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lunes, 30 de enero de 2012

Necesito tu fuerza, Tu Gracia. .....Yo también tengo mis enfermedades: desánimo, egoísmo, pereza, enfados ante cosas de poca importancia, etc.


Ayúdame a acercarme a la comunión con la fe de esta mujer del Evangelio, y entonces yo también notaré 
«tu virtud» que me sana. 


«Y una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido por parte de muchos médicos, y gastado todos sus bienes sin aprovecharle nada, sino que iba de mal en peor; cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la muchedumbre y tocó su vestido; porque decía: Si pudiera tocar, aun que sólo fuera su manto, quedaré sana. En el mismo instante se secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad.

Y al momento Jesús, conociendo en sí mismo la virtud salida de él, vuelto hacia la muchedumbre, decía: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Y le decían sus discípulos: Ves que la muchedumbre te oprime y dices ¿quién me ha tocado? Y miraba a su alrededor para ver a la que había hecho esto. La mujer; asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había ocurrido, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad. Entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu dolencia.» (Marcos 5, 25-34)


 Jesús, esta mujer me da una buena lección: 

«Si pudiera tocar, aunque sólo fuera su manto, quedaré sana». 

 Te tocó el manto con su mano; pero, sobre todo, te tocó el corazón con su fe. Fe grande, que te la pido para mí y para los que me rodean. 

Fe que demostró con obras, a pesar de las dificultades; y por eso le concediste lo que pedía.

 Yo también tengo mis enfermedades: desánimo, egoísmo, pereza, enfados ante cosas de poca importancia, etc. 

Necesito tu fuerza, tu gracia. Pero sé que Tú no me dejas solo; ni siquiera tengo que hacer grandes colas o abrirme paso entre la muchedumbre para llegar hasta Ti. 

Te has acercado a mí hasta tal punto que no sólo puedo tocar tu manto, sino recibirte en mi corazón.

Jesús, no puedo pedir un contacto más real que el de la comunión. Ni tampoco puedo pensar en un remedio mejor para mis flaquezas que la Eucaristía: mientras que al comer cualquier alimento, éste se convierte en mí, en la comunión soy yo el que me divinizo. 

Ayúdame a acercarme a la comunión con la fe de esta mujer del Evangelio, y entonces yo también notaré «tu virtud» que me sana.

Que no perdamos tan buena razón y que líos lleguemos a Él; pues si cuando andaba en el mundo de sólo tocar su ropa sanaban los enfermos, 

¿qué hay que dudar que hará milagros estando dentro de mí -si tenemos fe- y nos dará lo que le pidiéramos, pues esta en nuestra casa? Y no suele Su Majestad pagar mal la posada si le hacen biten hospedaje» Santa Teresa.- Camino de perfección.-34).


 «Ser santos es vivir tal y como nuestro Padre del cielo ha dispuesto que vivamos. Me diréis que es difícil. Sí, el ideal es muy alto. Pero a la vez es fácil: está al alcance de la mano.

 Cuando una persona se pone enferma, ocurre en ocasiones que no se logra encontrar la medicina. En lo sobrenatural, no sucede así. La medicina está siempre cerca: es Cristo Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, que nos da además su gracia en los otros Sacramentos que instituyó»

Jesús, ¿con qué frecuencia te recibo en la Sagrada Eucaristía? ¿No será que te recibo poco? Y, cuando te recibo, ¿cómo te recibo? A veces estoy como seco en la comunión.

 No es mala intención: es que me he acostumbrado a recibirte. Que no me acostumbre, Jesús; que la comunión no se convierta en una rutina, pues la rutina es la muerte de la piedad, del amor.

Jesús, ¿qué puedo hacer para encender mi fe en la Eucaristía? Tal vez puedo prepararme a recibirte recitando una comunión espiritual, como, por ejemplo: 

«Yo quisiera, Señor; recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y el fervor de los Santos». 

Y, después de recibirte, he de aprovechar bien esos minutos en los que permaneces realmente en mi para decirte que te quiero, que me perdones si algo me ha salido mal, que necesito tu ayuda. Te puedo pedir también por la Iglesia y por el Papa; por mi familia y mis amigos; por los que sufren y por la paz en el mundo. Y te puedo dar gracias por tantas cosas que me das y que no merezco. 

El Evangelio de la Misa (Marcos, 5, 21-43) nos relata la curación de una mujer que había gastado toda su fortuna en médicos sin éxito alguno: solamente alargó la mano y tocó el borde del manto de Jesús, y quedó curada. 

También nosotros necesitamos cada día el contacto con Cristo,

porque es mucha nuestra debilidad y muchas nuestras debilidades. Y al recibirlo en la Comunión sacramental se realiza este encuentro con Él: un torrente de gracia nos inunda de alegría, nos da la firmeza de seguir adelante, y causa el asombro de los ángeles.

La amistad creciente con Cristo nos impulsa a desear que llegue el momento de la Comunión, para unirnos íntimamente con Él. Le buscamos con la diligencia de la mujer enferma del Evangelio, con todos los medios a nuestro alcance, especialmente con el empeño por apartar todo pecado venial deliberado y toda falta consciente de amor a Dios.


 El vivo deseo de comulgar, señal de fe y de amor, nos conducirá a realizar muchas comuniones espirituales. Durante el día, en medio del trabajo o de la calle, en cualquier ocupación. Prolongan los frutos de la Comunión eucarística, prepara la siguiente y nos ayuda a desagraviar al Señor.

 Es posible hacerlo a cualquier hora porque consiste en una acto de amor. Podemos decir: Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos

Acudamos hoy a nuestro Ángel Custodio para que nos recuerde frecuentemente la presencia cercana de Cristo en los sagrarios, y que nos consiga gracias abundantes para que cada día sean mayores nuestros deseos de recibir a Jesús, y mayor nuestro amor, de modo particular en esos minutos en los que permanece sacramentalmente en nuestro corazón.


 Por nuestra parte, debemos esforzarnos en acercarnos a Cristo con la fe de aquella mujer, con su humildad, con aquellos deseos de querer sanar de los males que nos aquejan.

La Comunión no es un premio a la virtud, son alimento para los débiles y necesitados; para nosotros.

 La Iglesia nos pide apartar la rutina, la tibieza y la Confesión frecuente, y que no comulguemos jamás con sombra alguna de pecado grave. Ante las faltas leves, el Señor nos pide el arrepentimiento y el deseo de evitarlas.

 Asimismo, el amor nos llevará a expresar a nuestra gratitud al Jesús después de la Comunión por haberse dignado venir a nuestro corazón. Nuestro Ángel nos ayudará a expresarle esa gratitud.

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