«El tetrarca Herodes oyó todo lo que ocurría y dudaba, porque unos decían que Juan había resucitado de entre los muertos; otros, que Elías había aparecido; otros, que algún profeta de los antiguos había resucitado. Y dijo Herodes: «A Juan lo he decapitado yo, ¿quien, pues, es éste del que oigo tales cosas?». Y deseaba verlo.» (Lucas 9, 7-9)
I. Jesús, Herodes desea verte. Pero ¿para qué? También escuchaba «de buen gusto» (Marcos 6,20) a Juan el Bautista, pero de nada le sirvieron sus enseñanzas y acabó por decapitarlo. El problema de Herodes es que no estaba dispuesto a cambiar de vida, a tomarse en serio tus enseñanzas. Por eso le llamas «zorro» (Lucas13, 32), y cuando te llevan ante él, antes de la crucifixión, respondes con el silencio a sus preguntas y torcidos intereses (Lucas 23,9).
Jesús, también hoy hay muchos como Herodes, tal vez a mi alrededor, que por más que escuchen tu doctrina no están dispuestos a cambiar de vida para ponerla en práctica. Tal vez yo también tengo un poco de Herodes, porque soy calculador, y sólo te dejo que intervengas en parte de mi vida, de mis planes o de mi tiempo. Por eso, no me puedo extrañar que luego, cuando te necesito, me encuentre con tu silencio, o mejor, con mi sordera, que no me deja oír tus silbidos de buen pastor.
Jesús, yo deseo verte, visitarte, hablar contigo y escucharte. Por eso, precisamente, trato de hacer este rato de oración cada día y recibirte siempre que puedo en la Comunión. Pero ¿estoy dispuesto a convertirme: a cambiar lo que no va en mi vida interior, en mi estado o trabajo profesional, en mi actitud de servicio, en mi sinceridad en la dirección espiritual, en mi espíritu de mortificación, en mi lucha por vivir la pureza, en mi humildad?
«El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él» (Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia, n. 13.»
II. «¡Dichosas aquellas almas bienaventuradas que, cuando oyen hablar de Jesús - y Él nos habla constantemente-, le reconocen al punto como el Camino, la Verdad y la Vida! Bien te consta que, cuando no participamos de esa dicha, es porque nos ha faltado la determinación de seguirle» (Surco.-678)
Jesús, el primer paso para enamorarme de Ti es desear conocerte. Si no te conozco, si no me meto en el Evangelio para encontrarme contigo como te encontraron Pedro y Juan, Lázaro y Maria, ¿cómo te voy a amar? Pero este deseo, solo, no es suficiente. También Herodes «deseaba verte»... El segundo paso es reconocerte como el «Camino, la Verdad y la Vida.» Pues mucha gente, hoy como ayer, oye hablar de Ti, Jesús. Pero incluso entre aquellos que te seguían más de cerca, no todos acabaron por reconocerte como el Mesías, el Hijo de Dios.
Jesús, aumenta mi fe en Ti para que nunca dude de tu divinidad y tampoco de tu humanidad. Sin embargo, el paso decisivo que me conduce al verdadero amor a Ti, Jesús, es el amarte con obras: «la determinación de seguirte», de cambiar de vida si hace falta, de mejorar -con esfuerzo, con sacrificio-, porque Tú has muerto por mí y mereces que yo luche por ser santo, por corresponder a tu Amor.
No puedo esperar a amarte más para entregarme más, puesto que sólo cuando me entregue de verdad, crecerá un auténtico amor a Ti; un Amor que vale más que todos los esfuerzos y sacrificios.
I. En el Evangelio de la Misa, San Lucas nos dice que Herodes deseaba encontrar a Jesús: buscaba la manera de verle (Lucas 9, 7-9). Le llegaban frecuentes noticias del Maestro y quería conocerlo. A través de los Evangelios sabemos que muchas personas querían ver a Jesús. Contemplarlo, conocerle, y tratarle, también es nuestro mayor deseo. Nada se puede comparar a este don. Herodes, teniéndole tan cerca, no supo ver al Señor.
Jesús vive y está muy cerca de nuestros quehaceres normales, pero hemos de purificar nuestra mirada para contemplarlo. Su rostro amable será siempre el principal motivo para ser fieles en los momentos difíciles y en las tareas de cada día. Le diremos muchas veces: buscaré, Señor, tu rostro... siempre y en todas las cosas.
II. Nadie que de verdad haya buscado a Cristo ha quedado defraudado. Herodes sólo trataba de verlo por curiosidad, por capricho..., y así no se le encuentra. Cuando durante la Pasión, Pilato se lo remitió, se alegró mucho... porque deseaba verle hacer algún milagro. Le preguntó con muchas palabras, pero Jesús no le respondió nada (Lucas 23, 8-9). Jesús no le dijo, porque el Amor nada tiene qué decir ante la frivolidad.
Él viene a nuestro encuentro para que nos entreguemos, para que correspondamos a su Amor infinito. Vemos a Jesús, siempre presente en el Sagrario, cuando deseamos purificar el alma en el sacramento de la Confesión, cuando no dejamos que los bienes pasajeros ?incluso los lícitos- llenen nuestro corazón como si fueran los definitivos. La contemplación de la Humanidad Santísima del Señor, fuente de amor y fortaleza, hará un gran bien a nuestra alma.
III. Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más pequeño. Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los siglos. En la Eucaristía encontramos a Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la Consagración.
A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá resultar costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos pedir a Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de purificación. Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria. (Himno Adoro te devote)
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