«Interrogado por los fariseos sobre cuándo llegaría el Reino de Dios, él les respondió: «El Reino de Dios no viene con espectáculo; ni se podrá decir: vedlo aquí o allí; porque, mirad, el Reino Dios está ya en medio de vosotros». Y dijo a los discípulos: «Vendrá un tiempo en que desearéis ver uno solo de los días del Hijo del Hombre, y no lo veréis. Entonces os dirán: "Vedlo aquí, o vedlo allí". No vayáis ni corráis detrás. Pues, como el relámpago fulgurante brilla de un extremo a otro del cielo, así será en su día el Hijo del Hombre. Pero es necesario que antes padezca mucho y sea reprobado por esta generación».
(Lucas 17, 20-25)
I. Jesús, los fariseos esperaban un Reino de Dios en la tierra: un reino político que pondría fin a la dominación romana con gran poder y signos extraordinarios. Si Tú eras de verdad el Mesías, ¿cuándo ibas a empezar este reino? Hacía falta organizarse; diseñar planes para tomar el poder; reunir tal vez un ejército.
Jesús, tu respuesta dejaría perplejos a alguno de aquellos hombres: «El Reino de Dios no viene con espectáculo; está ya en medio de vosotros». Habría quien llegaría a pensar que se estaban montando brigadas secretas y guerrillas. Tan convencidos están de su interpretación política del Mesías que acabarán por negarte e incluso por llevarte a la cruz. Días antes de tu muerte llorarás ante Jerusalén con estas palabras: «¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!; sin embargo, ahora está oculto a tus» (Lucas 19,42).
Jesús, Tú has venido a traer un Reino de paz, no de guerra; un Reino de amor, no de odio. Es un Reino que se conquista sin batallas ruidosas ni aparatosas, y que está en medio de nosotros: en el alma en gracia de cada bautizado. Porque el Reino de Dios consiste en vivir de Ti, en Ti y por Ti. Y esto se consigue, ya en la tierra, cuando Tú habitas en mi alma en gracia por obra del Espíritu Santo; pues «si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Lucas 22,30).
«Desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor «a fin de santificar todas las cosas llevando a la plenitud su obra en el mundo» (CEC.-2818).
II. «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: «et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum», si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, «omnia traham ad meipsum», todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (Es Cristo que pasa.-183).
Jesús, muriendo en la cruz has redimido al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Has abierto las puertas del Cielo para que pueda sentarme a «tu mesa en tu Reino» (Lucas 22,30). Pero no me obligas a entrar. Es verdad que desde la cruz, levantado sobre la superficie de la tierra, atraes todas las cosas hacia Ti. Sin embargo, esta atracción no coarta mi libertad; es una atracción de amor. Clavado en el madero santo me miras y me dices: yo no puedo hacer más por Ti; Tú, ¿qué haces por mí?
Jesús, ¿qué puedo hacer por Ti para que, de verdad, reines en el mundo? En primer lugar, he de dejarte reinar en mi alma: aquí estoy, Señor, para lo que Tú necesites. Y luego, he de intentar ponerte en la cumbre de todas las actividades humanas: haciendo mi trabajo con mayor perfección posible, y con el espíritu de servicio, honestidad, sencillez y alegría propios de un cristiano.
Si me comporto así, Jesús, los que me rodean te descubrirán a través de mi ejemplo e intentarán ponerte también en la cumbre de sus actividades humanas. De esta manera, a través de mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño ?pero que no lo es, si lo hago con amor-, los demás se sentirán atraídos por Ti: ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!
I. Jesús, los fariseos esperaban un Reino de Dios en la tierra: un reino político que pondría fin a la dominación romana con gran poder y signos extraordinarios. Si Tú eras de verdad el Mesías, ¿cuándo ibas a empezar este reino? Hacía falta organizarse; diseñar planes para tomar el poder; reunir tal vez un ejército.
Jesús, tu respuesta dejaría perplejos a alguno de aquellos hombres: «El Reino de Dios no viene con espectáculo; está ya en medio de vosotros». Habría quien llegaría a pensar que se estaban montando brigadas secretas y guerrillas. Tan convencidos están de su interpretación política del Mesías que acabarán por negarte e incluso por llevarte a la cruz. Días antes de tu muerte llorarás ante Jerusalén con estas palabras: «¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!; sin embargo, ahora está oculto a tus» (Lucas 19,42).
Jesús, Tú has venido a traer un Reino de paz, no de guerra; un Reino de amor, no de odio. Es un Reino que se conquista sin batallas ruidosas ni aparatosas, y que está en medio de nosotros: en el alma en gracia de cada bautizado. Porque el Reino de Dios consiste en vivir de Ti, en Ti y por Ti. Y esto se consigue, ya en la tierra, cuando Tú habitas en mi alma en gracia por obra del Espíritu Santo; pues «si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios» (Lucas 22,30).
«Desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor «a fin de santificar todas las cosas llevando a la plenitud su obra en el mundo» (CEC.-2818).
II. «Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: «et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum», si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, «omnia traham ad meipsum», todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (Es Cristo que pasa.-183).
Jesús, muriendo en la cruz has redimido al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Has abierto las puertas del Cielo para que pueda sentarme a «tu mesa en tu Reino» (Lucas 22,30). Pero no me obligas a entrar. Es verdad que desde la cruz, levantado sobre la superficie de la tierra, atraes todas las cosas hacia Ti. Sin embargo, esta atracción no coarta mi libertad; es una atracción de amor. Clavado en el madero santo me miras y me dices: yo no puedo hacer más por Ti; Tú, ¿qué haces por mí?
Jesús, ¿qué puedo hacer por Ti para que, de verdad, reines en el mundo? En primer lugar, he de dejarte reinar en mi alma: aquí estoy, Señor, para lo que Tú necesites. Y luego, he de intentar ponerte en la cumbre de todas las actividades humanas: haciendo mi trabajo con mayor perfección posible, y con el espíritu de servicio, honestidad, sencillez y alegría propios de un cristiano.
Si me comporto así, Jesús, los que me rodean te descubrirán a través de mi ejemplo e intentarán ponerte también en la cumbre de sus actividades humanas. De esta manera, a través de mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño ?pero que no lo es, si lo hago con amor-, los demás se sentirán atraídos por Ti: ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!
La Epístola a Filemón es una de las más breves, y la más entrañable que escribió San Pablo. El tono que emplea el Apóstol no es de mandato, aunque podría haberlo hecho dada su autoridad, sino de súplica humilde en nombre de la caridad. Le pide a Filemón que reciba de nuevo a Onésimo, su esclavo que se había fugado, y ahora regresaba convertido al cristianismo: si me tienes como hermano en la fe ?le dice- acógelo como si fuera yo mismo. Y agrega con buen humor y afecto: Si en algo te perjudicó o te debe algo, cárgalo en mi cuenta.
Nosotros hemos de aprender de aquellos primeros cristianos a vivir la caridad con hondura, muy especialmente con nuestros hermanos en la fe ?éste debe ser nuestro primer apostolado- para que perseveren en ella, y con quienes se encuentran lejos de Cristo, para que a través de nuestro aprecio se acerquen a Él y le sigan.
II. El hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad amurallada, leemos en el Libro de los Proverbios. La fraternidad es la mejor defensa contra todos los enemigos, la caridad bien vivida nos hace fuertes y seguros como una plaza inexpugnable a todos los ataques. Llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo, exhorta San Pablo a los Gálatas (Gálatas 6, 2).
Es responsabilidad de los cristianos estar siempre atentos ante el bien de los demás, especialmente de aquellos que, por diferentes razones, el Señor nos ha encomendado. No podemos permitir que nadie sienta la dureza de la soledad en momentos difíciles. La caridad es nuestra fortaleza.
III. La caridad lleva consigo una serie de virtudes anejas que son a la vez su apoyo y su defensa, y a través de las cuales se manifiesta: la lealtad, la gratitud, el respeto mutuo, la amistad, la deferencia, la afabilidad, la delicadeza en el trato, el buen humor, la serenidad, el optimismo. Los defectos contarios suelen revelar ausencia de finura interior, de vida sobrenatural, de unión con Dios.
San Juan nos dejó un programa de vida: En esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar la nuestra por nuestros hermanos (1 Juan 3, 16). Y el Señor nos dice por medio del Apóstol: En esto conocerán todos que sois mis discípulos: Si tenéis caridad unos para con otros (Juan 13, 34-35).
Nosotros hemos de aprender de aquellos primeros cristianos a vivir la caridad con hondura, muy especialmente con nuestros hermanos en la fe ?éste debe ser nuestro primer apostolado- para que perseveren en ella, y con quienes se encuentran lejos de Cristo, para que a través de nuestro aprecio se acerquen a Él y le sigan.
II. El hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad amurallada, leemos en el Libro de los Proverbios. La fraternidad es la mejor defensa contra todos los enemigos, la caridad bien vivida nos hace fuertes y seguros como una plaza inexpugnable a todos los ataques. Llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo, exhorta San Pablo a los Gálatas (Gálatas 6, 2).
Es responsabilidad de los cristianos estar siempre atentos ante el bien de los demás, especialmente de aquellos que, por diferentes razones, el Señor nos ha encomendado. No podemos permitir que nadie sienta la dureza de la soledad en momentos difíciles. La caridad es nuestra fortaleza.
III. La caridad lleva consigo una serie de virtudes anejas que son a la vez su apoyo y su defensa, y a través de las cuales se manifiesta: la lealtad, la gratitud, el respeto mutuo, la amistad, la deferencia, la afabilidad, la delicadeza en el trato, el buen humor, la serenidad, el optimismo. Los defectos contarios suelen revelar ausencia de finura interior, de vida sobrenatural, de unión con Dios.
San Juan nos dejó un programa de vida: En esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar la nuestra por nuestros hermanos (1 Juan 3, 16). Y el Señor nos dice por medio del Apóstol: En esto conocerán todos que sois mis discípulos: Si tenéis caridad unos para con otros (Juan 13, 34-35).
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