Preparación para la muerte
Et vita in voluntate
ejus.
Y la vida, en su voluntad.
SAL. 29, 6.
Todo el fundamento de la salud y perfección de nues¬tras almas consiste en el amor de Dios. «Quien no ama está en la muerte. La caridad es el vínculo de la perfección» (1 Jn., 3, 14; Col, 3, 14). Mas la perfección del amor es la unión de nuestra propia voluntad con la voluntad divina, porque en esto se cifra—como dice el Areopagita—el principal efecto del amor, en unir de tal modo la voluntad de los amantes, que no tengan más que un solo corazón y un solo querer.
En tanto, pues, agradan al Señor nuestras obras, penitencias, limosnas, comuniones, en cuanto se conforman con su divina voluntad, pues de otra manera no serían virtuosas, sino viciosísimas y dignas de castigo.
Esto mismo, muy especialmente, nos manifestó con su ejemplo nuestro Salvador cuando del Cielo descendió a la tierra. Esto, como enseña el Apóstol (Hech., 10, 5-7), dijo el Señor al entrar en el mundo: «Vos, Padre mío, habéis rechazado las víctimas ofrecidas por el hombre, y queréis que os sacrifique con la muerte este Cuerpo que me habéis dado. Cúmplase vuestra divina voluntad.» Y lo mismo declaró muchas veces, diciendo (Jn., 6, 38) que no había venido sino para cumplir la voluntad de su Padre.
Con lo cual quiso patentizarnos el infinito amor que al Padre tiene, puesto que vino a morir para obedecer el divino mandato (Jn., 14, 31). Dijo, además (Mt., 12, 50), que reconocería por suyos únicamente a los que cumplieran la voluntad de Dios, y por esta causa el único fin y deseo de los Santos en todas sus obras ha sido el cumplimiento de ella. El Beato Enrique Susón exclama:
«Preferiría ser el gusano más vil de la tierra, por voluntad de
Dios, que ser por la mía un serafín.»
Los bienaventurados en la gloria aman a Dios perfectamente, porque su voluntad está unida y conforme por completo con la voluntad divina. Así, Jesucristo nos enseñó que pidiéramos la gracia de cumplir en la tierra la voluntad de Dios como los Santos en el Cielo.
Fiat voluntas tua, sicut in coelo, el in terra.
Quien así lo hiciere, será hombre según el corazón de Dios, como llamaba el Señor a David (1), porque éste se hallaba dispuesto siempre a cumplir lo que Dios quería, y continuamente le suplicaba que le enseñase a ponerlo por obra (Sal. 142, 10).
¡Cuánto vale un solo acto de perfecta resignación a lo que Dios dispone! Bastaría para santificarnos... Va Pablo a perseguir a la Iglesia, y Cristo se le aparece y le ilumina y convierte con su gracia. El Santo se ofrece a cumplir lo que Dios le mande (Hch., 9, 6): «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y Jesucristo le llama vaso de elección (Hch., 9, 15) y Apóstol de las gentes.
El que ayuna y da limosna y se mortifica por Dios, da una parte de sí mismo; pero el que entrega a Dios su voluntad, le da todo cuanto tiene. Esto es lo que Dios nos pide, el corazón, la voluntad (Pr., 23, 26).
Tal ha de ser, en suma, el blanco de nuestros deseos, de nuestras devociones, comuniones y demás obras piadosas, el cumplimiento de la voluntad divina. Este debe ser el norte y mira de nuestra oración: el impetrar la gracia de hacer lo que Dios quiera de nosotros.
Para esto hemos de pedir la intercesión de nuestros Santos protectores, y especialmente de María Santísima, para que nos alcance luces y fuerzas, con el fin de que se conforme nuestra voluntad con la de Dios en todas las cosas, y sobre todo en las que repugnan a nuestro amor propio... Decía el Santo M. P. Ávila: «Más vale un
«bendito sea Dios», dicho en la adversidad, que mil acciones de gracias en los sucesos prósperos.»
(1) Inveni virum secundum cor meum, qui faciet omnes volúntates meas.
REFLEXIONES
Os amo, Bondad infinita, y por el amor que os profeso, me ofrezco enteramente a Vos. Disponed de mí y de todas mis cosas como os agrade, que yo en todo me resigno gustoso a vuestra santísima voluntad. Libradme de la desdicha de oponerme a resistir a vuestros deseos, y haced de mí lo que os plazca. Oídme, ¡oh Padre Eterno!, por el amor de Cristo. Oídme, Jesús mío, por los merecimientos de vuestra Pasión.
Y Vos, María Santísima, socorredme y alcanzadme la gracia de cumplir siempre la voluntad divina, en lo cual se cifra mi salvación, y nada más pediré.
Menester es conformarnos con la voluntad divina, no sólo en las cosas que recibimos directamente de Dios, cómo son las enfermedades, las desolaciones espirituales, las pérdidas de hacienda o de parientes, sino también en las que proceden sólo mediatamente de Dios, que nos las envía por medio de los hombres, como la deshonra, desprecios, injusticias y toda suerte de persecuciones. Y adviértase que cuando se nos ofenda en nuestra honra o se nos dañe en nuestra hacienda, no quiere Dios el pecado de quien nos ofende o daña, pero sí la humillación o pobreza que de ello nos resulta.
Cierto es, pues, que cuanto sucede, todo acaece por la divina voluntad. Yo soy el Señor que formó la luz y las tinieblas, y hago la paz y creo la desdicha (Is., 45, 7). Y en el Eclesiástico leemos: «Los bienes y los males, la vida y la muerte vienen de Dios.» Todo, en suma, de Dios procede, así los bienes como los males.
Llámanse males ciertos accidentes, porque nosotros les damos ese nombre, y en males los convertimos, pues si los aceptásemos como es debido, resignándonos en manos de Dios, serían para nosotros, no males, sino bienes. Las joyas que más resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las tribulaciones aceptadas por Dios, como venidas de su mano.
Cuando supo el santo Job que los sábeos le habían roado los bienes, no dijo: «El Señor me los dio y los sábeos me los quitaron», sino el Señor me los dio y el Señor me los quitó (Jb., 1, 21). Y diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía que todo sucede por la divina voluntad (Jb., 1, 21).
Los santos mártires Epicteto y Atón, atormentados con garfios de hierro y hachas encendidas, exclamaban: Señor, hágase en nosotros tu santa voluntad, y al morir, éstas fueron sus últimas palabras: «¡ Bendito seas, oh Eterno Dios, porque nos diste la gracia de que en nosotros se cumpliera tu voluntad santísima!»
Refiere Cesario (lib. 10, c. 6) que cierto monje, aunque no tenia vida más austera que los demás, hacia muchos milagros.
Maravillado el abad, preguntóle qué devociones practicaba.
Respondió el monje que él, sin duda, era más imperfecto que sus hermanos, pero que ponía especial cuidado en conformarse siempre y en todas las cosas con la divina voluntad. «Y aquel daño—replicó el abad—que el enemigo hizo en nuestras tierras, ¿no os causó pena alguna?» «¡Oh Padre—dijo el monje—, antes doy gracias a Dios, que todo lo hace o permite para nuestro bien», respuesta que descubrió al abad la gran santidad de aquel buen religioso.
Lo mismo debemos nosotros hacer cuando nos sucedan cosas adversas: recibámoslas todas de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría, imitando a los Apóstoles, que se complacían en ser maltratados por amor de Cristo. Salieron gozosos de delante del Concilio, porque habían sido hallados dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús (Hch., 5, 41). Pues ¿qué mayor contento puede haber que sufrir alguna cruz y saber que abrazándola complacemos a Dios?...
Si queremos vivir en continua paz, procuremos unirnos a la voluntad divina y decir siempre en todo lo que nos acaezca: «Señor, si así te agrada, hágase así» (Mt., 11, 26). A este fin debemos encaminar todas nuestras meditaciones, comuniones, oración y visitas al Señor Sacramentado, rogando continuamente a Dios que nos conceda esa preciosa conformidad con su voluntad divina.
Y ofrezcámonos siempre a Él, diciendo: Vedme aquí, Dios mío; haced de mí lo que os agrade... Santa Teresa se ofrecía al Señor más de cincuenta veces diariamente, a fin de que dispusiese de ella como quisiera.
REFLEXIONES
Merezco castigo, y no lo rechazo, sino que lo acepto, rogándoos solamente que no me impongáis la pena de privarme de vuestro amor. Concedédmelo así y hacer de mí lo que os agrade. Os amo, Redentor mío; os amo, Señor, y porque os amo quiero hacer cuanto Vos queráis. ¡Oh voluntad divina, tú eres mi amor!...
¡ Oh Sangre de Jesús, Tú eres mi esperanza!, y por Ti espero que desde ahora estaré siempre unido a la voluntad de Dios, v que ella será mi norte y guía, mi amor y mi paz. En ella deseo descansar y vivir.
Diré en todos los sucesos de mi vida: Dios mío, nada quiero sino lo que deseéis Vos; cúmplase en mí vuestra voluntad: Fiat voluntas tua... Otorgadme, Jesús mío, por vuestros méritos, la gracia de que yo repita siempre esa amorosísima súplica: Fiat voluntas tua...
¡Oh María, Madre y Señora nuestra, que cumpliste continuamente la voluntad divina!, alcanzadme Vos que la cumpla yo también. Reina de mi vida, concededme esa gracia que por vuestro amor a Cristo espero conseguir.
El que está unido a la divina voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y continua paz. «No se contristará el justo por cosa que le acontezca» (Pr., 12, 21), porque el alma se contenta y satisface al ver que sucede todo cuanto desea; y el que sólo quiere lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear, puesto que nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.
El alma resignada, dice Salviano, si recibe humillaciones, quiere ser humillada; si la combate la pobreza, complácese en ser pobre; en suma: quiere cuanto le sucede, y por eso goza de vida venturosa. Padece las molestias del frío, del calor, la lluvia o el viento, y con todo ello se conforma y regocija, porque así lo quiere Dios. Si sufre pérdidas, persecuciones, enfermedades y la misma muerte, quiere estar pobre, perseguido, enfermo; quiere morir, porque todo eso es voluntad de Dios.
El que así descansa en la divina voluntad y se complace en lo que el Señor dispone, se halla como el que estuviera sobre las nubes del Cielo y viera bajo sus plantas furiosa tempestad sin recibir él perturbación ni daño. Esta es aquella paz que—como dice el Apóstol (Fil., 4, 7)— supera a todas las delicias del mundo; paz continua, serena, permanente, inmutable. El necio se muda como la luna, él sabio se mantiene en la sabiduría como el sol(Ecl., 27, 12).
Porque el pecador es mudable como la luz de la luna, que hoy crece y otros días mengua. Hoy le vemos reír; mañana, llorar; ora se muestra alegre y tranquilo; ora afligido y furioso. Cambia y varía, en fin, como las cosas prósperas o adversas que le suceden.
Pero el justo, como el sol, se mantiene en su ser con igualdad y constancia. Ningún acaecimiento le priva su dichosa tranquilidad, porque esa paz de que goza es hija de su conformidad perfecta con la voluntad de Dios. Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc., 2, 14).
Santa María Magdalena de Pazzi no bien oía nombrar voluntad de Dios, sentía consolación tan profunda, que se quedaba sumida en éxtasis de amor... Con todo, las facultades de nuestra parte inferior no dejarán de hacernos sentir algún dolor en las cosas adversas; pero en la voluntad superior, si está unida a la de Dios, reinará siempre profunda e inefable paz. Ninguno os quitará vuestro gozo (Jn., 16, 22).
Indecible locura es la de aquellos que se oponen a la voluntad de Dios. Lo que Dios quiere se ha de cumplir seguramente. ¿Quién resiste a su voluntad? (Ro., 9, 19). De suerte que esos desventurados tienen por fuerza que llevar su cruz, aunque sin paz ni provecho. ¿Quién le resistió y tuvo paz? (Jb,, 9, 4).
¿Y qué otra cosa desea Dios para nosotros sino nuestro bien? Quiere que seamos santos para hacernos felices en esta vida y bienaventurados en la otra. Penetrémonos de que las cruces que Dios nos envía cooperan a nuestro bien (Ro., 8, 28), y de que ni los mismos castigos temporales vienen para nuestra ruina, sino a fin de que nos enmendemos y alcancemos la eterna felicidad (Jdt., 8, 27).
Dios nos ama tanto, que no sólo desea nuestra salvación, sino que se muestra solícito para procurárnosla (Salmo 39, 18). ¿Y qué nos ha de negar quien nos dio a su mismo Hijo?... (Ro., 8, 32).
Abandonémonos, pues, siempre en manos de Dios, que jamás deja de atender a nuestro bien (1 Pe., 5, 7). «Piensa tú en Mí—decía el Señor a Santa Catalina de Sena—, que Yo pensaré en ti.» Digamos siempre como la Esposa: Mi amado para mí, y yo para Él (Cant., 2, 16). Mi amado trata de mi bien, y yo no he de pensar más que en complacerle y unirme a su santa voluntad.
No debemos pedir, decía el santo Abad Nilo, que haga Dios lo que deseamos, sino que nosotros hagamos lo que Él quiera.
Quien así proceda tendrá venturosa vida y santa muerte. El que muere resignado por completo a la divina voluntad nos deja certeza moral de su salvación. Mas el que no vive así unido a la voluntad de Dios, tampoco lo estará al morir, y no se salvará.
Procuremos, pues, familiarizarnos con ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, que sirven para conservarnos en esa unión incomparable: «Dime, Señor, lo que quieres que haga, pues yo deseo hacerlo» (Hch., 9, 6). «He aquí a tu siervo: manda y serás obedecido» (Lc., 1, 38). «Sálvame, Señor, y haz de mí lo que quieras. Tuyo soy, y no mío» (Sal. 118, 94).
Y cuando nos suceda alguna adversidad, digamos en seguida : «Hágase así, Dios mío, porque así lo quieres» (Mateo, 11, 26). Especialmente, no olvidemos la tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo.» Digámosla a menudo, con gran afecto, y repitámosla muchas veces... ¡Dichosos nosotros si vivimos y morimos diciendo: Fiat voluntas tua!
REFLEXIONES
Nada dejasteis de hacer para obligarme a amaros, como nos lo manifestasteis cuando antes de expirar en el Calvario dijisteis aquellas amorosas palabras: Cosummatum est!... ¿Y cómo he correspondido yo a vuestro amor?...
Bien puedo asegurar que por mi parte nada omití para ofenderos y obligaros a que me aborrecierais... Gracias os doy por la paciencia con que me habéis sufrido y por el tiempo que me concedéis para que repare mi ingratitud y os ame y sirva antes de morir... Amaros quiero, sí, y hacer cuanto quisiereis; y os doy toda mi voluntad, mi libertad y todas mis cosas.
Desde ahora os consagro mi vida y acepto la muerte que me enviéis, con todos los dolores y circunstancias que la acompañen, uniendo este sacrificio al gran sacrificio de vuestra vida que Vos, Jesús mío, hicisteis en la cruz por mí. Deseo morir para que se cumpla vuestra voluntad... ¡Oh Señor, por los merecimientos de vuestra Pasión sacratísima, dadme la gracia de que esté yo en esta vida resignado y conforme siempre con vuestras disposiciones, y en la hora de mi muerte haced, Señor, que la abrace y reciba con entera conformidad a vuestra voluntad santísima!
Morir quiero, ¡oh Jesús!, para complaceros; morir
quiero diciendo: Fiat voluntas tua...
María, Madre nuestra, así
moristeis Vos; alcánzadme
la inefable dicha de que muera yo así.
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