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lunes, 15 de agosto de 2011

¡Quiero ser profeta de Dios!


'El Espíritu del Señor sobre mi,

porque me ha ungido.
Me ha enviado a anunciar a los pobres
la Buena Nueva,
a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor" 
(Lc 4 18-19).
Con estas palabras, proclamadas en la sinagoga de Nazaret inmediatamente después de su bautismo en el Jordán, Jesús inauguró el primer jubileo cristiano de la historia: un año de gracia del Señor.




El jubileo se enraíza en el Espíritu Santo. Hasta el año 1300, el año que Bonifacio VIII instituyó el jubileo en su manera actual, se consideró Pentecostés como el jubileo anual de la Iglesia, porque sucedió en el día cincuenta, lo mismo que lo hacía el jubileo cada cincuenta años (Origen). Un himno medieval para Pentecostés dice: "¡Descubre el misterio! / Y verás / que esta fiesta santa / alcanza el jubileo" (Adán de San Víctor).

Todos los beneficios que asociamos con la idea de jubileo ? remisión del pecado, rescate de la esclavitud, vista para los ciegos, sanación de los corazones rotos, reconciliación con Dios - todo, después de la Pascua, se contiene en una sola frase: ¡el Espíritu Santo!



El verdadero jubileo es, ante todo, un don gratuito de Dios, un "año de gracia del Señor". Recuerdo un incidente que sucedió al final de la última guerra, el día en que los alemanes empezaron a retirarse de mi ciudad. Se extendió el rumor de que los almacenes militares estaban abiertos y cualquiera podía ir y coger lo que necesitara. ¡Imaginad la reacción de la gente que había sufrido una hambruna terrible y que había carecido de las cosas más básicas! Todavía puedo recordar las colas de gente que llegaban desde el campo, alentándose unos a otros para seguir, y luego la vuelta a casa, algunos llevando comida, otros mantas u otros suministros.

¡Este Gran jubileo debería ver lo mismo! ¡Los almacenes de la misericordia y la gracia de Dios están abiertos! A todos la Iglesia repite la invitación que leemos en Isaías:

"¡Oh, todos los sedientos, id por agua
y los que no tenéis plata venid,
comprad y comed, sin plata
y sin pagar vino y leche1" (Is 55, 1)

Nosotros en la Renovación Carismática hemos experimentado lo que Isaías describe en estas palabras. Sabemos lo que significa "no tener plata", ser pobres, miserables, completamente indignos, y a pesar de todo ello, recibir el agua viva, el vino nuevo, la leche y la miel del Espíritu Santo.

Los organizadores han hecho bien al vincular este encuentro mundial de la Renovación Carismática Católica en Roma con el que tuvo lugar en 1975 y culminó en el encuentro con el Papa en San Pedro.


Ahora es el momento de preguntarnos hasta donde hemos llegado desde entonces: es un momento para el discernimiento En ese momento, nuestra mayor aspiración era ser reconocidos y aceptados por la Iglesia. Sorprendentemente, dadas las circunstancias, ese reconocimiento llegó, aunque sólo de una manera oral y no oficial. Pablo VI definió la Renovación como "una oportunidad para la Iglesia". De hecho le dio un lema y un programa en las conocidas palabras que recordé en Rimini:Laeti bibamus sobriam profusionem Spiritus, bebamos con alegría de la sobria abundancia del Espíritu.

Ahora, 25 años más tarde, ¿a qué aspiramos? ¿Qué estamos buscando? Entretanto, la Renovación Carismática ha recibido más de un reconocimiento, formalmente y también en la práctica. Con más y más frecuencia, se le encomiendan tareas a la Renovación, cosas que organizar, puestos que ocupar. No es ningún secreto que se cuenta mucho con nosotros.

Ha llegado el momento de preguntamos: ¿Cuál es el servicio que estamos llamados a dar a la Iglesia, la razón por la que el Señor hizo surgir la Renovación Carismática en la Iglesia Católica? Aquí debo abrir mi corazón a vosotros como un hermano. Me temo que todo este reconocimiento nos está haciendo olvidar la única cosa necesaria, sin darnos cuenta. No está en cuestión nuestra fidelidad a la jerarquía.

Todos nosotros amamos a la Iglesia y deseamos servirla: sobre este punto no hay discusión. La pregunta es: ¿Qué servicio estamos llamados a dar a la Iglesia? Es el "servicio de las mesas", como se dice en los Hechos de los Apóstoles, o es la "oración y el ministerio de la Palabra" (Hch 6, 2-4)?

Muchos laicos al principio abrazaron la Renovación felices de que al fin podían contribuir a construir la Iglesia haciendo algo más que simplemente ayudar al párroco a hacer fiestas y las rifas parroquiales y cosas así. El servicio que damos a la Iglesia es un servicio profético. Sin él, ya no tendríamos razón de existir. Hay innumerables cosas que otra gente hace, y lo hace bien. El nuestro es un servicio humilde, pero indispensable. Sin profecía, la Iglesia languidece, su mensaje no puede penetrar el corazón.



¿Qué quiero decir con profecía? Quiero decir lo que Pablo quería decir cuando escribió: "Por el contrario, si todos profetizan y entra un infiel o un no iniciado, será convencido por todos, juzgado por todos. Los secretos de su corazón quedarán al descubierto y, postrado rostro en tierra, adorará a Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros' ( 1 Co 14, 24-25).





Todos recordamos los días cuando, si se comenzaba a orar en un encuentro de carismáticos, incluso las personas ajenas que estaban presentes - fotógrafos, técnicos de TV - ¡incluso las piedras!, se rendían por la sensación de lo sobrenatural. ¿Y ahora? ¿No es cierto que nuestras asambleas se están volviendo cada vez más como cualquier encuentro normal de fieles?


Sólo otro movimiento más de la Iglesia: ¿es esto lo que queremos ser? La jerarquía tiene todo el derecho de insistir en que encontremos nuestro lugar dentro de unas determinadas realidades canónicamente reconocibles, para que sepan con quien están tratando. Tienen todo el derecho de considerarnos como uno más entre los muchos movimiento eclesiales. El tema es, ¿vamos a terminar considerándonos nosotros mismos como un movimiento más como el resto, una fuerza en la Iglesia, completa en sí misma que hace sentir su presencia en más y más nuevas áreas?


Experiencias pasadas en la Iglesia demuestran que ésta es la mejor manera de rebajar al mismo nivel todas las órdenes religiosas y hacerlas perder su carisma particular, y por lo tanto perder también su vigor inicial. De nuevo, lo que está en cuestión no es nuestro crecimiento en comunión y colaboración con otros movimientos eclesiales. Esto ha sido recomendado por el Papa mismo y está en la naturaleza de los carismas reconocer y aceptarnos unos a otros como provenientes del mismo Espíritu.


Pero debemos preservar lo más posible el espíritu y la novedad de la Renovación, que consiste en no ser un movimiento eclesial con un fundador, una Regla y un espiritualidad propia, sino más bien, en ser una corriente de gracia para la renovación de toda la Iglesia.


Personalmente, estoy agradecido a todos esos hermanos que han trabajado a lo largo de los años para establecer las relaciones de confianza y cooperación cuyos frutos vemos hoy. Este es un beneficio precioso y nadie lo discute.


La pregunta es: ¿qué vamos a hacer ahora con este aprecio de la jerarquía? ¿Qué uso vamos a hacer de ello? ¿Dejaremos que el éxito se nos suba a la cabeza, y perder de vista el propósito de Dios al suscitar la Renovación? (Allí está el peligro). ¿0 lo utilizaremos para volvernos cada vez más una levadura profética, una presencia carismática, en la Iglesia ? Alguien, en los primeros días, definió el propósito de la Renovación en una sola frase: "¡Devolverle el poder a Dios !" Es una definición que necesitamos recordar hoy, más que nunca.


En 1992 hubo en Monterrey, México, un retiro por el 500 aniversario del descubrimiento de América, al que asistieron 1700 sacerdotes y 70 obispos de toda América Latina. Durante una Misa, después de la Comunión, oraron por una nueva unción del Espíritu. Fue un verdadero momento de Pentecostés. Los obispos y sacerdote arrodillados, orando unos por otros y pidiendo a los seglares presentes que oraran por ellos.


En la homilía yo había enfatizado la necesidad que tiene la Iglesia de profetas. Estaba sentado solo en el presbiterio intercediendo por la asamblea. Un sacerdote joven vino directo hacia mí, se arrodilló y dijo, "Bendígame, Padre: ¡quiero ser profeta de Dios!". Me dio un escalofrío, podía ver que iba en serio y que Dios realmente le estaba llamando. Le bendije y se marchó en silencio.


Llevad esta misma decisión en vuestro corazón: ¡Quiero ser profeta de Dios!

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