Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hemos entrado en el Adviento, que nos trae una llamada a renovar nuestra esperanza: no una esperanza efímera, pasajera, sino una confianza segura, porque proviene de Dios. Esta expectativa gozosa, tan característica de las semanas que preceden a la Navidad, es la actitud fundamental del cristiano que desea vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre[1].
El domingo pasado, en la primera lectura de la Misa, leíamos unas palabras de Isaías, dolido ante la situación del pueblo elegido. Aquellos hombres y mujeres habían endurecido sus corazones y se habían apartado de Dios, y el profeta se dirige al Señor pidiéndole que los convierta: vuélvete, por amor a tus siervos, a las tribus de tu heredad (...). Ojalá rasgaras los cielos y bajases. Ante ti se estremecerían las montañas[2]. Este clamor, de una forma u otra, resuena con frecuencia a lo largo de estas semanas; y también nosotros, atentos a la voz de la Iglesia, repetimos con sinceridad: veni, Domine, et noli tardare. Relaxa facinora plebi tuæ[3]; ven, Señor, y no tardes; desata las duras cargas que pesan sobre tu pueblo. La liturgia nos asegura: pronto llegará el Señor que domina los pueblos, y será llamado Emmanuel, es decir, Dios con nosotros[4]. Y así es: el Señor viene para reducir a la impotencia la obra del mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad[5].
¿Cuántas veces hemos invocado ya, con el corazón o con los labios: veni, Domine Iesu[6]? Paladeemos esa frase de la Escritura, que la liturgia aplica a la expectación del nacimiento de Cristo: destilad, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al justo; que la tierra se abra y haga germinar al Salvador[7]. El firmamento se rasgó hace veinte siglos para la llegada del Redentor al mundo, y constantemente sucede cada día, cuando Jesús se nos acerca con su presencia sacramental en la Sagrada Eucaristía. A cada una, a cada uno, corresponde, por tanto, abrir el corazón de par en par, para que se empape de ese rocío divino que quiere volvernos eficaces. Por eso, la mejor manera de prepararnos para la venida espiritual de Jesucristo en la Navidad próxima, consiste en disponer bien nuestras almas y nuestros cuerpos para recibirle con nuevo fervor cada día en la Sagrada Comunión. ¿Cómo vas desgranando estas jornadas? ¿Cómo deseas que la humanidad acoja al Señor? ¿Aprovechas las luces y los adornos callejeros, para pedir que Dios tenga la respuesta que se merece de sus criaturas?
Nuestro Padre nos impulsaba a aprovechar estas semanas para construir con el corazón un Belén para nuestro Dios. ¿Os acordáis de cuando erais pequeños? ¡Con qué ilusión sabíamos preparar el Nacimiento, con sus montañas de corcho, sus casas minúsculas, y todas esas figurillas alrededor del pesebre donde Dios quiso nacer![8]. Y se detenía en una consideración que se puede aplicar a todos los fieles: sé bien que, cuanto más tiempo pasa, por aquello de que el Opus Dei es para cristianos adultos que por amor de Dios se saben hacer niños, mis hijas y mis hijos van siendo cada día más pequeños. Con mayor ilusión, pues, que en nuestros años de infancia, habremos preparado el portal de Belén en la intimidad de nuestra alma[9].
Al meditar en el acontecimiento extraordinario que conmemoramos, el Papa invita a pensar que el cumplimiento de la palabra que da comienzo en la noche de Belén es, a la vez, inmensamente más grande y —desde el punto de vista del mundo— más humilde que lo que la palabra profética permitía intuir[10]. Isaías y todos los profetas sólo atisbaron lo que sucedería en la Navidad. El cumplimiento de aquella palabra guarda una fuerza más grande, inconmensurable, porque, con la encarnación y el nacimiento del Verbo, ha quedado superada la distancia infinita entre Dios y el hombre. Dios no solamente se ha inclinado hacia abajo, como dicen los Salmos: ha "descendido" realmente, ha entrado en el mundo, haciéndose uno de nosotros para atraernos a todos a sí[11]. Por otra parte, todo se ha desarrollado con la más profunda humildad: ese Dios sapientísimo, todopoderoso y eterno, se nos ofrece como niño recién nacido, inerme, necesitado de unos brazos humanos que le den abrigo y de unos corazones que le amen de verdad. Como María y José en la noche de Belén, así hemos de comportarnos nosotros en el silencio de la oración, de nuestra presencia de Dios en la jornada y al recibirle sacramentalmente en la Eucaristía. El mismo hecho de poner el belén en nuestros hogares expresa nuestra espera, que Dios se acerca a nosotros (...), pero también es expresión de la acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición humana en la pobreza y en la sencillez[12].
Estamos también preparando la fiesta de la Inmaculada, ya inminente. Nuestro corazón de hijos se llena de gozo especialmente en esta solemnidad, porque en la Virgen Santísima vemos reflejadas la grandeza y la humildad con que su Hijo bajó a la tierra. Grandeza de María, la Purísima, la Toda Santa, la criatura más excelsa. Tan grande es su dignidad, que el pueblo cristiano la aclama diciendo: ¡más que Tú, sólo Dios! Y humildad suma de la Virgen nazarena, pues habiendo sido elegida desde la eternidad para ser Madre de Dios, se considera y se llama a sí misma esclava del Señor. ¡Cuántas lecciones, hijas e hijos míos, hemos de aprender con continuidad de nuestra Madre, y concretamente ahora, en los días que preceden a su fiesta! Pidámosle que no las olvidemos, que las pongamos en práctica.
Me viene a la memoria que, justamente en estos días de 1931 —han transcurrido ochenta años—, san Josemaría redactó unas consideraciones sobre los misterios del Rosario, que desde entonces han ayudado a innumerables personas a meterse por caminos de contemplación. Os sugiero que, en estas fechas, os esforcéis por cumplir con más pausa y atención esta devoción mariana. En una ocasión, respondiendo a una pregunta, nuestro Padre explicaba: el Rosario es una oración muy grata a María Santísima, que está enraizada en la vida de los católicos desde hace muchos siglos. A la vez, es una meditación de los misterios de la vida del Señor y de su Madre. Por lo tanto, lo recomiendo con todo mi corazón, también como una oración que puede hacerse en familia, aunque no debéis obligar a vuestros hijos pequeños a rezarlo (...). Si quieren venir con los demás, que vengan; si no, dejadlos estar, que ya vendrán. Tiene que ser algo voluntario[13].
Por su gran respeto a la libertad de las almas, nuestro Fundador añadía que en esto —como en todas las prácticas de piedad— cada uno debe seguir su propio camino. Y agregaba: he aconsejado un modo de rezarlo, pero a nadie le digo que ésta ha de ser necesariamente su manera concreta de hacerlo, porque puede haber otras mil formas diversas. Las almas, aunque son similares, tienen cada una su propio camino. Sigue el que quieras, en el rezo del Rosario y en todo lo demás. Procura, si te interesa, meditar un poquito las oraciones que componen el Rosario, y que han sido puestas por la Iglesia. Reza tranquilamente los Padrenuestros y las Avemarías. Si te distraes, vuelve como puedas. Y si te has distraído todo el tiempo, lo has rezado también: has estado haciendo una gran serenata en honor de la Madre de Dios[14].
Durante el Adviento, se nos vuelven presentes, con viveza, los misterios gozosos del Rosario; sobre todo en la última semana, cuando la liturgia intensifica la preparación inmediata para la Navidad. Esmerémonos en contemplarlos con especial empeño. Para ayudarme y ayudaros, os transcribo uno de los comentarios de nuestro Padre a estas escenas.
Recordad los misterios gozosos: nos admiramos de aquella humildad de Jesús, que semetipsum exinanivit formam servi accipiens: que se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo, tomando carne como la nuestra. Sin el pecado, pero igual a la nuestra. Humildad que le hace estar, como los demás, el tiempo necesario en el seno de la Madre.
Contemplamos a la Madre, que se humilla y va por las montañas de Judea a ver a su prima, Santa Isabel. Contemplamos..., y nos conmueve, aquella escena encantadora donde se compone el Magnificat.
Luego nace Jesús: como nosotros, sólo que con mayor pobreza: fuera de su casa, en un rincón. Non erat eis locus in diversorio: no hubo para ellos lugar en la posada. Siendo de la estirpe real de David, el Señor quiso nacer pobre y vivir pobre. Y cuando hace que los evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo, cuenten la historia de los antepasados de Jesús, en el relato aparecen unas cuantas mujeres, que no son precisamente un modelo de virtudes; alguna de ellas, ni mucho menos. Para que tengamos nosotros amor y comprensión y, a través de Jesús, sepamos disculpar a las gentes.
A continuación vemos cómo la Santísima Virgen va al Templo a purificarse: cuando más pura que Ella, sólo es Dios. ¡Modelo de humildad! Y nosotros, llenos de soberbia...
Al final, después de estas escenas de humildad, se nos desborda el alma en generosidad, para ocuparnos de las cosas de Dios, como hizo el Niño —cuando lo encuentran en el Templo, después de buscarle tres días—, que ése es el tema del último misterio: ¿no sabéis que me he de ocupar en las cosas que son de mi Padre del Cielo?[15].
La novena de la Inmaculada constituye una muestra de cariño filial a Nuestra Señora. Sin embargo, no olvidemos que es mucho más importante lo que recibimos de María, respecto a lo que le ofrecemos. La Virgen, en efecto, nos da un mensaje destinado a cada uno de nosotros (...). ¿Y qué nos dice María? Nos habla con la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno. Su "mensaje" no es otro sino Jesús, que es toda su vida. Gracias a Él y por Él, María es la Inmaculada. Y como el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros, también Ella, su Madre, fue preservada del pecado por nosotros, por todos, como anticipación de la salvación de Dios para cada hombre[16].
De este modo, al recorrer con intensidad, personalmente, la novena de la Inmaculada, nos preparamos muy bien para la Navidad. Además —y la experiencia lo demuestra ampliamente— nos ofrece una ocasión más de realizar un constante apostolado personal. La Virgen siempre atrae a las almas y las conduce a Jesús. Tratemos de unir sólidamente estos dos aspectos —trato con Nuestra Señora y afán apostólico—, ahora y a lo largo de toda nuestra existencia. Meditemos unas palabras de nuestro Padre, que contienen una fuerza extraordinaria y suponen un desafío para nuestra respuesta cotidiana. El mundo es como una gran boca sedienta, con sed de Cristo, y nosotros, los cristianos, somos el agua que ha de apagar su sed. Nos espera. El día de mañana, ¿dónde estarás para prender ese fuego y ese amor de Cristo? Si no tienes ahora hambre de proselitismo, mala señal. Somos lodo de la tierra, pero —en las manos del Divino Maestro— daremos luz a los ojos de los hombres, que están ciegos y no ven el resplandor de la verdad[17].
En el mes que acaba de transcurrir, se ha comenzado la labor apostólica estable de la Prelatura en Sri Lanka. Demos muchas gracias a Dios porque, el mismo día de la llegada de vuestros hermanos, se pudo quedar reservado el Santísimo Sacramento en el oratorio del nuevo Centro: ¡un Sagrario más en esas tierras inmensas de Asia! A la Virgen Inmaculada encomiendo estos comienzos y la expansión apostólica que, con su intercesión, tratamos de llevar a cabo en tantos lugares.
Hijas e hijos míos: las almas nos esperan, te esperan. Vivamos con ansias de amar, cada día, el Sacrificio del Calvario. En 1937, nuestro Padre pudo celebrar por primera vez la Santa Misa con todos los ornamentos, el 3 de diciembre, tras los meses de persecución religiosa en España. Le he escuchado mencionar con grandísimo agradecimiento todas las facilidades que le dio el sacerdote de Andorra, a quien encomendó al Señor cotidianamente.
Seguid rezando por la Persona e intenciones del Papa, por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por los frutos espirituales de su reciente viaje a África. Y no os olvidéis de uniros a mis peticiones al Señor, que —como tantas veces os he dicho— son muchas y encaminadas a dar a Dios toda la gloria.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Hemos entrado en el Adviento, que nos trae una llamada a renovar nuestra esperanza: no una esperanza efímera, pasajera, sino una confianza segura, porque proviene de Dios. Esta expectativa gozosa, tan característica de las semanas que preceden a la Navidad, es la actitud fundamental del cristiano que desea vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre[1].
El domingo pasado, en la primera lectura de la Misa, leíamos unas palabras de Isaías, dolido ante la situación del pueblo elegido. Aquellos hombres y mujeres habían endurecido sus corazones y se habían apartado de Dios, y el profeta se dirige al Señor pidiéndole que los convierta: vuélvete, por amor a tus siervos, a las tribus de tu heredad (...). Ojalá rasgaras los cielos y bajases. Ante ti se estremecerían las montañas[2]. Este clamor, de una forma u otra, resuena con frecuencia a lo largo de estas semanas; y también nosotros, atentos a la voz de la Iglesia, repetimos con sinceridad: veni, Domine, et noli tardare. Relaxa facinora plebi tuæ[3]; ven, Señor, y no tardes; desata las duras cargas que pesan sobre tu pueblo. La liturgia nos asegura: pronto llegará el Señor que domina los pueblos, y será llamado Emmanuel, es decir, Dios con nosotros[4]. Y así es: el Señor viene para reducir a la impotencia la obra del mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad[5].
¿Cuántas veces hemos invocado ya, con el corazón o con los labios: veni, Domine Iesu[6]? Paladeemos esa frase de la Escritura, que la liturgia aplica a la expectación del nacimiento de Cristo: destilad, cielos, el rocío, y que las nubes lluevan al justo; que la tierra se abra y haga germinar al Salvador[7]. El firmamento se rasgó hace veinte siglos para la llegada del Redentor al mundo, y constantemente sucede cada día, cuando Jesús se nos acerca con su presencia sacramental en la Sagrada Eucaristía. A cada una, a cada uno, corresponde, por tanto, abrir el corazón de par en par, para que se empape de ese rocío divino que quiere volvernos eficaces. Por eso, la mejor manera de prepararnos para la venida espiritual de Jesucristo en la Navidad próxima, consiste en disponer bien nuestras almas y nuestros cuerpos para recibirle con nuevo fervor cada día en la Sagrada Comunión. ¿Cómo vas desgranando estas jornadas? ¿Cómo deseas que la humanidad acoja al Señor? ¿Aprovechas las luces y los adornos callejeros, para pedir que Dios tenga la respuesta que se merece de sus criaturas?
Nuestro Padre nos impulsaba a aprovechar estas semanas para construir con el corazón un Belén para nuestro Dios. ¿Os acordáis de cuando erais pequeños? ¡Con qué ilusión sabíamos preparar el Nacimiento, con sus montañas de corcho, sus casas minúsculas, y todas esas figurillas alrededor del pesebre donde Dios quiso nacer![8]. Y se detenía en una consideración que se puede aplicar a todos los fieles: sé bien que, cuanto más tiempo pasa, por aquello de que el Opus Dei es para cristianos adultos que por amor de Dios se saben hacer niños, mis hijas y mis hijos van siendo cada día más pequeños. Con mayor ilusión, pues, que en nuestros años de infancia, habremos preparado el portal de Belén en la intimidad de nuestra alma[9].
Al meditar en el acontecimiento extraordinario que conmemoramos, el Papa invita a pensar que el cumplimiento de la palabra que da comienzo en la noche de Belén es, a la vez, inmensamente más grande y —desde el punto de vista del mundo— más humilde que lo que la palabra profética permitía intuir[10]. Isaías y todos los profetas sólo atisbaron lo que sucedería en la Navidad. El cumplimiento de aquella palabra guarda una fuerza más grande, inconmensurable, porque, con la encarnación y el nacimiento del Verbo, ha quedado superada la distancia infinita entre Dios y el hombre. Dios no solamente se ha inclinado hacia abajo, como dicen los Salmos: ha "descendido" realmente, ha entrado en el mundo, haciéndose uno de nosotros para atraernos a todos a sí[11]. Por otra parte, todo se ha desarrollado con la más profunda humildad: ese Dios sapientísimo, todopoderoso y eterno, se nos ofrece como niño recién nacido, inerme, necesitado de unos brazos humanos que le den abrigo y de unos corazones que le amen de verdad. Como María y José en la noche de Belén, así hemos de comportarnos nosotros en el silencio de la oración, de nuestra presencia de Dios en la jornada y al recibirle sacramentalmente en la Eucaristía. El mismo hecho de poner el belén en nuestros hogares expresa nuestra espera, que Dios se acerca a nosotros (...), pero también es expresión de la acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición humana en la pobreza y en la sencillez[12].
Estamos también preparando la fiesta de la Inmaculada, ya inminente. Nuestro corazón de hijos se llena de gozo especialmente en esta solemnidad, porque en la Virgen Santísima vemos reflejadas la grandeza y la humildad con que su Hijo bajó a la tierra. Grandeza de María, la Purísima, la Toda Santa, la criatura más excelsa. Tan grande es su dignidad, que el pueblo cristiano la aclama diciendo: ¡más que Tú, sólo Dios! Y humildad suma de la Virgen nazarena, pues habiendo sido elegida desde la eternidad para ser Madre de Dios, se considera y se llama a sí misma esclava del Señor. ¡Cuántas lecciones, hijas e hijos míos, hemos de aprender con continuidad de nuestra Madre, y concretamente ahora, en los días que preceden a su fiesta! Pidámosle que no las olvidemos, que las pongamos en práctica.
Me viene a la memoria que, justamente en estos días de 1931 —han transcurrido ochenta años—, san Josemaría redactó unas consideraciones sobre los misterios del Rosario, que desde entonces han ayudado a innumerables personas a meterse por caminos de contemplación. Os sugiero que, en estas fechas, os esforcéis por cumplir con más pausa y atención esta devoción mariana. En una ocasión, respondiendo a una pregunta, nuestro Padre explicaba: el Rosario es una oración muy grata a María Santísima, que está enraizada en la vida de los católicos desde hace muchos siglos. A la vez, es una meditación de los misterios de la vida del Señor y de su Madre. Por lo tanto, lo recomiendo con todo mi corazón, también como una oración que puede hacerse en familia, aunque no debéis obligar a vuestros hijos pequeños a rezarlo (...). Si quieren venir con los demás, que vengan; si no, dejadlos estar, que ya vendrán. Tiene que ser algo voluntario[13].
Por su gran respeto a la libertad de las almas, nuestro Fundador añadía que en esto —como en todas las prácticas de piedad— cada uno debe seguir su propio camino. Y agregaba: he aconsejado un modo de rezarlo, pero a nadie le digo que ésta ha de ser necesariamente su manera concreta de hacerlo, porque puede haber otras mil formas diversas. Las almas, aunque son similares, tienen cada una su propio camino. Sigue el que quieras, en el rezo del Rosario y en todo lo demás. Procura, si te interesa, meditar un poquito las oraciones que componen el Rosario, y que han sido puestas por la Iglesia. Reza tranquilamente los Padrenuestros y las Avemarías. Si te distraes, vuelve como puedas. Y si te has distraído todo el tiempo, lo has rezado también: has estado haciendo una gran serenata en honor de la Madre de Dios[14].
Durante el Adviento, se nos vuelven presentes, con viveza, los misterios gozosos del Rosario; sobre todo en la última semana, cuando la liturgia intensifica la preparación inmediata para la Navidad. Esmerémonos en contemplarlos con especial empeño. Para ayudarme y ayudaros, os transcribo uno de los comentarios de nuestro Padre a estas escenas.
Recordad los misterios gozosos: nos admiramos de aquella humildad de Jesús, que semetipsum exinanivit formam servi accipiens: que se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo, tomando carne como la nuestra. Sin el pecado, pero igual a la nuestra. Humildad que le hace estar, como los demás, el tiempo necesario en el seno de la Madre.
Contemplamos a la Madre, que se humilla y va por las montañas de Judea a ver a su prima, Santa Isabel. Contemplamos..., y nos conmueve, aquella escena encantadora donde se compone el Magnificat.
Luego nace Jesús: como nosotros, sólo que con mayor pobreza: fuera de su casa, en un rincón. Non erat eis locus in diversorio: no hubo para ellos lugar en la posada. Siendo de la estirpe real de David, el Señor quiso nacer pobre y vivir pobre. Y cuando hace que los evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo, cuenten la historia de los antepasados de Jesús, en el relato aparecen unas cuantas mujeres, que no son precisamente un modelo de virtudes; alguna de ellas, ni mucho menos. Para que tengamos nosotros amor y comprensión y, a través de Jesús, sepamos disculpar a las gentes.
A continuación vemos cómo la Santísima Virgen va al Templo a purificarse: cuando más pura que Ella, sólo es Dios. ¡Modelo de humildad! Y nosotros, llenos de soberbia...
Al final, después de estas escenas de humildad, se nos desborda el alma en generosidad, para ocuparnos de las cosas de Dios, como hizo el Niño —cuando lo encuentran en el Templo, después de buscarle tres días—, que ése es el tema del último misterio: ¿no sabéis que me he de ocupar en las cosas que son de mi Padre del Cielo?[15].
La novena de la Inmaculada constituye una muestra de cariño filial a Nuestra Señora. Sin embargo, no olvidemos que es mucho más importante lo que recibimos de María, respecto a lo que le ofrecemos. La Virgen, en efecto, nos da un mensaje destinado a cada uno de nosotros (...). ¿Y qué nos dice María? Nos habla con la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno. Su "mensaje" no es otro sino Jesús, que es toda su vida. Gracias a Él y por Él, María es la Inmaculada. Y como el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros, también Ella, su Madre, fue preservada del pecado por nosotros, por todos, como anticipación de la salvación de Dios para cada hombre[16].
De este modo, al recorrer con intensidad, personalmente, la novena de la Inmaculada, nos preparamos muy bien para la Navidad. Además —y la experiencia lo demuestra ampliamente— nos ofrece una ocasión más de realizar un constante apostolado personal. La Virgen siempre atrae a las almas y las conduce a Jesús. Tratemos de unir sólidamente estos dos aspectos —trato con Nuestra Señora y afán apostólico—, ahora y a lo largo de toda nuestra existencia. Meditemos unas palabras de nuestro Padre, que contienen una fuerza extraordinaria y suponen un desafío para nuestra respuesta cotidiana. El mundo es como una gran boca sedienta, con sed de Cristo, y nosotros, los cristianos, somos el agua que ha de apagar su sed. Nos espera. El día de mañana, ¿dónde estarás para prender ese fuego y ese amor de Cristo? Si no tienes ahora hambre de proselitismo, mala señal. Somos lodo de la tierra, pero —en las manos del Divino Maestro— daremos luz a los ojos de los hombres, que están ciegos y no ven el resplandor de la verdad[17].
En el mes que acaba de transcurrir, se ha comenzado la labor apostólica estable de la Prelatura en Sri Lanka. Demos muchas gracias a Dios porque, el mismo día de la llegada de vuestros hermanos, se pudo quedar reservado el Santísimo Sacramento en el oratorio del nuevo Centro: ¡un Sagrario más en esas tierras inmensas de Asia! A la Virgen Inmaculada encomiendo estos comienzos y la expansión apostólica que, con su intercesión, tratamos de llevar a cabo en tantos lugares.
Hijas e hijos míos: las almas nos esperan, te esperan. Vivamos con ansias de amar, cada día, el Sacrificio del Calvario. En 1937, nuestro Padre pudo celebrar por primera vez la Santa Misa con todos los ornamentos, el 3 de diciembre, tras los meses de persecución religiosa en España. Le he escuchado mencionar con grandísimo agradecimiento todas las facilidades que le dio el sacerdote de Andorra, a quien encomendó al Señor cotidianamente.
Seguid rezando por la Persona e intenciones del Papa, por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por los frutos espirituales de su reciente viaje a África. Y no os olvidéis de uniros a mis peticiones al Señor, que —como tantas veces os he dicho— son muchas y encaminadas a dar a Dios toda la gloria.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
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