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martes, 20 de septiembre de 2011

LOS AFECTADOS POR EL MALIGNO


A menudo me preguntan si son muchos los afectados por el maligno.
En principio, creo que una vez más se puede citar la opinión del jesuita
francés Tonquédec, conocido exorcista: «Hay un grandísimo número de
infelices que, aun no presentando signos de posesión diabólica, recurren al
ministerio del exorcista para ser liberados de sus padecimientos:
enfermedades rebeldes, adversidades y desgracias de toda especie. Los
endemoniados son muy raros, pero aquellos infelices son legión.»

Es una observación que sigue siendo válida si se considera la gran
diferencia entre los verdaderos afectados y aquellos que piden una palabra
segura al exorcista sobre el amontonamiento de sus desdichas. Pero hoy es
necesario tener en cuenta muchos factores nuevos que no existían cuando el
padre Tonquédec escribía. Y son estos factores los que me han llevado a la
experiencia directa de que el número de los afectados ha aumentado
enormemente.

Un primer factor es la situación del mundo consumista occidental, en
el que el sentido materialista y hedonista de la vida ha hecho que la
mayoría perdiera la fe. Creo que, sobre todo en Italia, una buena parte de la
culpa corresponde al comunismo y al socialismo, que con las doctrinas
marxistas han dominado en estos años la cultura, la educación y el
espectáculo. En Roma se calcula que a la misa dominical acude
aproximadamente el doce por ciento de los habitantes. Es matemático:
donde decae la religión, crece la superstición. De ahí la difusión,
especialmente entre los jóvenes, de las prácticas de espiritismo, magia y
ocultismo. Añádase a ello la búsqueda del yoga, el zen y la meditación
trascendental: prácticas todas basadas en la reencarnación, en la disolución
del ser humano en la divinidad o, en todo caso, en doctrinas inaceptables
para un cristiano. Y ya no es preciso irse a la India para entrar en la escuela
de un gurú: se lo encuentra uno a la puerta de casa; a menudo con esos
métodos, de apariencia inocua, se llega a estados de alucinación o de
esquizofrenia. Añado la difusión, como mancha de aceite, de sectas,
muchas de las cuales con una directa huella satánica.
Distintas cadenas de televisión muestran escenas de magia y
espiritismo. Se encuentran libros sobre estos temas hasta en los quioscos, y
el material para la magia se difunde incluso con la venta por
correspondencia. A esto hay que sumar varios periódicos y espectáculos de
terror en los que al sexo y a la violencia se suma frecuentemente un sentido
de perfidia satánica. Luego está la difusión de ciertas músicas masivas que
arrastran al público hasta la obsesión. Me refiero en particular al rock
satánico, del que se hace intérprete Piero Mantero en su librito Satana e lo
stratagemma della coda (Segno, Udine, 1988). Invitado a hablar en algunas
escuelas superiores, se me ha hecho palpable la gran incidencia de estos
vehículos de Satanás sobre los jóvenes; es increíble lo difundidas que están
en las escuelas superiores y medias varias formas de espiritismo y magia.
Es ya un mal generalizado, incluso en los centros pequeños.

Tampoco puedo callar cómo demasiados hombres de Iglesia se
desinteresan totalmente de estos problemas, dejando a los fieles expuestos
y sin defensas. Considero que ha sido un error eliminar casi completamente
los exorcismos del rito del bautismo (y parece precisamente que también
Pablo VI era de esta opinión); considero un error haber suprimido, sin
sustituirla, la oración a san Miguel arcángel que se rezaba al fin de cada
misa. Considero sobre todo una carencia imperdonable, de la cual acuso a
los obispos, haber dejado que se extinguiese toda la pastoral exorcística:
cada diócesis debería tener al menos un exorcista en la catedral; debería
haber uno en las iglesias más frecuentadas y en los santuarios.
 Hoy al exorcista se le ve como un ser raro, casi imposible de encontrar; en cambio,
su actividad posee un valor pastoral indispensable que secunda la pastoral
de quien predica, de quien confiesa y de quien administra los demás
sacramentos.

La jerarquía católica debe entonar fuertemente el mea culpa.
Conozco a muchos obispos italianos, pero sólo conozco a algunos que
hayan practicado exorcismos, que hayan asistido a exorcismos y que
sientan adecuadamente este problema. No dudo en repetir lo que he
publicado en otra parte: si un obispo, después de una solicitud seria (no por
parte de un desequilibrado), no toma medidas personalmente o por medio
de un sacerdote delegado, comete un pecado grave de omisión. Así nos
encontramos en la situación de haber perdido la escuela: en el pasado, el
exorcista instruía al nuevo exorcista. Pero volveré sobre este asunto.

Hizo falta el cine para volver a despertar el interés por el tema. Radio
Vaticana, el 2 de febrero de 1975, entrevistó al director de la película El
exorcista, William Friedkin, y al teólogo jesuita Thomas Bemingan, que
actuó como asesor durante la filmación. El director afirmó que había
querido narrar un hecho tomado del argumento de una novela que, a su vez,
se inspiraba en un episodio verdaderamente acaecido en 1949. Sobre si se
trataba de una verdadera posesión diabólica o no, el director prefirió no
pronunciarse y decir que eso era un problema de los teólogos y no suyo.
El padre jesuita, ante la pregunta de si aquélla era una de las
habituales películas de terror o algo distinto, optó decididamente por la
segunda hipótesis. Basándose en el enorme impacto que tuvo la película
sobre el público de todo el mundo, afirmó que, aparte de ciertos detalles
espectaculares, la película trataba con mucha seriedad el problema del mal.
Y despertó el interés por los exorcismos, ya olvidados.

¿Cómo se puede caer en los trastornos extraordinarios causados por
el demonio? Prescindo de los trastornos ordinarios, o sea de las tentaciones
que afectan a todos. Uno puede caer con culpa o sin ella, según los casos.
Podemos resumir los motivos en cuatro causas: por permisión de Dios;
porque se es víctima de un maleficio; por un estado grave y recalcitrante de
pecado; por frecuentación de personas o lugares maléficos.

1. Por permisión de Dios. Que quede bien claro que nada ocurre sin
el permiso de Dios. Y que quede igualmente claro que Dios no quiere
nunca el mal, pero lo permite cuando somos nosotros quienes lo queremos
(por habérsenos creado libres) y sabe obtener el bien también del mal. El
primer caso que consideramos tiene como característica que no interviene
en él ninguna culpabilidad humana, sino sólo una intervención diabólica.
Del mismo modo que Dios permite habitualmente la acción ordinaria de
Satanás (las tentaciones), concediéndonos todas las gracias para resistir y
obteniendo de ello un bien para nosotros si somos fuertes, así Dios también
puede permitir a veces la acción extraordinaria de Satanás (posesión o
trastornos maléficos) para que el hombre ejercite la humildad, la paciencia
y la mortificación.

Podemos, por tanto, recordar dos casos que ya hemos tomado en
consideración: cuando hay una acción externa del demonio que causa
sufrimientos físicos (del estilo de los golpes y las flagelaciones sufridos por
el cura de Ars o por el padre Pío); o cuando se permite una verdadera
vejación, como hemos dicho respecto de Job y san Pablo.

La vida de muchos santos nos presenta ejemplos de esta clase. Entre
los santos de nuestra época cito a dos beatificados por Juan Pablo II: el
padre Calabria y sor María de Jesús Crucificado (la primera árabe
beatificada). En ambos casos, sin que hubiera ninguna causa humana (ni
culpa por parte de las personas afectadas, ni maleficios hechos por otros),
hubo períodos de verdadera posesión diabólica, en los cuales los dos beatos
dijeron e hicieron cosas contrarias a su santidad y sin tener ninguna
responsabilidad de ello, porque era el demonio el que actuaba sirviéndose
de sus miembros.

2. Cuando se sufre un maleficio. Tampoco en este caso hay culpa por
parte de quien es víctima de este mal; pero hay un concurso humano, o sea
una culpa humana por parte de quien hace o quien ordena a un mago el
maleficio. De ello hablaremos más ampliamente en un capítulo aparte.
Aquí me limito a decir que el maleficio existe: perjudicar a otros a través
de la intervención del demonio. Puede realizarse de muchas maneras
distintas: atadura, mal de ojo, maldición... Pero digamos inmediatamente
que el modo más utilizado es el del hechizo; añadamos también que el
hechizo es la causa más frecuente que encontramos en aquellos que están
afectados por la posesión o por otros trastornos maléficos. No sé
verdaderamente cómo se pueden justificar esos eclesiásticos que dicen que
no creen en los hechizos; y aún menos puedo explicarme cómo están en
condiciones de defender a sus fieles cuando se ven afectados por estos
males.

Alguien se maravilla de cómo Dios puede permitir estas cosas. Dios
nos ha creado libres y nunca reniega de sus criaturas, ni siquiera de las más
perversas; luego, al final, cuadra sus cuentas y da a cada uno lo que ha
merecido, porque cada uno será juzgado según sus obras. Entretanto,
podemos hacer buen uso de nuestra libertad y obtenemos méritos por ello;
podemos utilizarla mal y obtenemos condena por ello. Podemos ayudar a
los demás y podemos hacerles daño con muchísimas formas de tropelía.
Para citar una de las más graves: puedo pagar a un asesino para que mate a
una persona; Dios no está obligado a impedirlo. Así, puedo pagar a un
mago, a un brujo, para que realice un maleficio contra una persona;
tampoco en este caso Dios está obligado a impedirlo, aun cuando, de
hecho, muchas veces lo impide. Por ejemplo, quien vive en gracia de Dios,
quien reza más intensamente, está mucho más salvaguardado que quien no
es practicante o, peor aún, vive habitualmente en estado de pecado.
Citemos, por último, una verdad que repetiremos a su debido tiempo:
el campo de los hechizos y de los demás maleficios es el paraíso de los
embrollones. Los casos verdaderos son un pequeñísimo porcentaje respecto
de las falsedades que reinan en este campo. Este terreno, además de
prestarse con gran facilidad a los engaños, se presta también muchísimo a
las sugestiones, a las fantasías de las mentes débiles, por lo cual es
importante que el exorcista esté en guardia, pero que también lo estén todas
las personas con sentido común.

3. Un estado grave y recalcitrante de pecado. Ahora nos ocupamos
de la causa que, por desgracia, en los tiempos en que vivimos, está en
crescendo, por lo que también lo está el número de las personas afectadas
por el demonio. En el fondo, el verdadero motivo es siempre la falta de fe.
Cuanto más falta la fe, tanto más aumenta la superstición; es un hecho, por
decirlo así, matemático. Creo que el Evangelio nos presenta un ejemplo
emblemático de esto en la figura de Judas. Era ladrón; quién sabe cuántos
esfuerzos hizo Jesús para reprenderle y corregirle, y recibió a cambio sólo
rechazo y obstinación en el vicio. Hasta que llegó al colmo: «¿Cuánto me
dais si os entrego a Jesús? Y ellos señalaron el precio: treinta monedas de
plata» (Mt. 26, 15). Y así leemos aquella frase tremenda, durante la última
cena: «Satanás entró en su corazón» (Jn. 13, 27). No hay duda de que se
trató de una verdadera posesión diabólica.

En el estado actual de ruina de las familias, he conocido casos en que
las personas afectadas vivían estados matrimoniales desordenados, con el
agravante de otras culpas; se me han presentado mujeres que habían
cometido varias veces el delito de abortar, además de otras faltas; he estado
ante personas que, además de perversiones sexuales aberrantes, cometían
actos de violencia; y he tenido varios casos de homosexuales que se
drogaban y caían en otras culpas relacionadas con la droga. En todos estos
casos, me parece casi inútil decirlo, la vía de la curación sólo empieza a
través de una sincera conversión.

4. Frecuentación de personas y lugares maléficos. Con esta
expresión he querido englobar la práctica o la asistencia a sesiones
espiritistas, magia, cultos satánicos o sectas satánicas (que tienen su apogeo
en las misas negras), a prácticas de ocultismo... frecuentar magos y brujos;
ciertos cartománticos. Todas ellas son formas que exponen a la persona al
peligro de incurrir en un maleficio. Tanto más cuando se quiere contraer un
vínculo con Satanás: existe la consagración a Satanás, el pacto de sangre
con Satanás, la frecuentación de escuelas satánicas y el nombramiento
como sacerdote de Satanás... Por desgracia, especialmente desde hace
quince años, se trata de actividades que van en aumento, casi en explosión.
En cuanto al recurso a magos y similares, presento un caso muy
corriente. Uno padece un mal rebelde a cualquier tratamiento, o bien ve que
todas las cosas que emprende le salen mal; cree que hay algo maléfico que
le bloquea. Acude a un cartomántico o a un mago, que le dice: «Usted tiene
un hechizo.» Hasta aquí el gasto es poco y el daño es nulo. Pero a menudo
viene la continuación: «Si quiere que se lo quite, se necesita un millón de
liras» o aún más. Entre los muchos casos que se me han presentado he
tenido noticia de la cifra máxima de cuarenta y dos millones. Si la
propuesta es aceptada, el mago o el cartomántico pide algo personal: una
foto, una prenda íntima, un mechón de cabellos, o algún pelo, o un
fragmento de uña. En este punto el mal ya está hecho. ¿Qué hace el mago
con los objetos pedidos? Está claro: magia negra.

Me interesa asimismo hacer una precisión. Muchos caen porque
saben que ciertas mujercitas «están siempre en la iglesia»; o porque ven el
despacho de los magos tapizado de crucifijos, de vírgenes, de santitos o de
retratos del padre Pio. Además, les dicen: «Yo sólo hago magia blanca; si
me solicitaran hacer magia negra, me negaría.» Por magia blanca suele
entenderse quitar los hechizos; la magia negra es para realizarlos. Pero, en
realidad, como no se cansaba de repetir el padre Candido, no existe magia
blanca y magia negra: sólo existe la magia negra, pues toda forma de magia
es un recurso al demonio. Así, el desventurado, si antes tenía un pequeño
trastorno maléfico (pero muy probablemente no tenía nada de este tipo), se
vuelve a casa con un verdadero maleficio. A menudo nosotros, los
exorcistas, tenemos que afanarnos mucho más para deshacer la obra nefasta
de los magos que para curar el trastorno inicial.

Añadiré que, muchas veces, tanto hoy como en el pasado, la posesión
diabólica puede ser confundida con las enfermedades psíquicas. Tengo
gran estima por esos psiquiatras que tienen la competencia profesional y el
sentido de los límites de su ciencia y saben reconocer honradamente
cuándo un paciente presenta sintomatologías que no cabe englobar en las
enfermedades científicamente reconocidas. El profesor Simone Morabito,
psiquiatra residente en Bérgamo, ha afirmado tener pruebas de que muchos
considerados como enfermos psíquicos eran en realidad poseídos por
Satanás, y ha logrado curarlos con la ayuda de algunos exorcistas (véase
Gente, núm. 5, 1990, pp. 106-112). Conozco otros casos análogos, pero
quiero detenerme sobre uno en particular.

El 24 de abril de 1988, Juan Pablo II beatificó a un carmelita
español, el padre Francisco Palau. Es una figura muy interesante para
nosotros, pues, en los últimos años de su vida, Palau se dedicó a los
endemoniados. Había adquirido un hospicio en el que acogía a los
afectados por enfermedades mentales. Los exorcizaba a todos: los que
estaban endemoniados, se curaban; los que eran enfermos, quedaban como
tales. Naturalmente fue muy combatido por el clero. Entonces viajó a Roma
dos veces: en 1866 para tratar de estas cosas con Pío IX; en 1870 para
conseguir que el Concilio Vaticano I restableciese en la Iglesia el
exorcismo como ministerio permanente. Sabemos cómo fue interrumpido
aquel concilio; pero la exigencia de restaurar este servicio pastoral sigue
siendo urgente.

Nos consta que subsiste la dificultad de distinguir a un endemoniado
de un enfermo psíquico. Pero un exorcista experto está en condiciones de
entenderlo más que un psiquiatra; porque el exorcista tiene presentes las
distintas posibilidades y sabe detectar los elementos de diferencia; la
mayoría de las veces, el psiquiatra no cree en la posesión diabólica, por lo
cual ni siquiera tiene en cuenta esta posibilidad. Años atrás el padre
Candido exorcizaba a un joven que, según el psiquiatra que lo había
tratado, estaba afectado de epilepsia. Invitado a asistir a un exorcismo, este
médico aceptó. Cuando el padre Candido puso la mano sobre la cabeza del
joven, éste cayó al suelo, presa de convulsiones. «¿Ve, padre? Se trata
evidentemente de epilepsia», se apresuró a decir el médico. El padre
Candido se inclinó y volvió a poner la mano sobre la cabeza del joven. Éste
se levantó de golpe y permaneció de pie, erguido e inmóvil. «¿Hacen esto
los epilépticos?», preguntó el padre Candido. «No, nunca», respondió el
psiquiatra, evidentemente perplejo ante aquel comportamiento.
Ni que decir tiene que los exorcismos continuaron hasta la curación
del joven, que durante años había sido vapuleado por medicinas y
tratamientos que no habían hecho otra cosa que perjudicarle. Y es
precisamente aquí donde tocamos un punto delicado: en los casos difíciles,
el diagnóstico requiere de un estudio interdisciplinario, como apuntaremos
en las propuestas finales. Porque los que pagan los errores son siempre los
enfermos, que en no pocos casos se han visto arruinados por tratamientos
médicos erróneos.

Aprecio mucho a los hombres de ciencia que, aunque no sean
creyentes, reconocen los límites de su ciencia. El profesor Emilio Servadio,
psiquiatra, psicoanalista y parapsicólogo de fama internacional, hizo
interesantes declaraciones a Radio Vaticana el 2 de febrero de 1975: «La
ciencia debe detenerse ante aquello que sus instrumentos no pueden
comprobar y explicar. No se pueden señalar exactamente estos límites: no
se trata de fenómenos físicos. Pero creo que todo científico consciente sabe
que sus instrumentos llegan hasta un cierto punto y no más allá.
»Respecto de la posesión demoníaca, sólo puedo hablar en primera
persona, no en nombre de la ciencia. Me parece que en ciertos casos la
malignidad, la destructividad de los fenómenos, posee un aspecto tan
particular, que ciertamente ya no se puede confundir esta clase de
fenómenos con los que el hombre de ciencia, por ejemplo el parapsicólogo
o el psiquiatra, puede apreciar en los casos tipo poltergeist u otros. Para
poner un ejemplo, sería como comparar a un chiquillo respondón con un
sádico criminal. Hay una diferencia que no se puede medir con un metro,
pero es una diferencia que se puede advertir. En estos casos creo que un
hombre de ciencia debe admitir la presencia de fuerzas que ya no son
gobernables por la ciencia y que la ciencia como tal no está llamada a
definir.»
 
 

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