser secundadas por los cardenales de la congregación y, al final, por el Papa. La teoría es que el reconocimiento de los milagros es materia del entendimiento teológico y eclesiástico, que se sirve del conocimiento médico como una herramienta para no cometer errores en sus dictámenes.
Hay en la Congregación sesenta y seis asesores teológicos, de los que sólo unos cuantos son convocados con regularidad a reunirse, en equipos de siete miembros, para revisar los procesos de milagros y determinar que la curación se produjo únicamente mediante la intercesión del siervo de Dios.
Las pruebas principales las constituyen las declaraciones de los testigos. ¿Quién invocó al siervo de Dios? ¿Fue mediante oraciones, uso de reliquias, etc.? Los elementos clave son el tiempo y la causalidad. Debe quedar claro que la recuperación del paciente no se produjo sino después de que se invocara la ayuda del siervo de Dios, e igualmente claro que la curación se consiguió por medio de la intercesión del siervo de Dios y de nadie más.
Esas decisiones, obviamente, no requieren mucha pericia teológica, pero sí una cierta familiaridad con la teología de la intercesión operativa de la Congregación. Si un paciente reza, por ejemplo, simultáneamente a Jesucristo y al siervo de Dios, el milagro puede atribuirse a este último por la razón de que Jesucristo está necesariamente presente en todas las gracias otorgadas por Dios. Por otra parte, cuando se invoca simultáneamente a más de un santo o siervo de Dios, la curación será rechazada, porque no hay manera de saber a quién atribuir la intercesión divina.
Otra clase de milagros
Si bien – como ya dijimos – los milagros asociados a curaciones son los que poseen un esquema de investigación formal más desarrollado, no se dejan de lado aquellos hechos inexplicables que se puede demostrar que efectivamente ocurrieron. Daremos el ejemplo de un milagro de esa índole que fue aprobado en 1975 para la canonización de Juan Macías (1585-1645), un fraile español de la Orden de los Dominicos, que murió en el Perú y fue beatificado en 1837. El milagro se produjo 309 años después de su muerte en su localidad natal, Ribera del Fresno, donde el beato era considerado el santo patrono del lugar.
Las circunstancias fueron las siguientes: en la sala de la parroquia se servía cada noche la cena a los niños de un orfanato cercano y se invitaba también a las familias pobres a recibir una comida en la puerta; pero, la noche del 25 de enero de 1949, la cocinera descubrió que le quedaban sólo arroz y carne (setecientos cincuenta gramos de cada cosa) apenas suficientes para la cena de los niños, aunque no para dar de comer a los pobres y, ante esta situación, imploró la ayuda del Beato y siguió cumpliendo con sus deberes.
De repente, advirtió que el arroz hirviendo se salía de la olla, de modo que puso una parte en una segunda olla y, luego, en una tercera. Durante cuatro horas siguió al lado de la cocina, mientras la olla continuaba multiplicando el arroz. Se llamó a la madre del cura y también al cura mismo para que fueran testigos del fenómeno. Por la noche, hubo arroz y carne en cantidades más que suficientes para dar de comer a todos los cincuenta y nueve niños y aún quedaron sobras abundantes para los pobres. En total, veintidos personas presenciaron la milagrosa multiplicación; y, a pesar de haber estado hirviendo durante horas, la última cucharada de arroz estaba tan buena como la primera. Como la bíblica multiplicación de los panes y los peces, todos comieron cuanto quisieron. Afortunadamente para la causa, algunos de los convidados guardaron una parte del arroz, de modo que la congregación pudo examinarlo once años después. Los asesores no hallaron ninguna explicación natural del insólito fenómeno; lo cual, unido al tradicional milagro de curación, fue suficiente para canonizar al beato Macías.
Una dificultad obvia de los milagros no médicos es de orden técnico: el postulador debe encontrar en cada caso los expertos que confirmen a la congregación que se produjo un suceso extraordinario e inexplicable. Sin embargo, siempre se encuentra la forma de que los testigos y los técnicos demuestren la naturaleza de lo acaecido en casos donde se sortearon incendios inevitables, no cayeron bombas destinadas a destruir pueblos y otras cosas similares.
A modo de conclusión
Como católicos, no debería causarnos ningún problema aceptar los milagros, dado que creemos en la obra de la gracia divina. En más de una ocasión, todos hemos experimentado la gracia que, de una forma no milagrosa en el sentido estricto del término, sí lograba conmover nuestros cimientos, darnos apoyos que necesitábamos, o ayudarnos a salir adelante, como un regalo gratuito que Dios ha querido darnos. Para creer en milagros, pues, simplemente hay que ser capaces de aceptar regalos especiales, libremente dados y jamás merecidos.
Tampoco debe resultarnos difícil suponer que tales regalos nos han tocado porque alguien – familiares, amigos, conocidos o incluso desconocidos – han rezado a Dios por nosotros. En un mundo de gracia, estas cosas suceden continuamente; pese a nuestra inclinación a atribuirnos a nosotros mismos la “suerte” que hayamos tenido. Pero, si se parte del supuesto de que no hay gracia en el mundo, entonces, los regalos no tienen sentido y, menos que nada, los regalos que vienen por la oración. En esa mentalidad, las cosas simplemente “suceden” y uno atribuye la causa al hado o al azar, a la naturaleza o a la historia, a nuestros propios méritos o a nuestros bien calculados planes. La comunión de los santos, por el contrario, presupone que en Dios estamos todos vinculados unos a otros, que damos y recibimos inesperados e inmerecidos actos de gracia.
Dejamos aquí, para finalizar, una breve pero categórica afirmación presentada en el Concilio Vaticano I a propósito del valor de tales gracias:
"(...) Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación" (ibid., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad "son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de todos", "motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu" (Cc. Vaticano I: DS 3008-10).
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