«Y vino hacia él un leproso que, rogándole de rodillas, le decía: Si quieres,
puedes limpiarme. Y compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo: Quiero,
queda limpio. Y al momento desapareció de él la lepra y quedó limpio. Le conminó
y enseguida lo despidió, diciéndole: Mira, no digas nada a nadie; pero anda,
preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que ordenó Moisés, para
que les sirva de testimonio. Sin embargo, una vez que se fue, comenzó a
proclamar y a divulgar la noticia, hasta el punto de que ya no podía entrar
abiertamente en ciudad alguna, sino que se quedaba fuera, en lugares apartados.
Pero acudían a él de todas partes.» (Marcos 1, 40-45)
I. Jesús, el
leproso de hoy me sugiere una jaculatoria fácil y profunda a la vez: «Si
quieres, puedes limpiarme». Con pocas palabras, el leproso manifiesta la fe que
te tiene, a la vez que reconoce su enfermedad. Además, es una oración confiada y
sin exigencias. El leproso pide con la fe del que sabe que puedes curarle, pero
aceptando de antemano tu voluntad: «Si quieres...»
Jesús, si quieres, si
es lo que más conviene a mi alma, cúrame. Es una buena jaculatoria que puedo
utilizar para pedirte por mi salud o por la de algún ser querido. Pero también
la puedo utilizar cuando me doy cuenta de que te he fallado en algo. En vez de
desanimarme, puedo aprovechar ese fallo para acercarme más a Ti y decirte con el
corazón: Jesús, «si quieres, puedes curarme;» dame más fortaleza, más fe, más
constancia, más gracia para no volverte a fallar.
«En la vida del
espíritu se enferma por el pecado, y es necesaria también una medicina para
recobrar la salud. Este remedio es la gracia que se recibe en el sacramento de
la penitencia» (Santo Tomás).
Jesús, has previsto un medio concreto para
limpiar mis pecados y darme a la vez esa fuerza, esa gracia que necesito para no
volver a pecar: el sacramento de la penitencia, la confesión. «A quienes les
perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son
retenidos» (Juan 20,23).
II. «Domine!» ¡Señor! , «si vis, potes me
mundare» si quieres, puedes curarme. ¡Qué hermosa oración para que la digas
muchas veces con la fe del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo
sabemos! No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: «volo, mundare!»
quiero, ¡sé limpio» (Camino.-142)
Jesús, al instituir el sacramento de
la penitencia, has construido una fuente capaz de limpiar todas las enfermedades
de mi alma. Y esta fuente está a mi alcance, allí donde haya un sacerdote. Por
eso, la oración del leproso -si es sincera me tiene que llevar a confesarme a
menudo. Pero no hace falta estar leproso para ir a la confesión. A veces me
parece que no cometo pecados porque tengo poca sensibilidad. No me doy cuenta de
tantas cosas buenas que podía -y debía- haber hecho, y que he dejado de hacer
por comodidad, por vergüenza, o por falta de presencia de Dios.
Por eso
es una buena costumbre examinar mi conciencia cada noche preguntándome: ¿qué he
hecho bien hoy?, ¿qué he hecho mal?, ¿qué cosas podría hacer mejor? ¿Me he
comportado como esperabas de mí? Gracias al examen de conciencia, descubriré
pequeñas faltas que, aunque no me separan de Ti, me impiden seguirte más de
cerca. Y me daré cuenta de que necesito acudir a esa fuente de la confesión con
frecuencia -cada semana o cada quince días-, para pedirte una vez más: «Si
quieres, puedes limpiarme.»
El mismo Cristo nos espera cada día en la Sagrada Eucaristía. Allí está
verdadera, real y sustancialmente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad. Allí se encuentra con el esplendor de su gloria, pues Cristo
resucitado no muere ya (Romanos 6, 9) Todo el misterio de la Encarnación del
Hijo de Dios está contenido en la Hostia Santa, con la riqueza profunda de su
Santísima Humanidad y la infinita grandeza de su Divinidad, una y otra veladas y
ocultas.
En la Sagrada Eucaristía encontramos al mismo Señor que dijo al
leproso: Quiero, queda limpio, el mismo que contemplan los ángeles y los santos
por toda la eternidad. Nosotros lo encontramos en el Sagrario y podemos decir en
sentido estricto cuando lo recibimos, o cuando lo visitamos: hoy he estado con
Dios.
II. El cuerpo del leproso quedó limpio al sentir la mano de
Cristo. Y nosotros podemos quedar divinizados al contacto con Jesús en la
Comunión. Hasta los ángeles se asombran de tan gran Misterio. Nada escapa a la
mirada amable y amorosa de Cristo: Él conoce el pasado, el presente y el
porvenir. La Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, el Hijo Unigénito de
Dios, por Quien todo fue hecho, igual en poder, en sabiduría, en misericordia a
las otras Personas de la Trinidad Santísima, nos espera en el Sagrario.
Nuestro mayor fracaso sería que nos pudiesen aplicar en algún momento
aquellas palabras del Espíritu Santo puso en la pluma de San Juan: Vino a los
suyos, y los suyos no lo recibieron (Juan 1, 11), porque estaban ?podemos
añadir- ocupados en sus cosas, asuntos que sin Él no tienen la menor
importancia. Hoy hacemos el propósito de permanecer siempre con un amor
vigilante.
III. El Señor nos da en la Sagrada Eucaristía, a cada
hombre en particular, la misma vida de la gracia que trajo al mundo por su
Encarnación (SANTO TOMÁS , Suma Teológica). Este sacramento es alimento
insustituible de toda intimidad con Jesús. En contacto con Cristo, el alma se
purifica, y allí encontraremos el vigor necesario para vivir la caridad, para
vivir ejemplarmente los propios deberes, para vivir la santa pureza, para
realizar el apostolado que Él mismo no ha encomendado.
Con Él
restauramos nuestras fuerzas: Venid a Mí todos los que andáis fatigados y
agobiados, y Yo os aliviaré, nos dice el Señor. Nuestra Madre la Virgen nos
impulsa siempre al trato con Jesús sacramentado: "Acércate más al Señor...,
¡más! ?Hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía"
( J.
ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco)
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