(354-430). Obispo de Hipona.
Uno de los cuatro doctores originales de la
Iglesia Latina. Conocido como
Aclamado Doctor el 20 de septiembre de 1295 por el Papa Bonifacio XIII.
Se celebra su Fiesta el 28 de agosto.
Es Patrón de los que buscan a Dios, de los teólogos, y os dedicados a la
imprenta. Aparece frecuentemente en la iconografía con el corazón ardiendo de
amor por Dios.
Reseña
Nació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada
doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue
bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida
dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona. Durante treinta y cuatro
años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio
una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con
los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana
contra los errores doctrinales de su tiempo. Está entre los Padres mas
influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año
430.
Su niñez
San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña
población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero
relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta
mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de
Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al
ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de
morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó
varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor.
Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por
entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se
dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una
vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus
"Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su
madre Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de
conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue
escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la
misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los
contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había
enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que
el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el
bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la
salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde,
con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después
de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en
nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una
verdadera profanación de ese sacramento.
"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la
infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los
estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que
antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada
herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le
obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la gloria
perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender
cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba
por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber
escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así
a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le
librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo.
Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían
exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de
´negocios´ . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me
imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las
artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores". El santo
añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo
maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las
disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño
al que otro vence en el juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había
aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas;
no el latín "que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que
enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a
Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por
los poetas latinos.
Años juveniles
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir
diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó
ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición.
Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces
conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros.
No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones
ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella
tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371.
Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de
Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los
escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su
humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo.
Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el
"problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico y
religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el
principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del
entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del
orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho
años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar
por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de
volar y sólo conseguí caer por tierra".
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y
retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de
un santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía
perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión.
Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a
desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos
del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna
abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los
estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios,
decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio
ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer
a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un
hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones
de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia.
Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje
Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín,
quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al
conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica,
que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la
madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de
aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la
lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia
católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar
definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y
la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la
Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo
expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al
suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El
Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena
que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había
nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no
había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones,
unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa
de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu
verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado … Nada
podía responderte cuando me decías: ´Levántate del sueño y resucita de los
muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de
que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas.
Así pues, te decía: ´Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese
´pronto´ no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el ´poco tiempo´ se
convertía en mucho tiempo".
El ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino,
el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después,
Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano.
Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló
de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no
conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían
convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano
conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y
manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había
pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la
concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la
castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues:
´Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no´; porque tenía yo miedo de
que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo
quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de
haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió
Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los
Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente,
revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los
ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos
de no avanzar por él".
Gracia divina que todo lo puede
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus
palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la
casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el
llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus
excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo
un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida
mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta
cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis
iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba
amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que
decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a
preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego,
pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la
memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del
Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó
de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las
Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras
palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en
la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del
Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo
desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató
serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente
versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe".
Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se
dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios
"que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo
imaginable". La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386,
cuando Agustín tenía treinta y dos años.
En las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de
campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo.
Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros
amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad.
Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de
oración por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la
vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran
humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de
convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde,
demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva,
demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo
estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las cosas que
habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. me
llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz
acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy
hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos".
Los tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el
orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos
siete meses.
Nueva Vida en Cristo
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto
con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió
poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a
embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en
noviembre de 387. Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las
"Confesiones" a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y,
en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años
con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la
oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín
instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos
habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus
necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391
por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el
santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una
casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San
Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según la
regla de los santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto
impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy
común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones
asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín
obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado.
Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se
conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales
no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la
primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y
los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar
festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a
pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el
púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
Obispo de Hipona
El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco
después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió
inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que
todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus
propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las
órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su
biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y
limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los
platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida
que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante
las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos
los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa
Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma
de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los
Apóstoles". El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su
hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta sobre los primeros
principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se
halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de
las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo
empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio,
en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó
fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San
Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre
que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada
parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los
necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era
ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo:
"No quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo?
¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El
con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San
Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a
comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta
públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y
las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y
las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin excepción de personas.
San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos
pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y
seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer
matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar
invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado.
Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por
la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede,
particularmente con la correspondencia de San Agustín. En la carta quincuagésima
cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la
reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa;
pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde
centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para
hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la
mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso
desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas
vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el
parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la
educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el
santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la
mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San
Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de
la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por
ofendido. San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con
toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad
del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos
aspectos a Jerónimo". El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia
que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los
adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad.
Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea
la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo".
La Verdad ante el error
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que
defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de
los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la
Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes
no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy
numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y
todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el
infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron
terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de
ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio
insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San
Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos
contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio
publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas
medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de
muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y
los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la
misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un
hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman
que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del
pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como
consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo
era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a Africa el año
411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó
por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese
momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A
fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su
primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a
los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó
ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy
ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza".
Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó
implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que
siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el
pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos
renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las
calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a
escribir su gran obra, “La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta
el año 426. “La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra más
conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino
de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las “Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y
contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las
"Retractaciones", expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido
en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió
leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles
excusas. A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y
para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el
santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus
diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de
esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos. El conde
Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en
desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a
invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para
recordarle su deber y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era
demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por
entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la
desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de
campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados.
Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían
sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba
a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los
sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban
un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron
habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las
numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago,
Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y
varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de
430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de
establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento,
comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que había abandonado el
mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su
última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: "¡Dios es inmensamente
misericordioso!" Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio
recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo
que agonizaba, según cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la
tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti". El santo escribió
entonces: "Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El.
Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos
con El, deberíamos cubrirnos de vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió
a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su
habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con
lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último
momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por
fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los
setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado
al servicio de Dios. San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el
santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes
había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo
había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: "Yo sé
de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios
que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y
los malos espíritus los dejaron libres".