«Y cuando estaba para cumplirse el tiempo de su partida, Jesús decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Y envió por delante unos mensajeros, que entraron en una aldea de samaritanos para prepararle hospedaje, y no le acogieron, porque daba la impresión de ir a Jerusalén. Al ver esto, sus discípulos Santiago y Juan dijeron: «Señor ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Y volviéndose, les reprendió. Y se fueron a otra aldea.» (Lucas 9, 51-56)
I. Jesús, en tu camino hacia Jerusalén, envías a unos mensajeros, para que preparen el lugar donde vas a pasar la noche. Pero en esta aldea, no te acogieron «porque daba la impresión» de que ibas a Jerusalén. ¿Qué pensarían aquellos mensajeros, camino de vuelta para explicarte la negativa de los samaritanos? Es una situación un poco decepcionante. Aquella gente no sabía lo que hacía: no habían querido acoger al Maestro que podía haber hecho tantas cosas buenas para la aldea.
Esta situación ocurre frecuentemente en el apostolado, cuando -como mensajeros que somos de ti- intentamos que otros te acojan. Y oímos las excusas más absurdas: no tengo tiempo, en otra ocasión... Como Santiago y Juan, puedo tener la tentación de decir: «Señor; ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y les consuma?» Jesús, si quiero ser un verdadero apóstol, un mensajero de tu palabra divina, he de aprender de la paciencia y caridad con la que tratas a los que no te entienden, e incluso, a los que te odian y te clavan en la cruz: «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29).
«La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar conserva la paz, endereza la conducta, doblega la rebeldía de la pasión, reprime el tono de orgullo, apaga el fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas... Mantiene en humildad a los que prosperan, hace fuerte en las adversidades y manso frente a las injusticias y afrentas. Enseña a perdonar luego a quienes nos ofenden y a rogar con constancia e insistencia cuando hemos ofendido. Nos hace vencer en las tentaciones, nos hace tolerar las persecuciones, nos hace consumar el martirio.
Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe; levanta en alto nuestra esperanza. Nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando la paciencia del Padre» (San Cipriano).
II. «Comprendo tu impaciencia santa, pero a la vez has de considerar que algunos necesitan pensárselo mucho, que otros irán respondiendo con el tiempo... Aguárdalos con los brazos abiertos: condimenta tu impaciencia santa con oración y mortificación abundantes. -Vendrán más jóvenes y generosos; se habrán sacudido su aburguesamiento y serán más valientes. ¡Cómo los espera Dios!» (Surco.-206).
Jesús, por un lado es bueno tener cierta impaciencia santa, que es consecuencia de una vibración apostólica, de mis ganas de que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2,4). Pero he de dejar que cada persona siga su propio ritmo, su propio proceso de conversión y de encuentro contigo. Algunos necesitan pensárselo mucho; otros irán respondiendo con el tiempo. Lo que si está en mis manos para acelerar al máximo esas etapas, es apoyar a mis amigos con oración y mortificación abundantes.
Cuando en una ciudad de samaritanos, no recibieron a Jesús porque daba la impresión de ir a Jerusalén, (Lucas 9, 52-56) los Apóstoles se enojaron profundamente. Santiago y Juan le propusieron a Jesús: ¿Quieres que mandemos que caiga fuego del cielo y los consuma? El Señor aprovecha la ocasión para enseñarles que es preciso querer a todos, comprender incluso a quienes no nos comprenden.
Muchos pasajes del Evangelio nos señalan los defectos de los apóstoles aún sin limar, y cómo van calando en su corazón las palabras y el ejemplo del Maestro. Dios cuenta con el tiempo, y con las flaquezas y defectos de los discípulos de todas las épocas. Más tarde, San Juan escribirá: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad. Sin dejar de ser él, el Espíritu Santo fue transformando poco a poco su corazón. Para nosotros, que tenemos tantos defectos, es un estímulo lleno de esperanza ver a San Juan, quien por su humildad, llegó a la santidad.
II. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo no ha cesado de actuar en el alma de los discípulos de Cristo de todas las épocas, para llevarlos a la santidad. Sus inspiraciones son a veces rápidas como el rayo; otras veces actúa directamente moviendo al bien, inspirando, sugiriendo. Otras lo hace a través de los consejos de la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de una persona, de la lectura de un libro bueno.
San Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después de las palabras de Jesús. Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño, permaneció junto al Maestro, y la gracia hizo el resto.
III. Nosotros no debemos desanimarnos por nuestros errores y flaquezas. Para combatir con eficacia en la vida interior, debemos conocer bien nuestro defecto dominante, el que en cada uno de nosotros tiende a prevalecer sobre los demás y, como consecuencia, se hace presente en la manera de opinar, de juzgar, de querer y de obrar: (R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior) la vanidad, la pereza, la impaciencia, la falta de optimismo, la tendencia a juzgar mal...
No subimos todos por el mismo camino hacia la santidad: unos han de fomentar sobre todo la fortaleza; otros la esperanza o la alegría. Debemos preguntarnos en donde tenemos puestos nuestros deseos, qué es lo que más nos preocupa, qué no hace perder la paz o la alegría, y cuál tentación se presenta con más frecuencia. Nos ayudará sobremanera vivir el examen particular en un punto concreto.
En María, encontraremos siempre la paz y el gozo, para caminar tomados de su mano hasta el Señor.
Muchos pasajes del Evangelio nos señalan los defectos de los apóstoles aún sin limar, y cómo van calando en su corazón las palabras y el ejemplo del Maestro. Dios cuenta con el tiempo, y con las flaquezas y defectos de los discípulos de todas las épocas. Más tarde, San Juan escribirá: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad. Sin dejar de ser él, el Espíritu Santo fue transformando poco a poco su corazón. Para nosotros, que tenemos tantos defectos, es un estímulo lleno de esperanza ver a San Juan, quien por su humildad, llegó a la santidad.
II. Desde Pentecostés, el Espíritu Santo no ha cesado de actuar en el alma de los discípulos de Cristo de todas las épocas, para llevarlos a la santidad. Sus inspiraciones son a veces rápidas como el rayo; otras veces actúa directamente moviendo al bien, inspirando, sugiriendo. Otras lo hace a través de los consejos de la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de una persona, de la lectura de un libro bueno.
San Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después de las palabras de Jesús. Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño, permaneció junto al Maestro, y la gracia hizo el resto.
III. Nosotros no debemos desanimarnos por nuestros errores y flaquezas. Para combatir con eficacia en la vida interior, debemos conocer bien nuestro defecto dominante, el que en cada uno de nosotros tiende a prevalecer sobre los demás y, como consecuencia, se hace presente en la manera de opinar, de juzgar, de querer y de obrar: (R. GARRIGOU-LAGRANGE, Las tres edades de la vida interior) la vanidad, la pereza, la impaciencia, la falta de optimismo, la tendencia a juzgar mal...
No subimos todos por el mismo camino hacia la santidad: unos han de fomentar sobre todo la fortaleza; otros la esperanza o la alegría. Debemos preguntarnos en donde tenemos puestos nuestros deseos, qué es lo que más nos preocupa, qué no hace perder la paz o la alegría, y cuál tentación se presenta con más frecuencia. Nos ayudará sobremanera vivir el examen particular en un punto concreto.
En María, encontraremos siempre la paz y el gozo, para caminar tomados de su mano hasta el Señor.
Apostolado no es sólo hablar a mis amigos de Dios, sino también hablar a Dios de mis amigos, encomendarles; pedirte -Jesús por aquel problema que uno puede estar pasando, por la necesidad de otro, o más gracia para un tercero que tiene miedo a entregarse más. Si me comporto así, vendrán los frutos. Y mis amigos te acogerán en sus vidas, y Tú los cambiarás y harás de ellos otros apóstoles. Y si no son esos amigos, serán otros, más jóvenes y generosos, más valientes.
En el Evangelio de hoy, te quedas a las puertas de la aldea a la espera de lo que te digan tus mensajeros. Y cuando escuchas la negativa, no te enojas contra ellos, pero tampoco te quedas parado. «Y se fueron a otra aldea». Así buscas a las almas: te quedas a la puerta y pides permiso -tal vez mediante un mensajero, un apóstol-. Y si te cierran la puerta, te diriges a otro, y a otro. Por que te hacen falta apóstoles: ¡cómo los espera Dios!
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