«Hubo en tiempos de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, de la familia de Abías, cuya mujer descendiente de Aarón, se llamaba Isabel. Ambos eran justos ante Dios, y caminaban intachables en todos los mandamientos y preceptos del Señor; no tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos de edad avanzada. Sucedió que, al ejercer él su ministerio sacerdotal delante de Dios, cuando le tocaba el turno, le cayó en suerte, según la costumbre del Sacerdocio, entrar en el Templo del Señor para ofrecer el incienso; y toda la concurrencia del pueblo estaba fuera orando durante el ofrecimiento del incienso.
Se le apareció un ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Y Zacarías se turbó al verlo y le invadió el temor Pero el ángel le dijo: No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada, así que tu mujer Isabel dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Será para ti gozo y alegría; y muchos se alegrarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor será lleno del Espíritu Santo ya desde el vientre de su madre, y convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios; e irá delante de Él con el espíritu y el poder de Elías para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la prudencia de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo perfecto.
Entonces Zacarías dijo al ángel: ¿Cómo podré yo estar cierto de esto? pues yo soy viejo y mi mujer de edad avanzada. Y el ángel le respondió: Yo soy Gabriel, que asisto ante el trono de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte esta buena nueva. Desde ahora, pues, te quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no has creído en mis palabras, que se cumplirán a su tiempo». (Lucas 1, 5-20)
I. Jesús, se acerca el momento tan esperado desde siglos. Y, antes de que nazcas Tú, nacerá Juan el Bautista, el precursor, que «irá delante de Ti con el espíritu y el poder de Elías para convertir los Corazones» de todo el pueblo. Como en tantas ocasiones -para que se vea que la obra es tuya- escoges medios poco adecuados a los ojos humanos: «Isabel era estéril y los dos de edad avanzada.» Sin embargo, sobrenaturalmente, están preparados, pues «ambos eran justos ante Dios, y caminaban intachables en todos los mandamientos y preceptos del Señor».
Sabes bien a quién escoges. Porque no te cuesta nada hacer que la mujer estéril sea fértil, o que vea un ciego, o que se levante el paralítico. Lo que te cuesta es hacer justo al injusto, pues necesitas que se convierta libremente. Si yo no quiero cambiar, luchar más, intentar mejorar aquel defecto o aquel otro, Tú -con todo tu poder- no puedes hacer nada.
II. « ¡Llénate de fe, de seguridad! Nos lo dice el Señor por boca de Jeremías: «orabitis me, et ego exaudíam vos» siempre que acudáis a Mí, ¡siempre que hagáis oración!, Yo os escucharé» (Forja.-228).
¡Cuántos años habría estado Zacarías pidiendo a Dios poder tener un hijo! Ahora, en su vejez, cuando parece imposible obtener ya esa gracia, se la concedes:
«No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada». Jesús, que aprenda a perseverar en la oración, siguiendo el consejo de san Juan Crisóstomo: «Cuando le digo a alguno: Ruega a Dios, pídele, suplícale, me responde: ya pedí una vez, dos, tres, diez, veinte veces, y nada he recibido. No ceses, hermano, hasta que hayas recibido; la petición termina cuando se recibe lo pedido. Cesa cuando hayas alcanzado; mejor aún, tampoco entonces ceses. Persevera todavía. Mientras no recibas pide para conseguir y cuando hayas conseguido da gracias» (San Juan Crisóstomo).
Lléname de seguridad y de fe, Jesús. Que no me pase como a Zacarías cuando se le apareció Gabriel. Que no me tengas que decir: no puedo ayudarte más porque no has creído en mis palabras. Que no deje de pedir por lo que me preocupa hasta que me lo concedas; y entonces, que no deje de darte gracias. De este modo, mi oración será continua, perseverante, confiada y filial, como corresponde a un buen hijo de Dios.
Jesús se enfada con los discípulos cuando intentan alejarle a los niños que se arremolinan a su alrededor. Él está a gusto con las criaturas. Nosotros hemos de acercarnos a Belén con las disposiciones de los niños: con sencillez, sin prejuicios, con el alma abierta de par en par. Es más, es necesario hacerse como niño para entrar al Reino de los Cielos: si no os convertís como niños no entraréis al Reino de los Cielos (Mateo 18, 3), dirá el Señor en otra ocasión.
Jesús no recomienda la puerilidad, sino la inocencia y la sencillez. El niño carece de todo sentimiento de suficiencia, necesita constantemente de sus padres, y lo sabe. Así debe ser el cristiano delante de su Padre Dios: un ser que es todo necesidad. El niño vive con plenitud el presente y nada más; el adulto vive con excesiva inquietud por el "mañana", dejando vacío el "hoy", que es lo que debe vivir con intensidad por amor a Jesús.
II. A lo largo del Evangelio encontramos que se escoge lo pequeño para confundir a lo grande. Abre la boca de los que saben menos, y cierra la de los que parecen sabios.
Nosotros, al reconocer a Jesús en la gruta de Belén como al Mesías prometido, hemos de hacerlo con el espíritu, la sencillez y la audacia de los pequeños. Hacerse interiormente como niños, siendo mayores, puede ser tarea costosa: requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios. Este abandono, que lleva consigo una inmensa paz, sólo se consigue cuando quedamos indefensos ante el Señor. "Se pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños" (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa).
III. Esta vida de infancia es posible si tenemos enraizada nuestra conciencia de hijos de Dios. El misterio de la filiación divina, fundamento de nuestra vida espiritual, es una de las consecuencias de la Redención. Al ser hijos de Dios somos herederos de la gloria. Vamos a procurar ser dignos de tal herencia y tener con Dios una piedad filial, tierna y sincera.
Los niños no son demasiado sensibles al ridículo, ni tienen esos temores y falsos respetos humanos que engendran la soberbia y la preocupación por el "qué dirán". El niño cae frecuentemente, pero se levanta con prontitud y ligereza y olvida con facilidad las experiencias negativas. Sencillez y docilidad es lo que nos pide el Señor: trato amable con los demás, y siempre dispuesto a ser enseñado ante los misterios de Dios. Aprenderemos a ser niños cuando contemplamos a Jesús Niño en brazos de su Madre.
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