«¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte e irá a buscar la que se ha perdido? Y si llega a encontrarla, os aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se habían perdido. Del mismo modo, no es voluntad de vuestro Padre que está en los Cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños». (Mateo 18, 12-14)
I. Jesús, vas a nacer en Belén como un hombre más. ¿Por qué? Porque te quieres acercar más a los hombres, que te habíamos abandonado por el pecado original y nuestros pecados personales. Has venido a salvamos, a darnos los medios necesarios -los sacramentos- para que ya nunca más nos perdamos. Sin embargo, te vuelvo a perder algunas veces. Y entonces Tú vuelves a buscarme, sin cansarte nunca de mí.
Señor, que yo tampoco me canse nunca de volver a Ti. Sé que te doy una gran alegría cuando me confieso, cuando te pido perdón. También sé que Tú prefieres que no me pierda, que me mantenga a tu lado, en gracia, en tu rebaño. La alegría de volver es grande porque grande había sido el disgusto al separarme.
Jesús, no quiero darte más disgustos. Ayúdame a poner los medios que sean necesarios para no decirte más que no. Enséñame a poner la lucha lejos de las grandes tentaciones: en pequeños vencimientos, en la sobriedad en las comidas, en la guarda de la vista, en el aprovechamiento del tiempo sin ceder terreno a la comodidad. «El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas.
Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión?» (San Agustín).
Jesús, quiero tener cada vez «la piel más fina»; una mayor sensibilidad ante el pecado, hasta el punto de que reaccione ante cualquier pequeña falta consentida, pidiéndote rápidamente perdón. Que aprenda a descubrir aquellas cosas que debería haber hecho mejor, o que Tú esperabas que hiciera y no he hecho. Que me duela no haber cumplido un pequeño propósito, o haber estado despistado en Misa, o no haberme adelantado a tener un detalle de servicio, o haber puesto mala cara cuando me han encargado algo.
II. «Usted me dijo que se puede llegar a ser "otro" San Agustín, después de mi pasado. No lo dudo, y hoy más que ayer quiero tratar de comprobarlo». Pero has de cortar valientemente y de raíz, como el santo obispo de Hipona» (Surco.- 838).
San Agustín había tenido una juventud alejada del verdadero Dios, y buscaba la felicidad en los placeres de la tierra. Pero, gracias a las oraciones de su madre y a su decisión firme y resuelta por buscar a Dios, abandonó su vida anterior y llegó a ser obispo, Doctor de la Iglesia y santo.
Sí, Jesús, yo también puedo ser otro San Agustín, y es lo que me estás pidiendo hoy. Que me decida a cortar con todo aquello que me aleja de Ti: esos lugares, esos programas, esa gente. Señor, ayúdame a ser valiente, a decir que no a todo lo que me hunde en el pecado, dejándome el regusto de la infelicidad. Que sepa darle la vuelta a esas situaciones con visión positiva arrastrando a mis amigos a ambientes más sanos, más limpios.
«No es voluntad de vuestro Padre que está en los Cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños» Jesús, ¿qué puedo hacer yo si el ambiente está como está, si la gente no tiene formación, si...? No tengo excusa, al menos, para dar un tono cristiano al ambiente que me rodea: mi familia, mis amigos, mis compañeros de estudio o trabajo. Tengo que imitarte también en el papel del Buen Pastor: ir a buscar a la oveja perdida; encomendar a aquel amigo que no va bien; buscar el momento oportuno para hablar con él o para presentarle a alguien que le pueda dar un buen consejo.
Jesús, tu voluntad es que no se pierda nadie, porque te preocupan las almas. Que también a mi me preocupen las almas: todas las almas pero, más en concreto, las almas de los que viven a mi lado.
I. Jesús, vas a nacer en Belén como un hombre más. ¿Por qué? Porque te quieres acercar más a los hombres, que te habíamos abandonado por el pecado original y nuestros pecados personales. Has venido a salvamos, a darnos los medios necesarios -los sacramentos- para que ya nunca más nos perdamos. Sin embargo, te vuelvo a perder algunas veces. Y entonces Tú vuelves a buscarme, sin cansarte nunca de mí.
Señor, que yo tampoco me canse nunca de volver a Ti. Sé que te doy una gran alegría cuando me confieso, cuando te pido perdón. También sé que Tú prefieres que no me pierda, que me mantenga a tu lado, en gracia, en tu rebaño. La alegría de volver es grande porque grande había sido el disgusto al separarme.
Jesús, no quiero darte más disgustos. Ayúdame a poner los medios que sean necesarios para no decirte más que no. Enséñame a poner la lucha lejos de las grandes tentaciones: en pequeños vencimientos, en la sobriedad en las comidas, en la guarda de la vista, en el aprovechamiento del tiempo sin ceder terreno a la comodidad. «El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas.
Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión?» (San Agustín).
Jesús, quiero tener cada vez «la piel más fina»; una mayor sensibilidad ante el pecado, hasta el punto de que reaccione ante cualquier pequeña falta consentida, pidiéndote rápidamente perdón. Que aprenda a descubrir aquellas cosas que debería haber hecho mejor, o que Tú esperabas que hiciera y no he hecho. Que me duela no haber cumplido un pequeño propósito, o haber estado despistado en Misa, o no haberme adelantado a tener un detalle de servicio, o haber puesto mala cara cuando me han encargado algo.
II. «Usted me dijo que se puede llegar a ser "otro" San Agustín, después de mi pasado. No lo dudo, y hoy más que ayer quiero tratar de comprobarlo». Pero has de cortar valientemente y de raíz, como el santo obispo de Hipona» (Surco.- 838).
San Agustín había tenido una juventud alejada del verdadero Dios, y buscaba la felicidad en los placeres de la tierra. Pero, gracias a las oraciones de su madre y a su decisión firme y resuelta por buscar a Dios, abandonó su vida anterior y llegó a ser obispo, Doctor de la Iglesia y santo.
Sí, Jesús, yo también puedo ser otro San Agustín, y es lo que me estás pidiendo hoy. Que me decida a cortar con todo aquello que me aleja de Ti: esos lugares, esos programas, esa gente. Señor, ayúdame a ser valiente, a decir que no a todo lo que me hunde en el pecado, dejándome el regusto de la infelicidad. Que sepa darle la vuelta a esas situaciones con visión positiva arrastrando a mis amigos a ambientes más sanos, más limpios.
«No es voluntad de vuestro Padre que está en los Cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños» Jesús, ¿qué puedo hacer yo si el ambiente está como está, si la gente no tiene formación, si...? No tengo excusa, al menos, para dar un tono cristiano al ambiente que me rodea: mi familia, mis amigos, mis compañeros de estudio o trabajo. Tengo que imitarte también en el papel del Buen Pastor: ir a buscar a la oveja perdida; encomendar a aquel amigo que no va bien; buscar el momento oportuno para hablar con él o para presentarle a alguien que le pueda dar un buen consejo.
Jesús, tu voluntad es que no se pierda nadie, porque te preocupan las almas. Que también a mi me preocupen las almas: todas las almas pero, más en concreto, las almas de los que viven a mi lado.
La Confesión es también el sacramento, junto a la Sagrada Eucaristía, que nos dispones para el encuentro definitivo con Cristo al fin de nuestra existencia. Toda nuestra vida es un constante adviento, una espera del instante último para el que no dejamos de prepararnos día tras día. Cada Confesión bien hecha es un impulso que recibimos del Señor para seguir adelante, sin desánimos, sin tristezas, libres de nuestras miserias. Para quienes han caído en pecado mortal después del Bautismo, este sacramento es tan necesario para la salvación como le es el bautismo para los que aún no han sido regenerados a la vida sobrenatural.
Todo pecado mortal debe pasar por el tribunal de la Penitencia, en una Confesión auricular y secreta con absolución individual. "No podemos olvidar que la conversión es un acto interior en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede hacerse "reemplazar" por la comunidad" (JUAN PABLO II, Homilía Parroquia S.Ignacio de A. Roma)
II. La Confesión, además de ser completa, ha de ser sobrenatural: conscientes de que vamos a pedir perdón al mismo Señor, a quien hemos ofendido. La Confesión con sentido sobrenatural es un verdadero acto de amor a Dios; se oye a Cristo en la intimidad del alma, como a Pedro: ¿Simón, hijo de Juan, me amas? Y con las mismas palabras de este Apóstol le podremos también decir: Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo..., a pesar de todo.
El pecado venial también es muy dañino para el alma: disminuye el fervor de la caridad, aumenta las dificultades para la práctica de las virtudes, y predispone al pecado mortal. Amar la Confesión frecuente es síntoma de finura de alma, de amor a Dios: "La Confesión renovada periódicamente llamada de "devoción", siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad" (JUAN PABLO II, Alocución).
III. La Confesión es uno de los actos más íntimos y personales del hombre. Muchas cosas fundamentales cambian en el santuario de la conciencia en cada Confesión, y muchas cosas cambian también en el ámbito familiar y profesional. El pecado es la mayor tragedia que el hombre puede sufrir: produce un descentramiento en quien lo comete y a su alrededor. Por la Comunión de los Santos, cada Confesión tiene sus resonancias bienhechoras en toda la Iglesia. Pidamos a Nuestra Madre que nos acerquemos a la Confesión con gran amor y agradecimiento.
Todo pecado mortal debe pasar por el tribunal de la Penitencia, en una Confesión auricular y secreta con absolución individual. "No podemos olvidar que la conversión es un acto interior en el que el hombre no puede ser sustituido por otros, no puede hacerse "reemplazar" por la comunidad" (JUAN PABLO II, Homilía Parroquia S.Ignacio de A. Roma)
II. La Confesión, además de ser completa, ha de ser sobrenatural: conscientes de que vamos a pedir perdón al mismo Señor, a quien hemos ofendido. La Confesión con sentido sobrenatural es un verdadero acto de amor a Dios; se oye a Cristo en la intimidad del alma, como a Pedro: ¿Simón, hijo de Juan, me amas? Y con las mismas palabras de este Apóstol le podremos también decir: Señor, Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo..., a pesar de todo.
El pecado venial también es muy dañino para el alma: disminuye el fervor de la caridad, aumenta las dificultades para la práctica de las virtudes, y predispone al pecado mortal. Amar la Confesión frecuente es síntoma de finura de alma, de amor a Dios: "La Confesión renovada periódicamente llamada de "devoción", siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad" (JUAN PABLO II, Alocución).
III. La Confesión es uno de los actos más íntimos y personales del hombre. Muchas cosas fundamentales cambian en el santuario de la conciencia en cada Confesión, y muchas cosas cambian también en el ámbito familiar y profesional. El pecado es la mayor tragedia que el hombre puede sufrir: produce un descentramiento en quien lo comete y a su alrededor. Por la Comunión de los Santos, cada Confesión tiene sus resonancias bienhechoras en toda la Iglesia. Pidamos a Nuestra Madre que nos acerquemos a la Confesión con gran amor y agradecimiento.
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