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lunes, 29 de agosto de 2011

Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,Caritas in veritate : Algunos principios generales.


Esta entrada es una parte integrante del artículo: Algunas ideas sobre la Encíclica Caritas in veritate. Para tener una visión completa sobre este tema,  conviene mirar los otros apartados.
Caritas in veritate : Algunos principios generales.

Ya la encíclica Sollicitudo reI socialis de Juan Pablo II había dirimido la cuestión -debatida hasta el ese momento- sobre la naturaleza de la doctrina social de la Iglesia: “no pertenece al ámbito de la ideología, sino al de la teología y especialmente de la teología moral“, formulada por tanto “para orientar la conducta cristiana” (n. 41; para más detallade, vid. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, nn. 72-86). El documento de Benedicto XVI acentúa este carácter moral, al centrar la encíclica en la caridad -la virtud moral por excelencia, que lleva a todas consigo- y no sólo en la justicia: “La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es “caritas in veritate in re sociali“, anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad” (n. 5); “Caritas in veritate es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un criterio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral” (n. 6),

La caridad está llamada a penetrar en toda relación social, sea del tipo que sea. “Ella da la verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (n. 2). Este principio contrasta fuertemente con la mentalidad más habitual en la sociedad; no sólo frente a quienes piensan que las realidades sociales -económicas, políticas, comerciales, etc.- se rigen por leyes propias en las que la ética no tiene apenas cabida, sino también los que, admitiendo la necesidad de una ética, ven a ésta limitada a una justicia fría y estricta que ponga un marco y unos límites a un mundo social movido exclusivamente por el interés particular. La justicia es absolutamente necesaria -la encíclica insiste en ello-, y la primera exigencia del amor al prójimo. Pero, a la vez, “la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y del perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión” (n. 6).
La antropología cristiana sustenta la doctrina social de la Iglesia, lo cual la aleja tanto de utopías irrealizables -cuyo trasfondo es siempre un naturalismo más o menos explícito según los casos- como de pesimismos fatalistas que piensan que nada se puede hacer para cambiar la sociedad. En concreto, “la sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres»” (n. 34; la cita es de Centesimus annus, n. 25, y está recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 407). Pero, a la vez, la misma antropología cristiana tiene en cuenta la realidad de la gracia, sanante y elevante. Por este motivo, estaría fuera de lugar una mentalidad de “todo o nada“: se debe hacer lo que esté en la mano de cada uno, y eso da frutos, aunque no sean todos los pretendidos. “La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no sea realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande” (n. 78).
La noción de “desarrollo” impregna la encíclica entera. Pero no debe confundirse con lo que habitualmente se designa con ese término. El documento mismo señala, como objeto del mismo, “el desarrollo humano integral“, y desde el principio aclara que se trata del desarrollo “de cada persona y de toda la humanidad” (n. 1). Este desarrollo “no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con el bien (cfr. Rom 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y responsabilidad” (n. 9); “el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones” (n. 11; la frase está tomada de Populorum progressio, n. 14). “Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado” (n. 11). Una consecuencia inmediata, para las personas singulares, es que su comportamiento en cualquier ámbito social incide en su desarrollo como persona -o, evidentemente, como cristiano-, aunque se trate aparentemente de una tarea meramente técnica, pues también en esos casos “su actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable” (n. 70). En un sentido negativo, “no hay desarrollo pleno ni bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en la totalidad de alma y cuerpo” (n. 76).

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