«Jesús con sus discípulos se alejó hacia el mar; y le siguió una gran muchedumbre de Galilea v de Judea; también de Jerusalén, de ldumea, de más allá del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacia. Y dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca, por causa de la muchedumbre, para que no le oprimiesen; porque sanaba a tantos, que se le echaban encima para tocarle todos los que tenían enfermedades. Los espíritus inmundos, cuando lo veian, se echaban a sus pies y gritaban diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Y les ordenaba con energía que no le descubriesen.» (Marcos 3, 7-12)
I. Jesús, se te echan encima para tocarte, pues tan sólo con tocarte quedaban sanos. Pero ¿por qué es necesario que te toquen? ¿No te resultaría igual de fácil hacer el milagro «a distancia»?
El problema no es de distancia, sino de fe. No sueles
hacer milagros donde no hay fe. Por ejemplo, los Evangelios cuentan cómo en
Nazaret no hiciste «muchos milagros a causa de su incredulidad» (Mateo 13,58).
Por eso a esta gente les pides un gesto de fe:
que se acerquen a Ti confiando en
que les vas a curar.
Jesús, ¿por qué no curas a tanta gente enferma que existe a mí alrededor? ¿Por qué no quitas el sufrimiento del mundo? No nos quitas el dolor ni la muerte; de hecho has querido que la Cruz sea la señal del cristiano. Tal vez es que el sufrimiento físico no es el verdadero mal, sino que lo que te interesa es, sobre todo, el bien de las almas: que crean en Ti y que te amen de tal modo que hasta el sufrimiento tenga sentido.
«Jesús no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y, la muerte por su Pascua.
En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el pecado del mundo, del que la enfermedad no es sino una consecuencia.
Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al
sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a la pasión
redentora»
II. «Comulga. No es falta de respeto. -Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. -Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?» (Camino.-536).
Jesús, aquellas gentes buscaban tocarte para poder curarse. Yo también estoy un poco enfermo del alma. Pero Tú no quieres curarme «a distancia»; quieres que yo me acerque y te toque realmente. Y ¿qué mejor modo de «tocarte» que la comunión?
Jesús, en la comunión te recibo físicamente: con tu Cuerpo, con tu Alma, con tu Sangre y con tu Divinidad. Además, sé que sólo puedo recibirte si no tengo pecados graves, por lo que el propósito de recibirte en la comunión, me lleva a confesarme primero, si me hace falta. Y luego, cuando te tengo dentro de mí, puedo pedirte perdón por las veces que te he fallado, y darte gracias porque te has quedado en la Eucaristía para que pueda recibirte y tratarte y amarte.
«Y dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca». Jesús, me pides que disponga lo mejor posible mi pequeña barca, mi pobre corazón, para que puedas meterte dentro y dirigirlo a donde quieras.
Quiero tener un corazón muy limpio, muy lleno de amor, que esté dispuesto para recibirte como mereces en la comunión. Y si no lo está, Jesús, lo limpiaré para poder comulgar con piedad. Así te demuestro mi fe; esa fe que necesitas para seguir realizando en mí tantos milagros.
Vemos en el Evangelio de la Misa a tanta gente necesitada que acude a Cristo (Lucas 6, 19; 8, 45). Y les atiende, porque tiene un corazón compasivo y misericordioso.
Las muchedumbres andan hoy tan necesitadas como entonces. También ahora las vemos como ovejas sin pastor, desorientadas, sin saber a dónde dirigir su vida.
La humanidad, a pesar de los progresos, sigue padeciendo la gran falta de la doctrina de Cristo, custodiada sin error por el Magisterio de la Iglesia.
Las palabras del Señor siguen siendo palabras de vida eterna que enseñan a huir del pecado, a santificar la vida ordinaria, las alegrías, las derrotas y la enfermedad...,
y abren el camino de la salvación. En nuestras manos está ese tesoro de doctrina para darla a tiempo y a destiempo (2 Timoteo, 4, 2). Ésta es la tarea verdaderamente apremiante que tenemos los cristianos.
Para dar la doctrina de Jesucristo es necesario tenerla en el entendimiento y en el corazón: meditarla y amarla. Necesitamos conocer bien el Catecismo, esos libros "fieles a los contenidos esenciales de la Revelación y puestos al día en lo que se refiere al método, capaces de educar en una fe robusta a las generaciones cristianas de los tiempos nuevos" (JUAN PABLO II, Catechesi tradendae).
Os entrego lo que recibí (1 Corintios, 11, 23), decía San Pablo. Id y enseñad..., nos dice a todos el mismo Cristo. Se trata de una difusión espontánea de la doctrina, de modo a veces informal, pero extraordinariamente eficaz, que realizaron los primeros cristianos como podemos hacerlo ahora: de familia a familia, entre los compañeros de trabajo, en la calle, en la Universidad: estos medios se convierten en el cauce de una catequesis discreta y amable, que penetra hasta lo más hondo de las costumbres de la sociedad y de la vida de los hombres.
Al advertir la
extensión de esta tarea ?difundir la doctrina de Jesucristo- hemos de empezar
por pedirle al Señor que nos aumente la fe.
Debemos tener en cuenta que sólo la gracia de Dios puede mover a voluntad para asentir a las verdades de la fe.
Por eso, cuando queremos atraer a alguno a la verdad cristiana, debemos acompañar ese apostolado con una oración humilde y constante; y junto a la oración, la penitencia, quizá en detalles pequeños, pero sobrenatural y concreta.
Señor, ¡enséñanos a darte a conocer! Santa María, ¡ayúdanos
para que sepamos ilusionar a otros muchos en esta noble tarea de difundir la
Verdad!
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